ahí estará tu corazón".
San Antonio descubrió
que el corazón del avaro
estaba junto a su oro;
eso le pasó por n0 luchar
desde chico
contra su "defecto especial".
¿Vieron que algunas películas tienen escenas espectaculares, como por ejemplo, una ciudad, que es inundada por el mar, o muchas naves espaciales que combaten en el espacio o en el cielo, o autos que se transforman en robots? Los efectos especiales tienen la virtud de hacer a la película entretenida, y así da gusto verlas.
Esto que pasa en las películas, no pasa en la vida real. En la vida real, así como las películas tienen “efectos especiales”, que las vuelven más atractivas y vistosas, así las personas tenemos “defectos especiales”, que nos vuelven menos atractivos y vistosos, y aún hasta repulsivos.
Y a diferencia de las películas que cuando uno la mira, se da cuenta enseguida del “efecto especial”, cuando nos miramos a nosotros mismos, no es tan fácil saber cuál es nuestro “defecto especial”.
¿Cómo saber cuál es nuestro “defecto especial”? Preguntando a nuestras mamás, o a los mayores. Con toda seguridad, ya los habrán visto, una y mil veces, como una película que se ve un montón de veces, y por eso nos podrán decir, sin equivocarse, cuál es –o cuáles son- nuestros defectos especiales.
Seguramente que alguna mamá dirá de su hijo Pepito: “Mi hijo es tan bueno, lo único que tiene, es que por ahí, es algo nervioso…”. Ese “algo nervioso”, seguro que son berrinches de niño caprichoso, que se enoja por cualquier cosa; ahí está su “defecto especial”.
Otra mamá dirá: “Juanita es un amor, lástima que a veces duerme un poco de más…”. Ese “dormir un poco de más”, seguro que quiere decir que a Juanita no la pueden sacar de la cama ni con una grúa, y que se pasa todo el día haciendo pereza, en vez de ayudar en los quehaceres de la casa, o de estudiar y hacer las tareas de la escuela. Ahí está su “defecto especial”.
Los defectos especiales son muchos y variados, y para cada uno será distinto: para unos será el enojo, para otros la pereza, la impaciencia, la gula, el amor propio…
Es muy necesario combatir y erradicar el “defecto especial”, porque nos puede traer muchos problemas, y hasta nos puede costar la vida, como le pasó a un avaro[1].
Sucedió que este señor, que desde niño se caracterizó porque lo único que amaba en su vida era el dinero, el oro y la plata, se embarcó un día en un gran buque, para hacer un crucero de placer. Se animó a viajar porque le regalaron el pasaje, porque si lo tenía que pagar él, no iba ni a la esquina. Una vez que se encontraban ya en el mar, el barco chocó contra una gran roca, y comenzó a hundirse rápidamente. Todos los pasajeros, asustados, se arrojaban al mar para salvarse, o bien se subían en los pocos botes salvavidas que había. El rico avaro, por el contrario, en lo primero que pensó, fue en sus monedas de oro y de plata, y en los billetes nuevitos que había recibido hacía poco. También pensó en los billetes más viejitos, porque eran los únicos viejitos a los que les tenía compasión, ya que de los viejitos de verdad, los seres humanos ancianos, no le importaba nada. Así conmovido por sus monedas y billetes, el avaro se dirigió a su camarote, y se puso a guardar todo su tesoro en dos grandes bolsas, a las que anudó a su cintura, y las aseguró con nudos muy fuertes. Sólo cuando todos sus billetes y monedas estuvieron a salvo, el avaro se decidió a salir. Mientras tanto, el barco se hundía cada vez más, y muy rápido. Además, ya no habían botes salvavidas, porque los habían ocupado a todos, así que tuvo que arrojarse al agua, así como estaba, sin salvavidas, porque tampoco quedaban. Una vez allí, se dio cuenta del error que había cometido: las monedas de oro y de plata, y los billetes empapados de agua, hacían tanto peso, que amenazaban con hundirlo. Al borde de la desesperación, intentó desatar la soga con la cual había atado las bolsas a su cintura, pero como había hecho nudos tan fuertes, y como además el agua había mojado la soga, y la había anudado todavía más, le fue imposible desatar las bolsas de oro, plata y dinero, y así, en pocos segundos, se hundió en el fondo del mar.
Así fue como terminó sus días el avaro, por no haber luchado contra su “defecto especial” cuando era niño.
Eso mismo nos puede suceder a nosotros, y todavía peor, porque el defecto especial nos puede impedir la salvación: no entran al cielo los iracundos, los enojadizos, los mentirosos, los avaros, los ladrones. Esta la importancia de luchar y erradicarlos del corazón, así como se arranca la mala hierba de un prado florido y verde.
Hay otro ejemplo de un “defecto especial” no corregido. Una vez, en Italia, hubo un temblor, seguido de un fuerte terremoto. Un joven contó a sus amigos que lo primero que pensó, fue en poner a salvo la Playstation, así que en medio del temblor, sin pensar en ninguna otra cosa, en vez de salir o de refugiarse, buscó la Play para llevársela con él. Su defecto dominante era la afición desordenada a los juegos de video, y la pereza.
Gracias a Dios, no se derrumbó su casa, pero si se hubiera derrumbado, y si el techo de la casa se hubiera caído encima suyo, y lo hubiera matado, ¿qué le hubiera dicho a Dios, al ir ante su Presencia, para recibir el Juicio Particular? ¿Le podría haber dicho a Dios: “En los momentos del peligro, me acordé de Ti, e invoqué Tu Nombre, porque te amo, para que me auxilies?”. No, no podría haber dicho eso. Habría dicho, en cambio: “No me acordé de Ti, ni siquiera antes de morir. Me acordé de aquello que me daba placer en la vida, y me divertía, y ahora sólo me provoca dolor y pesar eterno”. Pero, aunque diga esto, en el Juicio Particular ya no hay tiempo para el arrepentimiento, y ya es muy tarde para luchar contra nuestros defectos.
No tenemos que esperar a morir, para recién acordarnos de Dios; no tenemos que esperar a estar delante suyo, en el Juicio Particular, para acordarnos que tenemos que luchar contra nuestros defectos especiales.
Comencemos desde ahora, para que, liberados de ellos, tengamos el corazón dispuesto para amar a Dios con todas las fuerzas de las que somos capaces. Pidamos ayuda a los papás, a los hermanos, a los sacerdotes, para que no sólo no tengamos “defectos especiales”, sino para que nuestro corazón esté lleno, colmado, del Amor de Dios.
[1] Cfr. Rüger, P., El maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 236.
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