Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

viernes, 27 de julio de 2012

La Santa Misa para Niños (XIX) Jesús entrega su Cuerpo en la Cruz y en el altar para salvarnos



“Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes”.

Cuando el sacerdote pronuncia estas palabras, tenemos que estar muy atentos, porque es Jesús quien las pronuncia a través del sacerdote. Por eso el sacerdote no dice: “Esto es el Cuerpo de Jesús”, sino que dice: “Esto es mi Cuerpo”, y no está diciendo que es el cuerpo suyo, el del sacerdote, sino el de Jesús. Si el sacerdote hablara por sí mismo, diría: “Esto es el Cuerpo de Jesús”, pero no lo dice; por el contrario, dice: “Esto es mi Cuerpo”, porque el que pronuncia esas palabras, es Jesús. Es Jesús quien habla a través del sacerdote; es la Persona divina del Hijo de Dios el que habla a través del sacerdote ministerial.
Sabiendo entonces que es Jesús en Persona el que habla, ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decir Jesús cuando dice que su Cuerpo será “entregado” por nosotros?
Para entender porqué Jesús dice que su Cuerpo será entregado por nosotros, y para saber también porqué la Misa es un “sacrificio”, tenemos que pensar primero en Dios, en su infinita bondad, y en cómo le responden los hombres.
Primero, hay que saber que Dios es infinitamente bueno, y esto quiere decir que nunca nada de lo que Él piense, desee, haga, o diga, puede ser malo, porque sino, dejaría de ser Dios. Si Dios pudiera desear algo malo, aunque sea pequeñísimo, ya no sería Dios, por eso, para que Dios sea Dios, tiene que ser incapaz de nada malo. Dios puede permitir que nos pase algo que llamamos “malo”, pero es solo porque Él puede convertir, con su infinito poder, a eso “malo” en algo bueno para nosotros. Dios permite el mal, porque por su poder puede sacar grandes bienes para nosotros, pero eso no quiere decir que pueda o quiera hacer el mal. Entonces, todo lo que recibimos de Dios, es producto de su infinita bondad, y no hay nada que de Él recibamos –así sean tribulaciones- que no provenga de su infinita bondad y de su infinito amor.
Pero a pesar de esto, el hombre, frente a su bondad, responde con el pecado, es decir, pensando el mal, deseando el mal, haciendo el mal, y portándose mal. Como Dios quiere mucho al hombre, lo perdona siempre, pero muchas veces el hombre no quiere arrepentirse, y sigue obrando el mal. Esto lo vemos todos los días, con los asaltos, robos, guerras, etc.
Esto sucede porque Adán y Eva, en el Paraíso, en vez de escuchar la Voz de Dios, escucharon el silbido de la serpiente, Satanás, y así perdieron el Paraíso y la gracia, cometiendo un pecado que se llama "original". A causa de este pecado, Dios decidió cerrar la puerta de los cielos y dejar que Adán y Eva se fueran, porque ellos perdieron el Paraíso por propia voluntad. A partir de entonces, entró el mal en el mundo, y es así como los hermanos se pelean entre ellos, como sucedió con Caín y Abel, y es así también como entró la mentira, la falsedad, el engaño, y toda clase de males. Por el pecado de Adán y Eva, Dios decidió cerrar las puertas del Paraíso a todos los hombres, y por eso nadie podía entrar. Y no solo eso, sino que, además de cerrarse las puertas del Paraíso, se abrieron las puertas del infierno, adonde estaban condenados todos los hombres al morir, porque sin la gracia de Dios, perdida por el pecado original, además de no poder entrar en el Cielo, todos los hombres, iban a ir al infierno, luego de esta vida.
Esto sucedió porque Dios es infinitamente bueno, pero también es infinitamente justo y respeta lo que el hombre elige, y si el hombre quiere portarse mal y no quiere hacer el bien, y si quiere escuchar el silbido de la serpiente antigua, Satanás, en vez de su Palabra, Dios deja que el hombre haga su voluntad, pero el precio de hacer el mal en esta vida, sin arrepentirse, es, en la otra vida, en el infierno. Dios no puede dejar de dar a cada uno lo que cada uno quiere, y el que quiere obrar el mal y no se arrepiente, es porque quiere vivir en el infierno, y Dios le da a cada uno lo que cada uno quiere y merece con sus obras: para los malos que no se arrepienten, les da el infierno, porque delante suyo, en los cielos, no puede haber nadie que tenga un corazón malo, envidioso, rencoroso, pendenciero, desobediente.
Como toda la humanidad, después del pecado de Adán y Eva, estaba condenada a la perdición, para que todos nos salvemos, y para que nadie vaya al infierno, Jesús, que es Dios Hijo, vino a esta tierra, "entró" dentro de un cuerpo humano, y se puso en lugar nuestro, por amor, dejando que la Justicia divina lo castigue a Él en vez de a nosotros, para así conseguirnos el perdón divino y el Cielo. Cada pecado que cometemos, sea venial, y mucho más, el mortal, merece un castigo de la Justicia Divina. Jesús entrega su Cuerpo para que la Justicia de Dios lo castigue a Él y no a nosotros, y es por eso que el Cuerpo de Jesús es flagelado, golpeado, y Él es coronado de espinas, y crucificado. Como cada pecado merece un castigo, y como los castigos que merecemos nosotros los recibe Jesús en lugar nuestro, el Cuerpo de Jesús es golpeado en la Pasión. Cada golpe que recibe Jesús, representa un pecado nuestro. Por ejemplo, una mentira leve, un enojo, o cualquier pecado venial, pueden ser una bofetada recibida en el rostro de Jesús; un mal pensamiento, es una espina de la corona de espinas, y así con todos; los pecados mortales, por el contrario, son los golpes más fuertes que recibe Jesús, como las trompadas en la cara, los latigazos, los clavos en las manos y en los pies. Jesús recibe en su Cuerpo el castigo que merecemos nosotros, por nuestros pecados, para que la Justicia de Dios no nos haga nada.
Por eso es que Jesús dice que “entrega” su Cuerpo: lo entrega en la Cruz y en el altar, para que seamos perdonados por Dios y para que Él derrame su Espíritu de Amor divino en nuestros corazones. Y todo esto lo hace Jesús no porque tenga necesidad de nosotros, ni porque alguien lo obligue, sino porque nos ama con un amor infinito, sin medida, más grande que todos los cielos y que todos los universos juntos.
Cuando escuchemos entonces las palabras de Jesús dichas con la voz del sacerdote: “Esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes”, pensemos en la Pasión de Jesús, en cómo Él sufre por causa nuestra, y le agradezcamos, con toda la fuerza del corazón, por su infinito amor, y hagamos el propósito de morir antes que pecar.

sábado, 21 de julio de 2012

La Santa Misa para Niños (XVIII) El pan se convierte en el Cuerpo de Jesús




(…) tomó pan en sus santas y venerables manos, y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:

Para aprovechar esta parte de la Misa, tenemos que acordarnos de Jesús cuando estaba en la Última Cena con sus Apóstoles. Ahí, Jesús toma el pan con sus manos –“venerables y santas”, dice el Misal, el libro del sacerdote para la Misa, y son venerables y santas porque son las manos del Hombre-Dios-, da gracias a Dios y lo parte, antes de decir las palabras que van a transformar ese pan, en su Cuerpo.
Es decir, cuando Jesús toma el pan en sus manos, es solo pan, pero después de decir las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo”, “Esta es mi sangre”-, ya no es más pan, porque se convierte en su Cuerpo y en su Sangre.
Nos acordamos de Jesús en la Última Cena porque Jesús mandó que nos acordáramos de Él, ya que dijo en el Evangelio: “Haced esto en memoria mía”. Cuando el sacerdote toma el pan del altar, para pronunciar las palabras de la consagración, se acuerda siempre de Jesús, porque Él así lo quiso.
Pero debido a que a través del sacerdote actúa Jesús en Persona, en la Misa no solo nos acordamos de Jesús, sino que Jesús se hace presente, en Persona, en la Eucaristía, y así pasa en el altar lo mismo que pasaba en la Última Cena: antes de que el sacerdote tome el pan en sus manos, es simplemente un poco de pan, mezcla de trigo y agua, sin levadura –por eso es delgado, chato-, pero después que el sacerdote dice: “Esto es mi Cuerpo”, repitiendo las mismas palabras que dijo Jesús en la Última Cena, se convierte verdaderamente en el Cuerpo de Jesús, y así Jesús comienza a estar en la Eucaristía.
O sea que, en la Misa, es como si estuviéramos presentes en la Última Cena, porque el sacerdote hace lo mismo que hizo Jesús el Jueves Santo. Pero también, misteriosamente -¡la Misa es un gran misterio del Cielo!-, pasa lo mismo que pasó en el Calvario, porque Jesús en el Calvario entregó su Cuerpo en la cruz, y en la Misa lo entrega en la Eucaristía, y derrama su Sangre, y en la Misa derrama su Sangre en el cáliz.
Por eso es que la Misa tiene algo de parecido con la Última Cena, y también con el sacrificio de Jesús en el Calvario. Por eso es que, en esta parte de la Misa, tenemos que acordarnos siempre de la Última Cena y del Calvario.
Y Jesús hace todo esto, y se queda en la Eucaristía, para que cuando nosotros comulguemos, lo hagamos entrar, con su Cuerpo, en esa habitación tan especial que es nuestro corazón, para que Él nos de su Espíritu de Amor, el Espíritu Santo, y para que seamos todos hermanos de Jesús y hermanos de todos los hombres.
Y es para esto para lo que Jesús se queda en la Eucaristía: para que, como resultado de recibirlo a Él en el corazón, por la comunión, aumente el amor a Jesús y a todos los hombres, que por el Amor de Jesús son hermanos nuestros.

sábado, 14 de julio de 2012

La Santa Misa para Niños (XVII) La consagración, la Pascua judía y la Pascua de Jesús




Consagración.

Aquí es donde nos encontramos en el centro de la Santa Misa, en donde se representa, invisible y misteriosamente, la Última Cena de Jesús, llamada “Cena Pascual”, y también se representa el sacrificio en cruz de Jesús. Por eso nos imaginamos la escena de la Última Cena: Jesús sentado en el medio de la mesa, a su lado izquierdo está Juan, a su lado derecho está Pedro, y luego todos los demás Apóstoles.

(…)Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti, de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.
El cual, la víspera de su Pasión (…),

Para vivir con fruto espiritual esta parte de la Misa, nos imaginamos a Jesús, que cierra los ojos, junta sus manos a la altura del pecho, como cuando se reza, y dice: “...ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión” (Lc 22, 15).
Jesús hace esta oración antes de subir a la Cruz, porque Él celebra su Pascua, que es la Pascua de la Iglesia, la Pascua que es para siempre. Para entender la Pascua de Jesús, tenemos que saber un poco cómo era la de los judíos, porque la de Jesús se parece a la de ellos. Los judíos la festejaban en primavera, cuando comenzaba la recolección de las primeras espigas de trigo para hacer la ofrenda de panes ácimos (panes “chatos” sin levadura).
La pascua judía era una fiesta religiosa en la que el Pueblo Elegido recordaba las “maravillas de Yahveh”, es decir, todos esos milagros fantásticos y fabulosos con los que Dios los había liberado de la esclavitud de Egipto. Por eso la pascua quiere decir “paso” a la libertad: el Pueblo Elegido es liberado por Yahvéh, obrando grandes milagros a lo largo de toda su travesía. Para eso tenemos que leer el libro de la Biblia que se llama “Éxodo”.
Allí se narran todos los milagros de Yahvéh; por ejemplo, cuando los judíos querían cruzar el mar, lo cual era imposible, porque se iban a ahogar todos, Dios abre el mar –que se llama “Rojo” pero es azul, como todo mar-, y hace que las aguas se levanten como si fueran dos paredes, dejando un pasillo seco en el medio, por donde pasaron los israelitas. Ellos se salvaron, pero cuando los judíos quisieron pasar, las aguas volvieron a su posición normal, y se ahogaron todos. Después, cuando los judíos iban caminando por el desierto, sufrían de hambre y de sed, y además querían comer carne, entonces Dios hizo que todos los días amaneciera sobre el campamento un pan muy suave, llamado maná, y además hacía que vinieran bandadas de codornices para que los hebreos pudieran comer pan y carne. Y para la sed, hizo salir milagrosamente agua de la roca, ordenándole a Moisés que golpeara con su bastón una piedra muy dura. Así, los israelitas podían comer pan y carne y beber agua transparente y pura en medio del desierto.
Y por las noches, había una misteriosa nube luminosa que les alumbraba el camino. Otro milagro que hizo Dios para los israelitas fue una vez que ellos iban caminando por el desierto y empezaron a aparecer muchísimas víboras, que eran muy venenosas: a los que los mordían, se morían, porque el veneno era muy fuerte. Pero entonces lo que hizo Dios fue ordenarle a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y que la levantara en alto, para que todo aquel que la mirase, quedara curado. Moisés obedeció a Dios, y todos los israelitas quedaron curados. Después, cuando los judíos llegaron a la Casa que Dios les había prometido, la Tierra de Israel, empezaron a celebrar la pascua, que quería decir “paso”, celebrando el paso de ellos desde Egipto, por el desierto, hasta Jerusalén, y cuando se reunían a festejar, hacían un cordero asado, con hierbas amargas, y los más grandes tomaban una copa de vino.
¿Por qué tenemos que acordarnos de estas cosas? Porque toda la pascua judía era una imagen o una figura de la verdadera Pascua, que es Cristo Jesús. Una imagen no es la realidad, así como cuando la figura de un futbolista no es el futbolista; así también las pascua judía era solo una figura de la verdadera pascua que se celebra en la Santa Misa.
En la Misa, estamos nosotros, que somos el Nuevo Pueblo Elegido, que caminamos por un desierto, la vida, hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial –no la de la tierra, sino la del cielo, la que está alumbrada con la lámpara que es el Cordero- , y del mismo modo a como los judíos huían de sus enemigos, así también nosotros huimos de nuestros enemigos, que son el demonio, el mundo y la carne, pero en vez de abrir las aguas del mar, Dios Padre hace algo mucho mejor para nosotros, y es abrir el costado de Jesús y su Sagrado Corazón, para que todo aquel que entre y se refugie en Él, viva ya, desde la tierra, en el cielo. Y en vez de mandarnos carne de ave y pan, nos manda carne de Cordero, la Carne del Cordero de Dios, que es el Pan de Vida eterna, la Eucaristía. Y cuando los demonios quieren asaltarnos, para inyectarnos un veneno mucho más poderoso porque ataca el corazón del alma, el veneno del mal, del error, del pecado y de la mentira, Dios levanta, en vez de una serpiente de bronce, a su Hijo Jesús en la Cruz, y también cuando el sacerdote eleva la Eucaristía, en la Santa Misa, para que todo aquel que lo contemple, en la Cruz y en la Eucaristía, quede sanado del mal.
Y para el hambre y la sed de Dios, que se despiertan en este desierto que es la vida, Dios nos da a beber la Sangre del Cordero de Dios, y nos da a comer la carne del Cordero de Dios, la Eucaristía.
Esto entonces es lo que tenemos que tener presente en esta parte de la Misa, para vivir con fruto la consagración.

viernes, 6 de julio de 2012

La Santa Misa para Niños (XVI) El Ángel lleva la Eucaristía al altar del Cielo




Plegaria Eucarística I.

En esta parte de la Misa se reza una oración que se llama “Plegaria Eucarística”, y con esta oración lo que hacemos es dar gracias a Dios por todos sus dones, por todos sus regalos, pero sobre todo porque Él es infinitamente bueno y amoroso, y como muestra de ese amor, que es más grande que todo los cielos juntos, nos envió a su Hijo Jesús para que muriera en la Cruz y diera su vida para salvarnos. Pero además, le damos gracias porque en la Santa Misa, sobre el altar, viene invisible Jesús con su Cruz, para dejar su Cuerpo en la Hostia y para derramar su Sangre en el cáliz, para que nosotros, al consumir la Eucaristía, lo tengamos en nuestro corazón. ¡Nunca vamos a poder agradecer lo suficiente, ni siquiera en el cielo, el enorme don del Amor de Jesús, que se queda en la Eucaristía para después venir a nuestro corazón!
En esta oración se nombran a los ángeles, a los nueve coros angélicos, para que ellos y nosotros juntos, demos gracias a Dios por su infinito amor. Los ángeles están presentes, en cada Santa Misa, alrededor del altar, y aunque nosotros no los podemos ver con los ojos del cuerpo, hay cientos de miles de millones de ángeles de luz, cantando y adorando a Jesús, el Dios de la Cruz y de la Eucaristía, que va a bajar del cielo en pocos minutos más.
Pero además de estos ángeles de luz que están alrededor del altar, hay otro ángel, un ángel misterioso, nombrado en esta oración, que se encarga de llevar la Eucaristía –el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús-, desde el altar de la tierra, al altar del Cielo. Dice así la oración que pronuncia el sacerdote: “Te pedimos, Señor, que esta ofrenda –la Eucaristía, el cuerpo glorioso de Cristo, el Hombre Dios, cuyo nacimiento fue anunciado por el ángel a la Virgen María- sea llevada a Tu Presencia, por manos de tu ángel, hasta el altar del Cielo, para que cuantos participamos del cuerpo y de la sangre de Tu Hijo, seamos colmados de gracia y  bendición”[1].
¿Quién es este misterioso ángel, que tiene una tarea tan delicada, la de llevar el Cuerpo de Jesús sacramentado, desde el altar de la tierra “hasta el altar del Cielo”?
Este misterioso ángel, que cumple tan delicada misión, es ¡el Espíritu Santo! Es Él quien, después de la tran-subs-tan-cia-ción (hay que deletrear bien la palabra para aprenderla), lleva la Eucaristía, que de un pancito que era se convirtió en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, hasta el Cielo, para presentársela a Dios Padre, de parte nuestra, para que Dios Padre tenga misericordia de nosotros y perdone nuestros pecados, y todas las veces que fuimos tibios, perezosos, e incluso hasta malos, ofendiendo a nuestro prójimo, o dejando de rezar por pereza.
Y Dios Padre, en respuesta a este regalo que le damos nosotros, hace llover sobre nuestros corazones un diluvio de luz, de bendiciones, de gracias y de Amor.


[1] Cfr. M.R., Plegaria Eucarística I.