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sábado, 25 de noviembre de 2017

El Evangelio para Niños: Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo


(Ciclo A - 2017)

“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles” (cfr. Mt 25, 31-46). En el último domingo del año –para la Iglesia este domingo es como si fuera Año Nuevo, porque finaliza un Año litúrgico y comienza uno nuevo-, la Iglesia celebra la fiesta litúrgica llamada “Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo”[1].
Para nosotros, los católicos, Jesús es Rey: es Rey en su Nacimiento, en Belén; es Rey en la Cruz, en el Calvario; es Rey en la Eucaristía, en el sagrario; es Rey en el cielo, como Cordero de Dios, a quien adoran ángeles y santos. Jesús es Rey por derecho propio, porque es Dios Hijo encarnado y es Rey también por conquista, porque así como un rey en la Antigüedad salía a combatir a sus enemigos que querían invadir sus tierras y esclavizar sus habitantes, y regresaba victorioso luego de haberlos vencido, así Jesús es Rey victorioso, porque obtuvo la victoria en la Cruz sobre todos los enemigos de Dios y de las almas: el pecado, la muerte y el Demonio. Jesús es Rey para los católicos, y por eso nosotros, los católicos, debemos entronizarlo como Rey en nuestros corazones y allí debemos adorarlo y darle nuestro amor y nuestra acción de gracias, y no debemos nunca permitir que nada ni nadie suplante a Jesús, Rey de los hombres, en nuestros corazones. Cada corazón debe ser como un altar y allí debemos plantar la Santa Cruz de Jesús, y allí debe ir Jesús Eucaristía, cada vez que comulgamos, para recibir todo el amor del que seamos capaces y para adorarlo con todas nuestras fuerzas.
También para los que no son católicos, Jesús es Rey, y puesto que ellos no lo aceptan y muchos tampoco lo conocen, nuestro deber es hacerles saber que Jesús es Rey de los corazones, de las familias, de las naciones y de todo el mundo y este anuncio debemos hacerlo, más que con palabras, con santidad de vida, obrando la misericordia principalmente para con los más necesitados.
Jesús es Rey y así debemos proclamarlo, primero en nuestros corazones y después públicamente, aún si nos costara la vida. Y este nuestro Rey, que vino por Primera Vez como Niño en Belén, en la humildad de nuestra carne, y sin que nadie se enterase, excepto su Madre, la Virgen, San José y los pastores a los que anunciaron los ángeles, ha de venir por Segunda Vez, en la gloria, a juzgar al mundo, en el Día del Juicio Final; en ese Día –que es llamado “día de la Ira de Dios” en la Biblia-, Jesús separará a los buenos de los malos; a los buenos, les dará el cielo, y a los malos, el Infierno.
¿Cómo podemos hacer para ir al cielo, para estar con nuestro Rey Jesús para siempre? Obrando las obras de misericordia que nos pide la Iglesia –dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al que no tiene ropa, visitar a los enfermos y presos, dar un buen consejo, etc.-, porque esos son los que Jesús dejará pasar al Cielo. A los otros, los enviará adonde ellos quieren ir, al Infierno, en donde no hay nadie bueno y sólo se siente el rigor de la Divina Justicia. Seamos misericordiosos con nuestros hermanos más necesitados, y entonces reinaremos en el Cielo, para siempre, con Nuestro Rey Jesús.




[1] Fue el Papa Pío XI durante el Año Santo de 1925 que emitió una encíclica llamada, Quas Primas, para establecer este Día de la Fiesta del Rey de Nuestro Señor Jesucristo[1]

domingo, 19 de noviembre de 2017

El Evangelio para Niños: Parábola de los talentos


(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2017)

         “El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes” (Mt 25, 14-30). Los talentos que da el señor a sus siervos, son monedas de plata; cuando regresa, les da un premio a los que multiplicaron las monedas haciendo buenos negocios, pero da un castigo al que por perezoso y malo no hizo nada.
A nosotros también nos da Jesús muchos talentos, más valiosos que las monedas de plata y estos talentos son, por ejemplo, la vida, la inteligencia, la voluntad, la libertad. Pero también son talentos el bautismo, la comunión, la confirmación, la confesión sacramental.
Cada vez que nosotros desaprovechamos la misa, por ejemplo, por pereza, somos como el siervo malo y perezoso de la parábola, porque enterramos la gracia que Dios nos da en la Misa, que es la Eucaristía, el Corazón de su Hijo Jesús. Cada vez que comulgamos indiferentes, sin amor a Jesús Eucaristía, enterramos la gracia o el talento de unirnos por el amor al Corazón de Jesús que late en la Eucaristía. Cada vez que dejamos de hacer una obra de misericordia, como dar un buen consejo, enterramos el talento; cada vez que faltamos al Cuarto Mandamiento, somos como el siervo perezoso y malo.
Si por pereza no rezamos; si por pereza no asistimos a misa; si por pereza y falta de amor no nos confesamos ni comulgamos; si por pereza no ayudamos a nuestros hermanos más necesitados, somos como el siervo malo y perezoso y cuando salgamos de esta vida, Jesús no nos hará entrar en el cielo y nos dirá: “Porque fuiste malo y perezoso, no entrarás en el Reino de los cielos, porque en el Reino de los cielos no entran los que se dejan dominar por la pereza y la malicia del corazón”. Esto nos hace ver cuán importante es combatir la pereza, tanto la corporal –por ejemplo, cuando debemos estudiar, o cuando debemos ayudar en casa-, como la espiritual –la que no nos deja rezar ni asistir a misa-, y la razón es que nadie que sea perezoso, podrá entrar en el Reino de los cielos. También es importante combatir la malicia, que es el pecado, que anida en nuestros corazones –por ejemplo, cuando tenemos ganas de pelear, o devolver mal por mal-, ya que nadie que sea malo, entrará en el Reino de Dios. El tercer siervo, el que se queda sin premio y fuera de la casa de su señor, es “malo y perezoso”, y por eso debemos evitar el ser “malos y perezosos”.
Jesús nos da los talentos para que los hagamos rendir, para que cuando termine nuestra vida en la tierra, Él nos pueda decir: “Servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu Señor”.


sábado, 11 de noviembre de 2017

El Evangelio para Niños: Parábola de las vírgenes necias y prudentes


(Domingo XXXII - TO - Ciclo A – 2017)

         “El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes” (Mt 25, 1-13). Para comprender la parábola, hay que saber qué significa cada cosa:
         Las vírgenes son las almas de los bautizados, es decir, cada uno de nosotros; las lámparas, son los cuerpos; el aceite, es la gracia; la luz, es la fe; la noche, es el día de la propia muerte y también el Día del Juicio Final; el esposo que viene de improviso es Jesús, que viene a nosotros como Juez en el Juicio Particular y como Justo Juez también en el Día del Juicio Final; la llegada de improviso es el desconocimiento que tenemos de cuándo será, tanto la propia muerte, como el Día del Juicio Final; la casa donde entra el novio es el Cielo; la fiesta de bodas, significa la vida feliz que los bienaventurados llevan en el cielo, sin penas ni tristezas de ningún tipo, y solo con alegría y amor, para siempre; la noche representa tanto la muerte particular, como el Día del Juicio Final y también el Infierno; las vírgenes necias son las almas que murieron sin la gracia, en pecado mortal, por propia decisión; no tenían luz, porque no tenían fe: son las almas que no quieren rezar, que no quieren confesarse ni comulgar, que no quieren asistir a misa, que no quieren ayudar a los más necesitados con las obras de misericordia que pide la Iglesia. Estas almas se condenan en el Infierno, pero se condenan por propia voluntad, porque Dios no obliga a nadie a venir a la Iglesia y a portarse bien, quien quiere hacerlo, lo hace, y se salva, pero el que no quiere hacerlo, Dios no lo obliga, pero no se salva. Por eso, las vírgenes necias se quedan fuera de la Casa de Dios, se quedan afuera, en las tinieblas, que representan el Infierno y la Segunda Muerte y nunca van a participar de la alegría de las vírgenes prudentes.
         Las vírgenes prudentes son las almas que murieron en gracia de Dios, y como su alma estaba en gracia, tenían la luz de la fe y por eso hicieron muchas obras de misericordia y así salvaron sus almas. Entran en la casa donde hay fiesta de bodas, porque quiere decir que por tener fe en Jesús Eucaristía, por confesarse seguido, por evitar el pecado y por obrar la misericordia, salvaron sus almas y ahora están en el Cielo, para siempre, donde todo es alegría, paz, amor y felicidad sobrenatural, porque todos contemplan a Dios Uno y Trino y Dios Uno y Trino les da a todos de su Ser, que es Paz, Amor y Alegría infinitas.

         Si Jesús viniera esta noche, ¿cómo encontraría mi alma? ¿Con la lámpara encendida, es decir, con fe y con obras? ¿O me encontraría con la lámpara apagada, sin fe y sin obras de amor? Hagamos como las vírgenes prudentes y mantengamos la lámpara de la fe siempre encendida, con el alma en gracia y con buenas obras, y así Jesús, el Esposos, cuando venga en medio de la noche, nos llevará a la Casa de su Papá, en el Cielo, para siempre.

domingo, 5 de noviembre de 2017

El Evangelio para Niños: “El que se humilla será ensalzado”


(Domingo XXXI - TO - Ciclo A – 2017)

         “El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (cfr. Mt 23, 1-12). “Ensalzarse” quiere decir creerse que uno es el mejor que todos, eso se llama “soberbia”, y se manifiesta de muchas maneras: el soberbio no soporta que lo corrijan, es egoísta, es vanidoso, es avaro. Piensa que es el mejor de todos y que todo el mundo gira alrededor de él. El soberbio nunca pide perdón, si es él el que se equivocó, y tampoco perdona nunca, si es otro el que lo ofendió. Por este motivo, el soberbio es susceptible –se ofende por cualquier cosa sin importancia-, además de ser muy rencoroso.
         El humilde, por el contrario, se considera, si no el peor, casi el peor de todos –aunque en realidad, muchas veces, no lo sea-; además, el humilde no piensa en sí mismo, sino que piensa primero en los demás, y si le queda tiempo, en sí mismo. El humilde pide perdón si fue él quien cometió un error, y busca repararlo, y si fue otro el que lo ofendió o le cometió alguna injusticia, lo perdona siempre, como lo pide Jesús: “Perdona setenta veces siete”. El humilde nunca juzga a su prójimo, y siempre piensa bien de los demás, y nunca guarda rencor contra nadie; por el contrario, siempre piensa bien de todos.
         ¿Quién fue el que se ensalzó a sí mismo en el cielo? El Demonio, porque él se creyó que era igual o más grande que Dios, cuando en realidad eso es imposible, porque el Demonio, comparado con Dios, es como si comparáramos a un granito de arena con todo el universo, con miles de millones de estrellas y planetas: el demonio es el granito de arena y el universo es Dios. Porque se ensalzó, fue humillado, porque San Miguel Arcángel lo echó del cielo, después de ganar la batalla a las órdenes de Jesús  de María, y después fue humillado cuando Jesús lo venció para siempre en la Cruz y la Virgen le aplastó su cabeza de Serpiente Antigua con su talón.
         Jesús, por el contrario, se humilló a sí mismo, porque siendo Dios, se hizo hombre, sin dejar de ser Dios, para sufrir la muerte de cruz, la muerte más dolorosa y humillante que puede existir, para salvarnos, y como premio, Dios lo ensalzó en los cielos, coronándolo como Rey de cielos y tierra y dándole la gloria que tenía desde toda la eternidad.

         Si queremos ser como Jesús, le tenemos que pedir a la Virgen que interceda por nosotros para que participemos de su Pasión y seamos humillados junto con Él, en esta vida, para después ser coronados de gloria en el cielo.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Solemnidad de Todos los Santos (explicada para Niños)


         Hoy la Iglesia festeja a los santos. ¿Quiénes son los santos? Los santos son personas que ahora y para siempre están en el cielo, junto a Jesús, a la Virgen, y a los ángeles, gozando de una alegría que nunca jamás se va a terminar. En el Cielo, en el Reino de Dios, en donde están ahora los santos, la vida es hermosísima; no solo no hay dolor, ni llanto, ni tristeza, sino que hay una alegría tan grande como el mismo Cielo.
         ¿Cómo llegaron al cielo?
         Los santos llegaron al cielo porque cuando ellos vivían aquí en la tierra, tenían tanto pero tanto amor por Jesús, que en lo único en lo que pensaban, era en cómo agradar a Jesús, para después de esta vida, llegar al Cielo, para estar con Jesús.
¿Y cómo agradaban a Jesús? Ellos sabían que Jesús ama las almas que están en gracia, porque al estar en gracia, son almas puras, humildes, llenas de la bondad y del amor de Dios. Un alma que está en gracia y no en pecado, es un alma que se convierte en una imagen viva de Dios en la tierra, y por eso Jesús las ama tanto.
Los santos amaban tanto a Jesús, que llevaban en sus mentes y en sus corazones los Mandamientos de la Ley de Dios y se esforzaban por vivir según los Mandamientos. Pero además, recordaban siempre las palabras de Jesús: “Perdona setenta veces siete”; “Ama a tus enemigos”; “Carga tu cruz y sígueme”. También los santos, cuando vivían en la tierra, se confesaban seguido, aun cuando no tuvieran pecados mortales, para mantener sus almas siempre impecables y perfumadas, con la pureza y el perfume de Cristo que da la gracia, y comulgaban lo más seguido posible, no solo los Domingos, porque se acordaban que Jesús había dicho: “El que coma de este Pan tendrá la vida eterna”. Por eso ellos comulgaban con frecuencia y con mucho amor, porque querían tener la vida eterna, que es la vida de Dios, en sus corazones.
Y, por supuesto, también rezaban el Rosario, porque sabían que era la oración que más le gustaba a la Mamá de Jesús, la Virgen y en todo momento hacían el esfuerzo por ser buenos con los demás, para dar a los demás el Amor de Dios que ellos recibían en la Confesión y en la Eucaristía. Así fue cómo los santos ganaron el cielo: amando a Jesús, cumpliendo sus Mandamientos, confesando y comulgando con frecuencia y siendo buenos con todos.

         Cada uno de nosotros debe tener uno o más santos a los cuales rezarles, y pedirles que nos protejan, a nosotros y a nuestros seres queridos, pero sobre todo, tenemos que pedirles a los santos una cosa: que nos ayuden para que, al igual que ellos, no solo tengamos el deseo de ser santos, sino que los imitemos en el camino de la santidad, para así poder llegar al Reino de Dios en la otra vida y vivir en el Amor de Dios, junto con Jesús, la Virgen, los santos y los ángeles, para siempre.