El sacerdote se inclina, pronunciando una
oración de humildad a Dios, antes del lavado de las manos: Acepta, nuestro corazón contrito y nuestro
espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea
agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
En esta parte de
la Misa, el
sacerdote, después de ofrecer el pan y el vino, que se convertirán en el
Cuerpo, la Sangre,
el Alma y la Divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo, dice una oración en secreto, pidiéndole a Dios
Trino que acepte nuestro corazón “contrito” y “nuestro espíritu humilde”, para
que “éste sea hoy nuestro sacrificio”.
Quiere decir
que, junto con el pan y el vino, le ofrecemos a Dios un sacrificio, nuestro
corazón y nuestro espíritu, pero no le podemos ofrecer de cualquier manera.
El corazón
“contrito” –la palabra quiere decir “triturado”-, quiere decir un corazón
arrepentido de haber pecado, de haber obrado el mal, y está tan arrepentido,
que está “triturado” por la pena y el dolor de haber ofendido a un Dios tan
bueno y misericordioso. Sólo este tipo de corazones se puede ofrecer a Dios, un
corazón que se arrepiente de obrar el mal, porque el mal ofende a Dios, y que
hace el propósito de nunca más volver a pecar, sólo para no darle un disgusto a
un Dios tan inmensamente bueno, pidiendo la gracia de morir antes de cometer un
pecado mortal o un pecado venial deliberado.
El espíritu,
para que sea aceptado por Dios, tiene que ser un espíritu “humilde”, y humilde
es opuesto a soberbio, orgulloso. Un espíritu humilde es un espíritu paciente,
bondadoso, respetuoso, amable, que perdona a quienes lo ofenden. Es el espíritu
que verdaderamente vive el primer mandamiento, el más importante de todos:
“Amar a Dios y al prójimo como a sí mismo”. Solo esta clase de espíritus se
pueden ofrecer a Dios, porque Él solo acepta los que son humildes, ya que son
los que más se asemejan a Jesús, Hijo de Dios.
Por el
contrario, un espíritu soberbio, orgulloso, rápido para enojarse, para
contestar mal; un espíritu perezoso; un espíritu que dice malas palabras; un
espíritu que no soporta que le corrijan sus errores; un espíritu que no
perdona, que pelea, que guarda rencor; un espíritu que no quiere ayudar a quien
lo necesita, es un espíritu que no se puede ofrecer a Dios, porque se parece
mucho al espíritu del ángel caído, el demonio, que nunca más va a poder estar
delante de Dios.
En esta parte de la Misa, ofrecemos a Dios estas
dos cosas, el corazón contrito y el espíritu humilde, y las dos cosas forman
nuestro pequeño sacrificio, que se une al Gran Sacrificio de Jesús en el altar.
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