(Domingo
VII – TP – Ciclo A -2017)
Después de morir en la cruz, Jesús resucita y sube a los
cielos, para cumplir sus promesas: había prometido ir al cielo para prepararnos
una morada en la casa del Padre, para que donde esté Él, ahí también estemos
nosotros; es decir, sube al cielo para que nosotros tengamos una habitación,
sola para cada uno, en la Casa de Dios en el cielo. Sube también al cielo para
enviarnos el Espíritu Santo, para que el Espíritu Santo nos haga ser santos y
así podamos ir al cielo, porque nadie que no sea santo, puede entrar en el
Reino de Dios. Sólo los que tienen traje de fiesta, que es la gracia
santificante, pueden entrar en la gran fiesta del Reino de Dios, y para eso
Jesús sube al cielo, para enviarnos al Espíritu Santo, que nos haga santos como
es Él, y así podamos entrar en el Reino de Dios.
Pero antes de subir al cielo, Jesús hace una promesa: “Yo
estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. ¿Y cómo puede ser
que Jesús suba al cielo, pero al mismo tiempo esté con nosotros hasta el fin
del mundo?
Lo puede hacer porque Él, en la Última Cena, inventó una
forma de quedarse en medio nuestro, estando al mismo tiempo en el cielo, y es
la Eucaristía.
En la Eucaristía, Jesús está con el mismo Cuerpo lleno de la
luz y de la gloria de Dios, con el que Él está en el cielo. Quiere decir que cuando
estamos cerca de Jesús Eucaristía, estamos cerca de Jesús que está en el cielo.
Estar delante de Jesús Eucaristía y, mucho más, recibir a Jesús Eucaristía en
el corazón, es como estar ya en el cielo, pero todavía en la tierra. Si queremos
ir al cielo, y si queremos saber cómo es el cielo estando todavía en la tierra,
tenemos que hacer dos cosas: adorar a Jesús en la Eucaristía, y recibirlo en el
corazón, en estado de gracia.
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