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sábado, 28 de septiembre de 2013

El Evangelio para Niños: Lázaro se salvó por su amor a Dios y Epulón se condenó por su amor a sí mismo y a las riquezas


En este Domingo, Jesús nos cuenta lo que les pasó a un señor, que se llamaba Epulón, que tenía mucha plata, y a otro señor que se llamaba Lázaro, que era muy pobre. Epulón, dice Jesús, usaba ropa muy cara y fina, porque tenía mucho dinero, y todos los días hacía fiestas y comidas muy ricas (como si alguien, por ejemplo, hiciera un asado todos los días, con mollejas, chinchulines, riñones, costillas, etc. etc.). Pero resulta que mientras Epulón se vestía con ropas caras y comía cosas ricas todos los días, a la puerta de su casa estaba siempre Lázaro, que vestía con harapos –y por eso pasaba mucho frío en invierno-, además de estar enfermo y a causa de esta enfermedad, en su cuerpo tenía muchas heridas abiertas, que le dolían mucho. Y como nadie lo ayudaba y estaba tan solo, que los perros de la calle lamían sus heridas. Además, Lázaro pasaba hambre y sed, porque Epulón no le convidaba nada de lo que comía.
Un día murieron los dos, y ahí cambiaron las cosas: Lázaro fue al cielo, y Epulón fue al infierno. Lázaro dejó de sufrir, y ya no volvió a pasar más hambre ni sed, porque en el cielo ya no hay necesidad de alimentarse; ya no volvió a pasar frío, y de su cuerpo, que se volvió joven y lleno de luz, desaparecieron para siempre todas sus heridas. Lázaro, además, era feliz, porque estaba para siempre con Dios. Desde el cielo, Lázaro podía ver a Epulón –lo podía ver así como cuando uno ve a través de una pantalla de televisión bien grande-, y veía cómo Epulón sufría muchísimo en el infierno. Ahí, Epulón sufría hambre y sed, además de dolores a causa del fuego. Epulón también podía ver a Lázaro, y veía cómo Lázaro ahora estaba feliz, mientras él sufría para siempre. Entonces Epulón le pidió a Abraham que le dijera a Lázaro que mojara la punta del dedo con agua y le diera, porque tenía muchísima sed, pero Abraham le dijo que no se podía, porque había un abismo entre los dos, y además, él, Epulón, ya había recibido todos sus bienes en la tierra, mientras que Lázaro había recibido males, y ahora las cosas eran al revés que en la tierra: Lázaro recibía todos los bienes, y Epulón, todos los males. Entonces Epulón se acordó de sus hermanos y le pidió a Abraham que enviara a Lázaro para que les avisara que tenían que cambiar de vida si no querían ir a ese lugar, pero Abraham le dijo algo muy importante: que era más importante creer a la Palabra de Dios, la Biblia, a que se aparezca un muerto. Es decir, si no creían lo que dice la Biblia, de que hay cielo e infierno, no le iban a creer a nadie.
Este Evangelio nos enseña entonces que el egoísmo es algo muy malo que nunca hay que dejar crecer en el corazón, porque Epulón se condenó en el infierno no porque era rico, sino porque era egoísta: comía todos los días cosas muy ricas, y se vestía con ropas caras y finas, y no le importaba que Lázaro pasara hambre y no tuviera con qué abrigarse en invierno.
Además, nos enseña que cuando Dios manda una prueba, como la de Lázaro, hay que sobrellevarla con paciencia, amor y humildad, como lo hizo Lázaro, porque Lázaro no se salvó por ser pobre, sino por ser paciente y humilde en la prueba y por amar a Dios en la Cruz.
El Evangelio entonces nos enseña que hay que ser generosos con los demás, y compartir nuestros bienes con los que más lo necesitan, y nunca caer en la tentación de ser egoístas, y que debemos llevar nuestra Cruz con paciencia, amor y humildad, porque luego la recompensa que da Dios es grande, muy grande, más grande que todos los cielos juntos, y esa recompensa es Jesús.


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