Páginas

jueves, 23 de junio de 2011

¡Ten cuidado! ¡No olvides lo mejor!

Los falsos atractivos del mundo
son como una caverna oscura;
si nos dejamos llevar por ellos,
perdemos lo más valioso de la vida,
Jesús Eucaristía.


El siguiente relato[1] no es un hecho real, sino una leyenda, es decir, algo que nunca sucedió en la realidad. Sin embargo, podemos aprender algo de ella.

Una madre caminaba por un monte con mucha vegetación y rocas, y en sus brazos llevaba a su hijo de pocos meses. Lo apretaba mucho contra su pecho, porque lo quería mucho. Después de mucho caminar, ya cansada, se detuvo a descansar a la entrada de una cueva. La cueva era profunda y muy oscura; tan oscura, que no se podía ver el final, y era profunda, porque si alguien gritaba, respondía, a lo lejos, un eco muy débil.

La mujer se internó unos pocos pasos dentro de la cueva, con su hijo en brazos, y fue ahí cuando le llamaron la atención unos puntos brillantes en el suelo. Se inclinó para ver qué era, y se llevó una sorpresa, porque esos puntos brillantes, ¡eran monedas de oro! Vio un poco más adelante, y se dio cuenta de que las monedas de oro eran muchísimas, aunque estaban bastante más lejos. “¡Qué alegría!, pensó la mujer, “he encontrado un tesoro, y con esto me voy a hacer rica, multimillonaria”.

Comenzó a recoger las monedas, con su hijo en brazos, pero a medida que recogía las monedas, se daba cuenta de que su hijo no le permitía recoger todas las que quería. Entonces, para tener más lugar para poder llevar más monedas en su delantal, dejó a su hijo a la puerta de la cueva. “Lo dejo aquí un ratito, nomás. Total, no le va a pasar nada. Así, aprovecho para juntar más monedas, y de paso, dejo al bebé a la luz del sol, para que no sienta frío”. Hizo esto, dejó al bebé a la entrada de la cueva, y siguió recogiendo monedas. De pronto, una voz que salía del fondo de la caverna, le gritó: “¡Ten cuidado! ¡No olvides lo mejor!”.

Le extrañó un poco la voz, pero la mujer, fascinada por el brillo de las monedas, y por la posibilidad de volverse rica, no hizo caso a la voz, y siguió recogiendo monedas.

Pero sucedió que cuantas más recogía, más quería, y como las monedas estaban más adentro de la caverna, tenía que entrar y entrar cada vez más dentro de la caverna.

Así estaba, cuando escuchó la misteriosa voz, que desde el fondo de la caverna, le decía: “¡Ten cuidado! ¡No olvides lo mejor!”. No hizo caso, y siguió recogiendo monedas, internándose cada vez más en la negra gruta.

Luego, escuchó una tercera vez: “¡Ten cuidado! ¡No olvides lo mejor!”. Pero tampoco esta vez hizo caso, y siguió recogiendo monedas, y alejándose cada vez más de la entrada de la gruta, adonde había dejado a su hijo recién nacido.

De pronto, hubo un temblor muy fuerte, y comenzaron a caer piedras y tierra del techo de la caverna. La mujer se asustó mucho, y tirando las monedas que había recogido en su delantal, comenzó a correr hacia la salida, pero estaba muy lejos, y antes de que pudiera llegar, cayó una enorme roca, que tapó por completo la salida, dejándola encerrada en la caverna y, al taparle la luz del sol que entraba, la dejó también en total oscuridad. Recién ahí se dio cuenta de que había perdido a su hijo, y comenzó a tratar de excavar la pared de la gruta, pero como era roca muy dura, no pudo hacer nada.

Por dejarse llevar por el amor al dinero, había perdido lo mejor, que era su hijo.

¿Qué podemos aprender de esto?

Cada elemento de la historia es una figura de la realidad.

Esa madre con su hijo, podemos ser nosotros. No que necesariamente tengamos un hijo, pero ese hijo representa lo más valioso que tenemos en esta vida, la Eucaristía.

La caverna es el mundo, con sus falsos atractivos: el fútbol, el rugby, el jockey, los deportes, las carreras de fórmula uno, o también el shopping, las fiestas, los asados, los amigos, los paseos, los juegos en computadora, el cine. Todo eso son como las monedas de oro, que brillan en la oscuridad, y que nos hacen internar cada vez más en lo oscuro.

El terremoto que hace caer la piedra y obstruye la salida, es el pecado mortal, que nos priva de la luz de Dios, la gracia.

La voz en la gruta, que dice: “¡Ten cuidado! ¡No olvides lo mejor!”, es la voz de la conciencia, que nos advierte cuando estamos por hacer algo malo. No escuchar la voz de la conciencia, nos puede llevar a lamentarlo mucho después, como le ocurrió a la madre de la leyenda.

El niño, es la Eucaristía, Jesús, lo más valioso que tenemos, al cual abandonamos, al preferir dejarnos deslumbrar por los atractivos del mundo, y así dejamos de venir a Misa los domingos.

Cuando estemos tentados de dejar la Misa del Domingo y el Rosario por los falsos atractivos del mundo, escuchemos la voz de la conciencia que nos dice: “¡Ten cuidado! ¡No olvides lo mejor!”.


[1] Cfr. Rüger, L., El maná del niño, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 148.

No hay comentarios:

Publicar un comentario