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sábado, 3 de marzo de 2018

El Evangelio para Niños: Jesús expulsa a los mercaderes del Templo



(Domingo III - TC - Ciclo B – 2018)

“No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio” (Jn 2, 13-25). Jesús entra en el Templo de Jerusalén y encuentra a los vendedores de bueyes, palomas, ovejas y a los que tenían mesas de dinero donde intercambiaban monedas. Jesús se enoja, porque es la Casa de su Padre Dios, hace un látigo y los hecha a todos afuera, diciendo: “No hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”.
Jesús tiene razón en enojarse y en el caso de Él, el enojo no es un pecado, porque es una justa ira: el Templo de Dios es un lugar sagrado, dedicado para Dios y por eso Jesús lo llama “Casa de mi Padre”. El Templo es la Casa de Dios, y allí se va a orar, no a conversar de temas sin importancia y mucho menos a comerciar. Jesús se enoja porque en el Templo había animales –ovejas, bueyes, vacas, palomas-, que ensucian el Templo porque hacen sus necesidades fisiológicas, como es normal que hagan todos los animales, y se enoja también porque hay algunos que están cambiando dinero, en vez de estar rezando. El Templo, la Casa de Dios, es un lugar sagrado; es un lugar en el que hay que hacer silencio, porque Dios habla en el silencio, en la brisa suave, y si nosotros hablamos, conversamos, hacemos bullicio, no podremos escuchar la voz de Dios y tampoco vamos a dejar escuchar a los demás la voz de Dios. Es una grave ofensa a Dios el estar hablando, sea en voz alta o baja, de temas intrascendentes o de importancia, porque el Templo es para hablar con Dios y para escuchar su voz, que se la escucha en el silencio.
“No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio”. Nuestro cuerpo es “templo del Espíritu Santo”, dice la Escritura (cfr. 1 Cor 6, 19), por lo que tenemos que tener mucho cuidado en no profanar nuestro cuerpo con cosas malas, como música indecente, o imágenes indecentes, o habladurías o deseos malos, porque el Único Dueño de nuestro cuerpo y de nuestra alma es Jesús Eucaristía. En el Evangelio, Jesús se cansa de la necedad de los judíos, que habían convertido la Casa de su Padre en un mercado. También con nosotros, Jesús se puede cansar, si no tenemos en cuenta que nuestro cuerpo y nuestra alma no nos pertenecen, sino que le pertenecen al Espíritu Santo.

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