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jueves, 27 de mayo de 2010

Un cuento que no es un cuento

Les cuento algo, que no es un cuento, sino que les cuento lo que les pasó en la realidad a unos niños pastorcitos. Esto que les pasó es algo muy pero muy lindo, y fue hace mucho tiempo.
Hace muchos años, la Virgen se le apareció a tres pastorcitos en un pueblito de Portugal llamado Fátima.
Este pueblito tenía muchos olivos -de esos que dan aceitunas, y como sabemos, de las aceitunas se saca el aceite de oliva que se usa en las ensaladas-; además, había mucho pasto verde, y había piedras, que eran de distintos tamaños y de color blanco.
Como era un pueblito de pastores, las gentes del lugar tenían muchas ovejas, y las llevaban todas las tardes al cerro, para que comieran pasto.
Los niños a los que se les apareció la Virgen –se llamaban Francisco, Jacinta y Lucía- también eran pastorcitos, y estaban cuidando las ovejas de sus padres, cuando la Virgen se les apareció.
La Virgen se les apareció a los pastorcitos, pero antes de que se les apareciera la Virgen, se les apareció un ángel. El ángel, que estaba vestido de blanco, así como se visten los monaguillos, venía envuelto en una luz muy fuerte, muy brillante y blanca, más blanca que la nieve; era transparente, y parecía como de catorce o quince años.
En la primera aparición, el ángel les dijo que era el ángel de la paz, y les enseñó esta oración: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman”. Después que les enseñó la oración, les dijo: “Rezad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas”. Esto quiere decir que Jesús y la Virgen escuchan siempre nuestras oraciones, y por eso tenemos que rezar siempre.
El ángel se les apareció por segunda vez, y les dijo: “De todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así la paz sobre vuestra Patria. Yo soy su ángel de la guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con resignación el sufrimiento que Nuestro Señor os envíe”.
En la tercera aparición, el ángel traía en su mano un cáliz y una hostia, y se acercó hasta los pastorcitos, que estaban rezando la oración que les había enseñado antes: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman”.
Cuando llegó delante de ellos, dejó el cáliz y la hostia, que quedaron flotando en el aire, se arrodilló delante de la hostia y el cáliz, y con la frente tocando el suelo, les enseñó esta oración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te ofrezco el preciosísimo Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los infinitos méritos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pobres pecadores”. Después se levantó, tomó de nuevo en la mano el cáliz y la Hostia, y me dio la Hostia a mí.
Lo que contenía el cáliz se lo dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo: “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios”.
De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: “Santísima Trinidad...” Y desapareció.
En las apariciones, el ángel nos enseña lo siguiente: nos enseña a adorar a Dios, con la oración de la primera aparición; nos enseña a hacer sacrificios, con la segunda aparición, y nos enseña a comulgar, con la tercera aparición.
Todo esto les pasó a los pastorcitos con la aparición del ángel en el pueblito de Fátima, y tenemos que imaginarnos qué hermosa experiencia fue para ellos el hecho de que un ángel se les apareciera.
Nosotros en la misa no estamos en un pueblito, estamos en la Iglesia, y no se nos aparece un ángel, pero tenemos algo mucho más grande que la aparición de un ángel: en la misa, se aparece Jesús, invisible, con su cruz, y baja desde el cielo hasta el altar, y se queda con su cuerpo en la Eucaristía y con su sangre en el cáliz. No nos da la comunión un ángel, sino el sacerdote, y nosotros, como los pastorcitos, cuando recibamos a Jesús en el corazón, le tenemos que: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.
Venir a Misa es algo mucho más lindo que ver a un ángel, porque es venir a recibir a Jesús en la comunión.

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