Como sabemos, la Virgen María, la Madre de Dios, se les apareció a tres pastorcitos en Fátima, Portugal, hace muchos años, y les dejó varios mensajes, que se pueden resumir en tres palabras: oración, sacrificios, reparación.
Las apariciones de la Virgen estuvieron precedidas por tres apariciones de un ángel, que se llamó a sí mismo “Ángel de la paz”. Fue precisamente en la tercera aparición del ángel, cuando se produjo el milagro eucarístico.
¿Cómo sucedió?
Cuentan los pastorcitos que ellos estaban rezando el Rosario, cuando sintieron un fuerte viento y vieron un gran resplandor de luz. Alzaron la vista y vieron cómo se acercaba, por los aires, sin tocar el suelo, un ángel, con vestiduras resplandecientes, que tenía en sus manos un cáliz y una hostia. De la hostia brotaban algunas gotas de sangre que iban a caer dentro del cáliz. Cuando llegó delante de ellos, dejó el cáliz y la hostia suspendidos en el aire, y mientras se arrodillaba tocando el suelo con la frente, dijo esta oración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco los preciosísimos Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y de los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores”.
Después, levantándose, tomó de nuevo el cáliz y la hostia y los ofreció a los niños. Lucía recibió la hostia, mientras que Jacinta y Francisco tomaron del contenido del cáliz. Y mientras hacía esto, el Ángel decía: “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios”.
La aparición del ángel con la Eucaristía llenó sus corazones del Amor a Dios. Dice Lucía: “Llevados por una fuerza sobrenatural que nos envolvía imitábamos en todo al Ángel, y postrándonos en tierra como él, repetíamos las oraciones que nos había enseñado”.
Luego de las apariciones del ángel, los niños sentían que día a día crecía en ellos niños el amor a Dios, el deseo de reparación por las ofensas que recibía, y el anhelo de sacrificio por la conversión de los pecadores.
¿Qué nos enseña el ángel en este maravilloso prodigio eucarístico?
Por un lado, al arrodillarse y tocar la frente con el suelo, el ángel nos enseña el profundo amor y la adoración que debemos tener a la Eucaristía, puesto que no es un poco de pan bendecido, sino la Presencia real de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se ha encarnado, y está ahí, en la Hostia, con su Cuerpo, su Sangre y su Alma, resucitados, unidos a su Divinidad.
Por otro lado, nos enseña que, a pesar de que Jesús está en el Sagrario por Amor y para darnos su Amor, hay muchísimas personas que ofenden su Presencia de diversas maneras, ya que el ángel les dice que el Cuerpo y la Sangre de Cristo son “horriblemente ultrajados” por los “hombres ingratos”. Es decir, en vez de agradecer el don infinito de su Amor que es la Eucaristía, los hombres ofenden a Jesús Sacramentado de muchas maneras.
La otra enseñanza que nos deja el milagro eucarístico de Fátima es que estamos llamados, como cristianos, a adorar a Cristo en la Eucaristía, a “reparar los crímenes” de quienes no creen en la Presencia Real -o, creyendo, igualmente la profanan- y así, de esta manera, “consolar a Dios”.
¿Cómo cumplir con esta tarea triple tarea –adorar, reparar, consolar- que nos deja el ángel en Fátima?
La clave está en su aparición anterior, la segunda, sucedida en un día de verano del mismo año - 1916 -, cuando los tres niños jugaban en casa de Lucía. El ángel se les apareció y les dijo: “¿Qué hacéis? ¡Orad mucho! Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced al Altísimo continuamente oraciones y sacrificios”.
Debido a que los niños no sabían cómo hacer lo que el ángel les pedía, le preguntaron extrañados: “¿Cómo hemos de sacrificarnos?”.
Y ésta fue la contestación del Ángel: “En todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así, sobre vuestra Patria la paz. Yo soy el Ángel de su guarda; el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión, el sufrimiento que el Señor os envíe”.
A partir de entonces, no dudaron los niños en ofrecer sus sufrimientos a Dios, para reparar por tantas ofensas como recibe de los hombres y como súplica por la salvación de los pecadores. No sólo ofrecían las incomprensiones, las burlas, o las agresiones de muchos que no entendían las apariciones, es decir, no sólo aceptaron y soportaron “con sumisión” todas las tribulaciones y sufrimientos que Dios “les envió”, sino que ellos mismos buscaban hacer mortificaciones, como por ejemplo, pasar sed. Luego, cuando Jacinta enfermó gravemente –al punto que murió a causa de esta enfermedad-, ofrecía toda su enfermedad y todos sus dolores, por la conversión de los pecadores, para que estos no cayeran en el infierno. La Virgen les mostró luego, en una aparición, cómo caían las almas de los pecadores al infierno, porque no había nadie que rezara y se sacrificara por ellos, y fue esta visión la que llevó a los pastorcitos a hacer muchos sacrificios y a ofrecer sus tribulaciones por su conversión.
¿Y qué debe suceder con nosotros? ¿También debemos ir al pueblito donde se apareció el ángel, para adorar y reparar?
No, para hacer lo pedido por el ángel de la paz, no necesitamos ir a Portugal, al lugar donde se apareció el ángel, porque todo lo que le pasó a los pastorcitos, nos sucede a nosotros, aunque de modo invisible, en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa: aunque no vemos un ángel de Dios, sí recibimos la comunión de manos del sacerdote, y la comunión es algo mucho más grande que ver un ángel, porque es el mismo Jesús en Persona. Y en el momento de recibir la Eucaristía, podemos consolar y adorar a nuestro Dios, que viene a nuestros corazones en la Hostia consagrada, rezando la oración que les enseñó el ángel de la Paz en la primera aparición: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.
Así repararemos por quienes “no creen, ni esperan, ni adoran, ni aman” su Presencia Real en la Eucaristía.
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