Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

sábado, 22 de octubre de 2016

Santa Misa de Primeras Comuniones


 (Homilía para Santa Misa de Primeras Comuniones)

Queridos niños, en este día finaliza un largo itinerario de preparación para la Primera Comunión, que comprende los dos años de Catecismo realizados, con sus respectivas asistencias a clases, con sol, con lluvia, con viento; con sus pruebas y lecciones, con sus estudios y lecturas. Hoy concluye esta preparación, que no significa que “finaliza” algo, sino que comienza una vida nueva para ustedes, la vida en el Amor de Jesús Eucaristía. Finalizar el Catecismo de Comunión no significa que no deben venir más a la Iglesia, como muchos parecerían creer; al contrario, significa que comienzan la etapa más hermosa de sus vidas, que es la Comunión de vida y amor con Jesús Eucaristía, y para vivir esta vida, deben acudir a recibir a Jesús en la Eucaristía los Domingos.
Luego de dos años de preparación y con unas edades que oscilan entre los nueve, diez y once años, aproximadamente, al llegar este día, están ansiosos por recibir la Comunión, como también están ansiosos por este momento sus maestros de Catecismo y sus padres y familiares, como también lo estamos los sacerdotes de la Parroquia, responsables de su preparación para la Comunión.
Pero hay Alguien que está más ansioso que ustedes; hay Alguien que los acompañó, no solo en los dos años que duró el Catecismo; hay Alguien que está esperando este momento no desde hace ocho, nueve o diez años, sino desde toda la eternidad, para ser recibido por ustedes, y ese Alguien es Jesús. Desde antes que ustedes nacieran, Jesús estaba esperando este momento, el momento en el que cada uno, luego de abrir las puertas de su corazón, dejará entrar a Jesús; el momento en el que cada uno entablará un diálogo personal, de persona a persona, con Jesús Eucaristía, el Hijo de Dios, que baja del cielo al altar, sólo para luego entrar en sus corazones; el momento que Jesús espera, desde toda la eternidad, para derramar en sus corazones todo el Amor que se contiene en su Corazón, un Amor que es más grande que miles de millones de cielos juntos. Y a medida que se acerca el momento de ser recibido por ustedes, el Corazón de Jesús, lleno del Amor de Dios, late cada vez más fuerte, porque cuando ustedes lo reciban en la Comunión, se cumplirá su deseo, el de poder darles todo el Amor de su Corazón, el de poder amarlos con el mismo Amor con el que Él ama a su Padre, el Espíritu Santo.
         Dispongamos entonces nuestros corazones para recibir a Jesús Eucaristía; alejemos todo pensamiento y todo sentimiento que nos distraiga de Jesús Eucaristía; preparemos nuestros corazones, para que sean como un altar, o como un sagrario, o como una custodia, en donde Jesús Eucaristía sea amado, bendecido, glorificado, adorado, exaltado, honrado.
         Cuando Jesús entre en nuestros corazones, recibámoslo con gozo en el alma y con alegría interior, y así como cuando se abren las puertas de la casa para recibir a un ser querido –un padre, una madre, un amigo, un hermano- a quien se ama pero no se ve hace tiempo, le abramos las puertas del corazón de par en par y hagamos entrar a Jesús Eucaristía, postrándonos ante su Presencia. Y cuando Jesús entre y ya esté en nuestros corazones por la Comunión Eucarística, nos olvidemos de todo lo que nos rodea; nos olvidemos de nuestros papás, de nuestras familias, de la parroquia, de los amigos, de todos; olvidémonos de la plaza, del día, de todo lo que conocemos, incluso olvidémonos de nosotros mismos, para concentrarnos en la Persona de Jesús, que viene a nuestros corazones para estar con nosotros, para darnos el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico y para darnos también todas las gracias que necesitamos para ser santos, los más grandes santos que jamás haya conocido la Iglesia. Jesús viene con sus manos cargadas de regalos espirituales para nosotros, pero muchas veces –y esto se lo dijo Jesús a una monjita santa, Sor Faustina Kowalska-, Jesús debe retirarse con tristeza, con sus manos cargadas de regalos, porque muchos lo reciben y se distraen y lo dejan solo, olvidándose por completo de Él. Es como cuando alguien invita a un amigo al que ama con locura, a su casa, para estar con él, y apenas pasa el umbral de la casa, el que lo invitó le dice: “Espérame aquí”, y se va para adentro de la casa, para no salir más, dejando a su amigo esperando en vano, tanto, que al final debe retirarse al darse cuenta que quien lo invitó ya no va a volver para estar con él. Ese Amigo es Jesús, que viene a nuestra casa, nuestro corazón, por la Eucaristía, y viene para darnos gracias y milagros que ni siquiera podemos imaginar, pero sobre todo viene para darnos su Amor, el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, un Amor que es más grande que cientos de miles de millones de cielos juntos, pero como muchos comulgan y es como si no recibieran nada, porque se distraen con las cosas de afuera, se pierden lo mejor de la Comunión, que no es ni los vestidos, ni la fiesta que espera, ni la familia, ni las fotos, sino el Corazón de Jesús que late de amor en la Eucaristía. Entonces, cuando recibamos a Jesús en la Eucaristía, no nos distraigamos con nada, olvidémonos de todo y de todos, olvidémonos de nosotros mismos; arrodillémonos, cerremos los ojos del cuerpo, y abramos los ojos del alma para ver, por la fe, a Jesús que viene a mi corazón por la Eucaristía para darme su Amor, y le demos a cambio nuestro pobre corazón, con todo el amor, poco o mucho, que en él pueda haber. Cuando Jesús entre por la Eucaristía, entronicemos la Eucaristía en nuestros corazones, y le demos todo nuestro amor, para que no compartamos nuestro amor a Jesús con nadie, para que amemos a Jesús y sólo a Jesús y nada más que a Jesús.
Pero como nuestros corazones son muy pequeños para un Amor tan grande como el del Corazón de Jesús, y como nos distraemos con tanta facilidad, le vamos a pedir a nuestra Mamá del cielo, Nuestra Señora de la Eucaristía, que sea Ella la que reciba la Comunión Eucarística por nosotros, para que Ella le dé a su Hijo Jesús todo el amor del que nosotros no somos capaces de darle.
Le digamos así: “Jesús Eucaristía, Tú vienes a mi corazón, para darme tu Amor; yo te doy a cambio mi pobre corazón; tómalo, Jesús, recíbelo de manos de la Virgen; introduce mi corazón en el horno ardiente de tu Sagrado Corazón Eucarístico, llénalo de tu Amor y no permitas que nunca salga de tu Corazón. Encierra mi corazón en tu Sagrado Corazón Eucarístico y quémalo con el Fuego de tu Amor, y haz que te ame tanto, pero tanto, que no pueda vivir sin desear recibirte, todos los días, en la Sagrada Comunión”.

         Vamos a pedir a Nuestra Señora de la Eucaristía esta gracia, que experimenten tan fuerte el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que deseen recibir a Jesús todos los días, para que la Primera Comunión no sea la última –como lamentablemente sucede con muchos niños-, sino la primera de muchas, incontables comuniones, hechas todas con amor, hasta que llegue el día de contemplar a Jesús ya no oculto en lo que parece ser pan, sino cara a cara, en el Reino de los cielos. 

viernes, 21 de octubre de 2016

Que el Niño Dios sea nuestro ejemplo de vida


         Cuando somos niños, sucede con mucha frecuencia que nos pregunten: “¿Como quién querés ser, cuando seas grande?”. Y, en ese momento, se nos vienen a la mente las imágenes de algunos adultos a los que, por algún motivo, admiramos, y es así que decimos: “Quiero ser como Messi”; “Quiero ser como Cristiano Ronaldo”; “Quiero ser como Ginóbili”, y cosas por el estilo. También podemos decir: “Quiero ser maestro, como mi mamá”, o “Quiero ser médico, como mi papá”. Es decir, nos fijamos en un adulto al que le tenemos admiración, y buscamos imitarlo en lo que es, para ser nosotros como él.
         Pero hay Alguien al que todos, niños y grandes, debemos imitar; hay Alguien al que todo niño y todo joven, sin excepción, debe imitar, para ser como Él, y ese Alguien es el Niño Jesús. ¿Por qué? Porque el Niño Jesús es Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que los niños sean como Dios. Es decir, Dios ama tanto a los niños, que sin dejar de ser Dios, se hace como Niño, para que los niños de todo el mundo sean Dios como Él. Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que un niño humano sea como el Niño Dios? ¿Puede un niño humano ser como Dios, que se hace Niño sin dejar de ser Dios? ¿Puede un niño humano ser como el Niño Dios? Porque parece que, si el Niño Dios es Dios, entonces un niño humano no puede ser como el Niño Dios, porque Él es Dios y nosotros somos humanos.
         Y la respuesta es que sí, un niño humano SÍ puede ser como el Niño Dios, por la gracia santificante. La gracia, que recibimos en la Confesión Sacramental y en la Comunión Eucarística, nos da la vida de Dios hecho Niño, y es por eso que, siendo niños, podemos ser como Dios.
         Y como no hay nada más hermoso que parecernos a Dios, entonces los niños tenemos que tratar de imitar, es decir, tratar de ser, como el Niño Dios, y para esto tenemos que hacer dos cosas: primero, confesarnos con frecuencia –no importa que no hayamos hecho la Comunión, porque basta estar bautizados para poder confesarnos- y comulgar con frecuencia –si ya hicimos la Comunión-; lo segundo, es fijarnos cómo era el Niño Dios y tratar de ser como Él en la vida diaria, de todos los días.
         Veamos, ¿cómo era el Niño Dios? Lo que tenemos que saber es que el Niño Dios no sólo no tenía pecado porque era Dios –esto quiere decir que no pensaba, deseaba, decía ni hacía nada malo-, sino que en su Corazón de Niño había sólo Amor, un Amor inmenso, grande como mil cielos juntos, y con ese Amor amaba a su Papá Dios, que estaba en el cielo –San José era sólo padre adoptivo-, y amaba también, con locura, a su Mamá, la Virgen, y a su padre adoptivo, San José, además de amar a sus primos, a su familia, a sus amigos y a todos los niños y a todos los hombres del mundo. Y como tenía mucho pero mucho amor a Dios, era el Amor de su Corazón el que hacía que rezara siempre, porque rezar quiere decir hablar con Dios y uno habla con alguien cuando lo ama, y cuanto más lo ama, más habla y más quiere estar con quien se ama: como el Niño Dios amaba mucho a su Papá Dios, rezaba mucho, para estar siempre con Él. El Amor de su Corazón hacía que el Niño Dios amara tanto pero tanto a sus papás, que les obedecía en todo y en todo los ayudaba, para que estuvieran siempre contentos. Y como el Niño Dios amaba a todos los hombres, con todos era siempre bueno y amable, incluso cuando alguien, sin justificación, se molestaba con Él. El Niño Dios amaba, con el Amor de su Corazón, más grande que mil cielos juntos, a Dios, a sus Papás, a sus hermanos, los hombres y tanto era su Amor, que desde Niño se ofreció para dar la vida por la salvación de todos los hombres.

         Así tenemos que ser nosotros, así tenemos que tratar de ser los niños: como el Niño Dios. Y para poder ser como Él, le vamos a pedir a la Mamá del Niño Dios, la Virgen, que nos ayude a ser como Jesús, el Niño Dios. Le rezamos así a la Virgen: "Virgen María, Mamá del Niño Dios, ayúdanos a ser santos como tu Hijo Jesús".

domingo, 16 de octubre de 2016

El Evangelio para Niños: Hay que rezar sin desanimarse


(Domingo XXIX – TO – Ciclo C – 2016)
         Jesús nos enseña que debemos rezar a Dios, pero que si nos parece que Dios demora en darnos lo que pedimos –por supuesto que siempre tienen que ser cosas buenas, útiles para la salvación del alma-, no debemos perder el ánimo. Por el contrario, debemos continuar rezando, sabiendo que Dios siempre escucha las oraciones –pero escucha más a las oraciones que le dirigimos a través de la Virgen-, porque Él es un Dios Justo y Misericordioso, que no dejará de darnos lo que en justicia nos sea conveniente para nuestra salvación.
         Hay muchas personas que rezan a Dios pidiéndole algún favor, pero como Dios no les concede en el tiempo que ellas quieren, se cansan y dejan de rezar. Pero no es esto lo que nos dice Jesús, sino lo contrario: que debemos rezar sin desanimarnos. Un ejemplo de oración perseverante y sin desánimo es la mamá de San Agustín (dicho sea de paso, es el ejemplo para toda madre): rezó durante treinta años pidiendo por la conversión de su hijo, porque veía que iba por mal camino: iba de fiesta con malas compañías, formaba parte de sectas, tuvo dos hijos sin estar casado, no asistía a la Iglesia, no se confesaba, no comulgaba. Santa Mónica veía que Agustín, de seguir así, se iba a condenar, y eso le causaba mucho dolor, porque se iba a separar de su hijo para siempre, y por eso le pedía a Dios, día y noche, con llantos y con sacrificios, por su conversión. Pero Santa Mónica no rezó ni un día, ni dos; tampoco un año, o cinco años: rezó por treinta años seguidos. Finalmente, Dios le concedió mucho más de lo que pedía –en un segundo cambió su vida, en un “abrir y cerrar de ojos”, como dice Jesús-, porque su hijo no solo se convirtió, sino que fue uno de los santos más grandes de la Iglesia Católica.

         Santa Mónica es ejemplo para toda madre, primero porque reza por su hijo, y después, porque no pide para su hijo una buena esposa –lo cual no estaría mal que lo hiciera-, ni tampoco un buen trabajo, ni una vida sin problemas económicos: pide para su hijo la conversión del corazón, que es la gracia más grande que puede un alma recibir en esta vida, porque significa que esa persona ya no se alejará de Jesús, su Salvador y que así entrará en el Reino de los cielos. Además, con su oración perseverante durante treinta años, Santa Mónica es el ejemplo perfecto de cómo tenemos que hacer oración sin perder el ánimo, llevados por la confianza y el amor de Dios, porque sabemos que Dios nos ama y que escucha y concede lo que le pedimos para nuestra salvación, siendo así verdad el dicho: “De Dios obtenemos lo que de Dios esperamos”. Santa Mónica nos enseña –y sobre todo a las madres-, no sólo lo que hay que pedir, sino también que la solución a la inseguridad –que se deriva del alejamiento de Dios- no se resuelve, en última instancia, con medios humanos, sino sobrenaturales, porque su hijo abandona el mal camino cuando se convierte, es decir, cuando su corazón, movido por la gracia, comienza a contemplar y a amar a Jesús. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

El Niño Jesús, ejemplo para toda la vida


         Muchas veces, cuando somos niños, los mayores nos preguntan: “¿Qué querés ser, cuando seas grande?”. Y muchos niños dicen: “Quiero ser maestro, como mi mamá”; “Quiero ser médico, como mi papá”; “Quiero ser zapatero, como mi tío”; “Quiero ser futbolista, como Messi”. Es decir, siempre, cuando somos niños, tenemos alguien, generalmente un adulto, que nos sirve de ejemplo. Y tanto es así que, la mayoría de las veces, lo que somos de grandes, es porque, cuando éramos niños, veíamos a un adulto y queríamos ser como él.
         En mi caso, soy maestro de primaria, como mi mamá; soy médico, como mi papá; soy sacerdote, como un tío abuelo mío. Y también quería ser militar, como mis tíos, primos de mi mamá. Como decíamos,  muchas veces, lo que somos de grandes, es porque de niños veíamos a los adultos y queríamos ser como ellos. No está mal hacer esto, pero hay algo que tenemos que saber: primero, que sólo tenemos que imitar las cosas buenas de los adultos, y nunca si hay algo que no es bueno, sino malo, porque sucede que a veces, los adultos pueden equivocarse y hacer cosas malas, y en eso malo, nunca hay que imitar a nadie.
La otra cosa que tenemos que saber -y es muy importante- es que, más allá de que deseemos ser como tal o cual adulto, todos, absolutamente todos los niños, deberían tener como ejemplo y modelo de cómo ser en la vida, a un niño: el Niño Jesús.
         Es decir, todo niño, siendo niño –e incluso ya siendo adulto más tarde-, debe tener como modelo y ejemplo de vida, al Niño Jesús. La razón es que el Niño Jesús es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios, para que los niños sean iguales a Él, que es Dios. Todos los niños deben desear ser como el Niño Jesús: así como era el Niño Jesús, así deben ser los niños: Jesús amaba a sus papás, la Virgen y San José, y como los amaba tanto, por el gran amor que les tenía, siempre les obedecía y la única vez que se separó de ellos fue a los doce años, pero porque debía dedicarse a los asuntos de su Padre Dios; Jesús nunca dijo mentiras, ni tampoco hizo nada malo, ni siquiera tuvo el más pequeño mal pensamiento, porque era imposible que hiciera algo malo, o que Él se portara mal, porque era Dios, y aquí, algún niño podría decir: “Bueno, pero yo no soy Dios, y por eso es que a veces me porto mal, entonces no puedo ser como Jesús”, y eso es verdad, porque somos pecadores, pero también es verdad que la gracia de Dios nos auxilia y nos fortalece y nos hace ser como el Niño Jesús, sólo basta que yo quiera realmente ser como Él. ¿Dónde encuentro la gracia para ser como Jesús? En dos sacramentos: la Confesión y la Comunión. La Confesión limpia mi alma y la deja con la inocencia del alma de Jesús; la Comunión, convierte mi corazón en el Corazón del Niño Jesús. Por la gracia, entonces, sí puedo ser como el Niño Jesús.

         Entonces, cuando alguien me pregunte: “¿Qué querés ser, cuando seas grande?”, los niños tenemos que responder: “Cuando sea grande, quiero ser como el Niño Jesús”. El Niño Jesús es nuestro ejemplo y modelo de vida, para toda nuestra vida, de niños y de adultos. ¿Por qué? Porque Jesús dice que sólo el que sea como niño entrará en el Reino de los cielos: “Si no se hacen como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”. Entonces, sea que seamos grandes o pequeños, todos tenemos que tratar de ser como el Niño Jesús, para que así todos lleguemos al Reino de Dios.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Santo Rosario meditado para Niños: Misterios de Luz


         Primer Misterio: El Bautismo de Jesús: Mientras Juan bautiza a Jesús, el Espíritu Santo desciende sobre su cabeza y se escucha la voz de Dios Padre: “Éste es mi Hijo muy querido”. Gracias a Jesús, cuando fuimos bautizados, Dios nos envió el Espíritu Santo y nos adoptó como “hijos suyos muy queridos”. ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, haz que yo me comporte como hijo adoptivo de Dios!
         Segundo Misterio: Las Bodas de Caná: Por intercesión de la Virgen, Jesús hace un milagro: convierte el agua en vino, como anticipo de la conversión del vino en su Sangre, en la Santa Misa. ¡María, Madre de Dios, intercede para que mi corazón sea como las tinajas de Caná, para que se llenen con el Vino de la Nueva Alianza, la Sangre de Jesús!
         Tercer Misterio: La predicación del Reino y el llamado a la conversión: Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios, pero para poder entrar en él, debemos separar nuestro corazón de las cosas de la tierra, y elevarlo al cielo. ¡Oh María, Nuestra Señora de la Eucaristía, haz que nuestros corazones contemplen y amen a tu Hijo, Jesús Sacramentado!
         Cuarto Misterio: La Transfiguración en el Monte Tabor: Jesús deja traslucir su gloria, que resplandece más que mil soles juntos, y así como está en el Tabor, así resplandece en la Eucaristía. ¡Oh Jesús, Sol de mi alma, ilumíname con los rayos de tu gracia, para que ya no viva más en la oscuridad del pecado!

         Quinto Misterio: La institución de la Eucaristía: En la Última Cena, Jesús instituye la Eucaristía, quedándose entre nosotros bajo apariencia de pan, para darnos el Amor de su Sagrado Corazón y acompañarnos “todos los días, hasta el fin del mundo”. ¡Oh Jesús, haz que desee tanto tu compañía, que no pueda vivir ni un solo día sin la Eucaristía!

domingo, 2 de octubre de 2016

El Evangelio para Niños: La fe como un grano de mostaza



(Domingo XXVII – TO – Ciclo C - 2016)

         “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, ustedes le dirían a esa morera que se plante en el mar y ella lo haría” (Lc 17, 3-10). Al decirnos esto, Jesús quiere hacernos ver cuánto poder tiene nuestra fe en Él como Hombre-Dios: si nuestra fe fuera al menos del tamaño de un grano de mostaza –que es muy pequeñito-, seríamos capaces de mover un árbol y plantarlo en el mar, es decir, seríamos capaces de obrar milagros. En realidad, esto es lo que hicieron los grandes santos: hicieron milagros en el Nombre de Jesús, como por ejemplo, San Juan Bosco, que una vez que no había suficiente pan para sus alumnos, hizo que se multiplicaran y alcanzó para todos. También nosotros, si tuviéramos fe, aunque sea muy pequeña, del tamaño de un grano de mostaza, seríamos capaces de obrar milagros.
         Pero es evidente que no podemos mover un árbol, y ni siquiera una hoja. ¿Eso quiere decir que mi fe es muy pequeña? En realidad, no es necesario hacer milagros ni mover árboles, para saber cómo es nuestra fe. Podemos hacer una prueba muy sencilla, sin necesidad de hacer milagros: por ejemplo, si Jesús en el Evangelio me dice: “Honra a tu padre y a tu madre”, pero yo les contesto mal, o desobedezco, o miento, entonces mi fe es muy, pero muy pequeña; si Jesús dice: “Santificarás las fiestas”, pero yo falto a Misa por pereza, sin hacer caso a lo que Jesús me dice, entonces mi fe es muy pequeña; si Jesús dice: “Ama a tus enemigos”, pero yo guardo enojo con un prójimo que me hizo un daño, entonces, mi fe es mucho más pequeña que un grano de mostaza; si Jesús me dice: “Carga la cruz de cada día”, pero yo no quiero cargar la cruz, porque me siento a gusto con el hombre viejo, que se deja llevar por las pasiones, entonces mi fe es más pequeña que un grano de mostaza.

         “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, ustedes le dirían a esa morera que se plante en el mar y ella lo haría”. No hace falta, entonces, trasplantar un árbol en el mar, para saber si mi fe es o no grande. Si cumplo los Mandamientos de Jesús, entonces mi fe es grande, porque tiene más fuerza que la que se necesita para arrancar un árbol y plantarlo en el mar: si cumplo los Mandamientos de Jesús, quiere decir que mi fe tiene la fuerza misma del cielo que se necesita para cambiar mi corazón, para que deje de amar las cosas del mundo, y comience a amar a Dios, con todo el amor del que sea capaz.