Catecismo
para Niños de Primera Comunión - Lección 33 - La Santa Misa, renovación
del Santo Sacrificio de la Cruz
Introducción.
Al
asistir a la Santa Misa, debemos tener en cuenta algo muy importante: se trata
del Misterio de Jesús en la cruz, que está en el altar, invisible, y por eso no
podemos verlo con los ojos del cuerpo, pero sí podemos verlo con los ojos de la
fe. Para asistir a la Santa Misa, es muy importante que hagamos silencio,
exterior e interior, y también es muy conveniente traer al alma el recuerdo del
Viernes Santo, cuando Jesús fue crucificado, porque ese mismo Jesús
crucificado, se hará Presente, invisible, en el altar, en la consagración. Esta
es la razón por la que la Santa Misa se llama también: “Santo Sacrificio del
Altar”, porque se trata del mismo y único sacrificio de la cruz, sólo que
oculto bajo lo que parece pan y vino. En otras palabras, asistir a Misa es como
asistir a la Crucifixión de Jesús el Viernes Santo, por lo que debemos pedirle
a la Virgen que nos dé sus mismos sentimientos y su mismo amor, los que Ella
tenía cuando estaba de pie al lado de la Cruz, para que así asistamos a la
Santa Misa.
Ahora sí, veamos brevemente los diferentes momentos de
la Santa Misa.
La Santa Misa inicia con lo que se denomina Rito
de Entrada. En este momento, desde el inicio mismo de la Santa Misa,
debemos tener en cuenta, antes que nada, que la Santa Misa es un misterio
sobrenatural, lo cual quiere decir que en la Misa se desarrolla algo que no
podemos ni entender con nuestra razón, ni podemos ver con los ojos del cuerpo,
y que solo lo podemos apreciar con la fe y con la luz del Espíritu Santo. Para
asistir a la Santa Misa con provecho, tenemos que considerar que es un misterio
del cielo, que se desarrolla ante nuestros ojos, es decir, hay una realidad
invisible que no es percibida con los ojos del cuerpo, pero sí con los ojos de
la fe. Y esta realidad misteriosa, que no se ve, que es invisible, es la
representación del sacrificio en cruz de Jesús, lo cual quiere decir que la
realidad invisible de la Misa es el Santo Sacrificio del Calvario, el
sacrificio de la cruz de Jesús en el Monte Calvario, el Viernes Santo. Lo
primero que tenemos que tener, en la mente y en el corazón, al asistir a la
Santa Misa, es el sacrificio en cruz de Jesús, el sacrificio de su vida por
nuestra salvación. Y puesto que es un sacrificio por amor, porque Jesús no
tenía ninguna obligación de salvarnos, entonces, lo que debemos tener al venir
a la Santa Misa, es amor y agradecimiento a Jesús, por su muerte en cruz por
nosotros. La alegría que debemos experimentar es la alegría que viene de saber
que Jesús nos ama tanto, que ha llegado al extremo de dar su vida por nosotros.
Desde ya vemos cómo la Misa no es ni divertida ni aburrida, sino un misterio
fascinante, porque es casi como viajar en el tiempo, para estar en la cima del
Monte Calvario, de rodillas ante la cruz y acompañados por la Virgen. El que se
aburre en Misa es porque no se da cuenta de que está viviendo el misterio más
fascinante que puede existir en el cielo y en la tierra, y el que busca
diversión en la misa, es porque tampoco entendió que Jesús se sacrifica en el
altar, como lo hizo en la cruz, no para divertirnos, sino para salvarnos y
darnos el Amor infinito de su Sagrado Corazón.
En el Acto Penitencial, pedimos perdón a
Dios por nuestros pecados, es decir, por todas las faltas a su Amor, porque el
pecado es eso: un acto de malicia de nuestros corazones, que ofende a Dios, que
es infinitamente bueno. Pedimos perdón por las veces que dijimos mentiras, por
las veces que nos dejamos llevar por la pereza, por las veces que contestamos
mal a nuestros padres, por las veces que tuvimos envidia, en vez de alegrarnos
por las cosas buenas que les suceden a nuestros hermanos. Nos reconocemos
pecadores y hacemos el propósito de no volver a pecar. Cuando el sacerdote da
la absolución, esta absolución, más la Comunión Eucarística, nos perdonan los
pecados veniales, aunque no los pecados mortales. Si solo tenemos pecados
veniales, con esta absolución del sacerdote, ya podemos comulgar, pero no
podemos comulgar si tenemos pecados mortales.
Luego viene la Liturgia de la Palabra, en
la que escuchamos el Antiguo Testamento, los Salmos y el Nuevo Testamento, para
lo cual necesitamos estar en silencio y muy atentos, porque Dios habla en el
silencio, y además San Agustín dice que la Biblia es una carta personal que
Dios escribe para cada uno de nosotros, entonces, tenemos que estar atentos
para escuchar lo que nuestro Papá Dios nos escribe, con mucho amor, desde el
cielo.
Luego viene la Presentación de las ofrendas,
que consisten en pan y vino, aunque lo que tenemos que tener en cuenta aquí que
las ofrendas consisten, ante todo, en el pan y el vino que han sido convertidos
en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. En este
momento, y en silencio, desde lo más profundo del corazón, tenemos que
ofrecernos, con el pan y el vino que van a ser depositados en el altar, con
todo nuestro ser, con lo que somos y tenemos, con nuestra vida pasada, la
presente y la futura, para unirnos al sacrificio de Jesús que hará en el altar,
en el momento de la consagración.
En el Prefacio, esa oración larga que dice
el sacerdote y que finaliza con el canto del triple “Santo”, tenemos que estar
muy atentos, porque el sacerdote se dirige a Dios en nombre nuestro, y nos
presenta ante Él, para que, en el silencio, le expresemos el amor de nuestros
corazones y la adoración que se merece, adoración que la unimos a la adoración
de los ángeles y santos en el cielo. Luego llega la Plegaria Eucarística, que
es el momento más maravilloso y grandioso de todos, porque cuando el sacerdote
pronuncie las palabras de la consagración, “Esto es mi Cuerpo, esta es mi
Sangre”, se produce el Milagro de los milagros, que se llama
“transubstanciación” y significa que el pan y el vino se convierten en el
Cuerpo y la Sangre de Jesús. En ese momento es que debemos adorar la
Eucaristía, porque ya está Presente, sobre el altar, la Presencia real del
Cordero de Dios, Jesús Eucaristía. Es el momento en el que debemos
maravillarnos y alegrarnos, sorprendernos y maravillarnos, porque sobre el
altar, oculto en lo que parece ser un poco de pan, está el Cordero de Dios,
Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios, a quien adoran, en el cielo, los ángeles y
santos. Podemos decir que, luego de la consagración, tenemos con nosotros al
Verbo de Dios, lo que quiere decir estamos en la tierra ante Jesús, así como
los ángeles y santos están ante el mismo Jesús en el cielo.
Luego viene el Rito de Comunión, en el que
se reza el Padrenuestro, en el cual agradecemos a Nuestro Padre celestial por
el don de su Hijo Jesús en la Eucaristía. En el saludo de la paz, se da
solamente a quien está a mi lado, y hay que considerar que no es un saludo tal
como nos saludamos en la calle; se trata de un saludo en el que damos la paz a
nuestros hermanos, a los que tenemos al lado, pero también a aquellos con los
cuales podemos estar enemistados, por algún motivo circunstancial. El saludo de
la paz que damos, es el saludo de la paz que nos da Jesús, que pacifica
nuestros corazones y los reconcilia con Dios, al lavar nuestros pecados con su
Sangre derramada en la cruz. Cuando el sacerdote parte la Eucaristía y coloca
una fracción en el Cáliz, eso significa la Resurrección de Jesús, así como la
consagración por separado del pan y el vino significaba la separación del
Cuerpo y Sangre de Jesús en la cruz.
Luego viene la Comunión, momento en el que
tenemos que estar muy atentos, no solo rechazando todo pensamiento que nos
pueda distraer, sino poniendo toda nuestra atención en la Comunión, porque el
Rey del cielo, Cristo Jesús, viene a nuestras almas; debemos disponer nuestros
corazones para alojar allí, con todo el amor del que seamos capaces, al Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, para amarlo y adorarlo con todas nuestras
fuerzas. Al comulgar, debemos adorar la Presencia real de Jesús en la
Eucaristía, además de amarlo con todas las fuerzas de nuestros corazones. Al
comulgar, entonces, debemos hacerlo con la mente despierta, para creer
firmemente en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, y con nuestro
corazón listo para adorar y amar al Cordero de Dios, que dio su vida por mi
amor.
Finalmente, viene el Rito de despedida,
finalizando la Santa Misa con la bendición del sacerdote. Contrariamente a lo
que pueda parecer, con la bendición final y despedida, no es que “termina la
misa”, sino que comienza nuestra tarea como cristianos, que es la de dar a
nuestros hermanos, por medio de obras de misericordia, al menos una ínfima
parte del Amor recibido del Sacrificio de Jesús en la cruz, renovado incruenta
y sacramentalmente en el altar.
Como vemos, en la Santa Misa, cuando se participa
adecuadamente, es decir, espiritual e interiormente, con el silencio, con la
mente despierta y concentrada en el misterio del altar, que es la renovación
del sacrificio de Jesús en la cruz, y con el corazón deseoso de dar todo
nuestro amor al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que baja del cielo a la
Eucaristía sólo para darme su Amor, no tenemos tiempo para aburrirnos, ni
tampoco para “divertirnos”, sino para vivir, intensamente, el misterio más
fascinante y maravilloso de todos los misterios de Dios, y es la Presencia de
Jesús en la Eucaristía. Y si no sabemos cómo participar, interiormente y con
amor, de la Santa Misa, tenemos que pedirle que nos ayude a hacerlo a la
Virgen, Nuestra Señora de la Eucaristía, que ama y adora a su Hijo Jesús en ese
sagrario viviente que es su Inmaculado Corazón.
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