¿Alguien vio alguna vez una doma de caballos? Un gaucho domador es alguien con mucho coraje, con mucha valentía, porque no es fácil domar un potro salvaje.
Cuando el gaucho se sube al caballo que todavía no ha sido domado, este empieza a corcovear, porque no soporta el peso de la persona, ya que está acostumbrado a andar por donde él quiere, sin que nadie esté encima de él. El gaucho es muy valiente, y muy corajudo, y tiene también fuerza y destreza. Tiene que saber llevar las riendas porque sino, el caballo lo tira por el suelo. De hecho, muchos pasan de largo cuando el caballo es muy fuerte y corcovea mucho.
Tal vez no lleguemos nunca a domar un caballo salvaje, pero sí podemos hacer algo muy parecido. Veamos qué es, y para eso, escuchemos el relato de un joven romano y cristiano.
En los primeros tiempos del cristianismo, en Roma, vivía un joven llamado Alejandro, que se destacaba porque estaba siempre de buen humor, y porque era bueno y servicial con todos[1]. Pero además sobresalía porque era el único cristiano entre los paganos (en los primeros años del cristianismo, había muy pocos cristianos, ya que la mayoría no creía en Jesús, sino en muchos dioses, todos falsos. Alejandro creía en Jesús, y demostraba su fe con su buen ánimo y su disposición para ayudar a quien lo necesitara). Muchos de sus compañeros paganos, aunque no todos, no lo querían, pero no porque Alejandro hubiera hecho algo malo, sino porque creía en Jesús y en
Uno de estos compañeros, llamado Corvino, lo esperó un día a la salida de la escuela, detrás de una esquina, y cuando Alejandro pasaba por ahí, se le tiró encima y le dio una trompada en la cara. La primera reacción de Alejandro fue de cólera, de enojo muy grande. Estaba tan enojado, que su cara se había puesto roja. Dentro de él, escuchó una voz que le decía: “¡Cómo! ¿Te vas a dejar pegar sin responder? ¡Dale una buena paliza, para que sepa con quién se mete! ¡Pegale fuerte!”.
Pero Alejandro no hizo caso a esa voz. No respondió, ni levantó la mano y en vez de eso, se quedó en silencio por unos momentos.
En esos pocos segundos que permaneció en silencio, Alejandro comenzó a recordar a Jesús, cuando estaba en medio del tribunal del Sanedrín.
Como si lo estuviera viviendo, Alejandro veía cómo el criado del Sumo Sacerdote, le pegaba una bofetada en plena cara, y le cortaba el rostro, haciéndolo sangrar (cfr. Jn 18, 19-24). Veía también cómo le escupían en la cara, muchas veces; veía cómo le tiraban de la barba, y le arrancaban los pelos de la barba, haciéndole sangrar la cara; veía cómo lo insultaban, y le pegaban trompadas en el cuerpo.
Alejandro veía cómo Jesús sufría todo esto, y lo sufría por él, en silencio, callado, sin decir nada, aún cuando tenía el poder de llamar a San Miguel Arcángel y a millones de ángeles para que lo defendieran, y si Él quería, con solo hablar, todos retrocederían y caerían hacia atrás, muertos de miedo, porque escucharían la voz de Dios, que es más fuerte que el trueno más fuerte.
Pero Alejandro veía también los ojos de Jesús, cuando estaba sufriendo todo esto, y veía que en los ojos de Jesús no sólo no había ni enojo, ni rabia, sino que había mucha paz y calma, y cuando más lo miraba, más paz y calma sentía, y más le daban ganas de ser como Jesús. En ese momento, se acordó también de las palabras de Jesús, que las había leído en
Entonces Alejandro, volviendo en sí, y con el deseo en el corazón de ser como Jesús, le dijo a Corvino: “No te quiero hacer mal. Sigamos siendo amigos”.
Alejandro había aprendido a domar su corazón, para que su corazón no fuera como un caballo salvaje, que se desboca y empieza a correr sin mirar para dónde va.
Pensando en Jesús, y con la ayuda de la gracia, Alejandro domó su corazón -que es mucho más fácil de domar que un caballo salvaje-, no dejó que fuera dominado por la ira, y lo transformó en un corazón “manso y humilde” como el de Jesús.
Como Alejandro, también nosotros pensemos siempre en todo lo que Jesús pasó por nosotros en su Pasión, dejemos de lado la ira y la venganza, y busquemos de imitar al Sagrado Corazón de Jesús, “manso y humilde”.
[1] Cfr. Rüger, L., El maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires, 1952, 254-255.
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