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viernes, 26 de octubre de 2018

Comulgar no es comer un pedacito de pan, es recibir el Amor infinito de Dios




(Homilía en ocasión de Santa Misa de Primeras Comuniones)

         Debido a que la Eucaristía parece pan, tiene el sabor del pan, el color del pan, muchos piensan que comulgar es igual a cuando en el hogar comemos un trocito de pan. Muchos piensan que la comunión es algo similar a cuando comemos un poco de pan, solo que la comunión es comer un poco de pan en un ambiente distinto al del hogar. Pero es un error pensar así, porque solo externamente la comunión eucarística es algo similar a cuando comemos un poco de pan. Comulgar, recibir la comunión, tomar la comunión, es algo infinitamente más grandioso que comer un trocito de pan, por dos motivos: porque la Eucaristía no es un pedacito de pan, aunque parece pan, y porque lo que nuestra alma recibe no es la materia del pan, sino el Amor Misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús.
         Cuando comemos un poco de pan, en el hogar, por ejemplo, sentimos el gusto y el sabor del pan y vemos el pan antes de comer y cuando el pan ingresa a nuestro cuerpo, lo alimenta con su substancia. Comer un poco de pan alimenta el cuerpo y permite que el cuerpo no muera de hambre, porque le da de su substancia y así le permite seguir con vida. Si alguien tiene mucha hambre y su vida peligra por falta de comida, el pan ingerido lo salva, porque permite que su cuerpo siga viviendo.
         Pero no es esto lo que sucede cuando comulgamos, aunque exteriormente parezca lo mismo. No es lo mismo comer un poco de pan, que comulgar, porque la Eucaristía NO ES pan, sino Jesús, el Hijo de Dios, oculto en algo que parece pan pero ya no lo es. Comulgar es recibir a Jesús en Persona, al mismo Jesús que es Dios y que en el Cielo es adorado por ángeles y santos. El mismo Jesús que está glorioso en el Cielo, es el mismo Jesús que ingresa en nuestra alma, en nuestro corazón, cuando comulgamos. Y cuando comulgamos, Jesús nos da una nueva vida, la vida suya, que es la vida de Dios y nos da también el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. Por eso comulgar no es comer un poco de pan, sino que es recibir el Amor infinito de Dios, que late en la Eucaristía, en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. No es nuestro cuerpo el que es alimentado con un poco de trigo y agua, como sucede cuando comemos el pan en el hogar, sino que es nuestra alma, la que es colmada con el Amor infinito del Corazón de Dios, el Corazón de Jesús, cuando comulgamos. No comulguemos distraídamente; no nos dejemos engañar por los sentidos del cuerpo, que  nos hacen creer que la Eucaristía es un pedacito de pan, que tiene sabor a pan y apariencia de pan: cuando comulguemos, recordemos lo que aprendimos en el Catecismo, que la Eucaristía ya no es pan, sino Jesús en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que viene a nosotros desde su Cielo, no porque necesite algo de nosotros, que siendo Dios no necesita de nada ni de nadie, sino que viene para darnos su Amor, el Amor de su Sagrado Corazón. ¡Cuán equivocados están quienes confunden a la Eucaristía con un pedacito de pan y la desprecian, dejando de venir a Misa los Domingos, dejando de confesarse, porque así se pierden la mayor alegría y el mayor honor que alguien jamás pueda tener en esta vida, que es el recibir el Amor infinito del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús! No cometamos el error de tantos niños y jóvenes y también adultos, que dejan de lado la Eucaristía por creer que es solo un poco de pan bendecido y acudamos cada Domingo –cada día, si fuera posible-, a recibir la Comunión, a recibir el Amor infinito del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Que esta Primera Comunión no sea la última, sino la Primera de muchas, muchas comuniones que por la gracia de Dios haremos en la vida, para llenar nuestras almas del Amor de Dios.

jueves, 18 de octubre de 2018

No hay alegría más grande que recibir la Primera Comunión



 (Homilía en ocasión de Santa Misa de Primeras Comuniones)

         Todos los seres humanos tenemos algo en común: todos queremos ser felices. Nadie quiere ser infeliz. Nadie quiere la infelicidad y todos queremos la felicidad. La razón es que hemos sido hechos por Dios para ser felices. El problema está, dice San Agustín, que buscamos la felicidad en lugares donde no la podemos encontrar y no la vamos a encontrar nunca. Muchos, equivocadamente, creen que la felicidad está en el dinero, o en el poseer bienes  materiales, o en tener fama, éxito, poder. Muchos creen que en las cosas del mundo está la felicidad. Esto es un grave error, porque esas cosas no pueden saciar la sed de felicidad que tenemos los seres humanos. Para que nos demos una idea, imaginemos la siguiente escena: imaginemos a un hombre que está parado al borde de un abismo, un abismo tan profundo que no llega a verse el fondo. Imaginemos que este hombre se diera a la tarea de llenar el abismo arrojando vasos de arena. Nunca lo conseguirá, nunca podrá llenar el abismo con la arena, porque el abismo es demasiado grande. Podrá pasar cientos de años en la tarea, y nunca se llenará el abismo. El abismo es nuestra alma y su deseo de felicidad; el vaso de arena con el que el hombre del ejemplo trata de llenarlo, son los bienes materiales, el dinero, el éxito, la fama, el poder. Así como el abismo de la imagen no se llenará nunca con vasos de arena, así nuestra alma nunca, pero nunca, podrá saciar su sed de felicidad con los bienes materiales, con el dinero, con la fama y el éxito. Esas cosas lo único que harán es hacernos más infelices cada vez y nos hará perder el tiempo, porque estaremos buscando la felicidad en donde jamás la vamos a encontrar.
         Entonces, hemos sido creados por Dios para ser felices, pero resulta que nada de lo creado –y mucho menos las cosas mundanas- puede satisfacer nuestra alma. Sin embargo, sí hay algo que sí puede llenar este abismo vacío y sediento de felicidad que es nuestra alma. ¿Qué es eso que puede llenar de felicidad nuestra alma? Lo que puede llenar de felicidad nuestra alma es la Sagrada Eucaristía, porque la Sagrada Eucaristía es Dios Hijo en Persona, Cristo Jesús y Cristo Jesús es la Alegría y la Felicidad Increadas  y cuando Él entra en un alma por la comunión eucarística, lo único que quiere hacer es derramar la Alegría y la Felicidad de su propio Corazón en nuestros corazones. Cuando Jesús entra en nuestros corazones, derrama tanto Amor, que ese abismo vacío y sediento de felicidad que es nuestra alma, queda extra-colmado y rebosante de amor, de alegría, de felicidad, de paz. Sólo la Eucaristía puede hacernos verdaderamente felices, en esta vida y en la otra. Por esta razón es que decimos que tomar la Primera Comunión es la alegría más grande que jamás alguien pueda experimentar. Jesús Eucaristía puede llenar y sobre-llenar nuestras almas, con su Alegría y Felicidad divinas, de manera tal, que después no vamos a desear nada en este mundo ni en el otro, que no sea el mismo Jesús.
         No cometamos el error de muchos niños y jóvenes que toman la Primera Comunión y, lamentablemente, se convierte para ellos en la última, porque nunca más vuelven a la Iglesia. Si queremos ser felices en esta vida y en la otra, acudamos a recibir la Sagrada Eucaristía, no solo en la Primera Comunión, sino en cada Misa que podamos asistir y que la Primera Comunión no sea la última, sino la Primera de muchas comuniones que, por la gracia de Dios, haremos hasta el día en que lleguemos a la otra vida. Tomar la Primera Comunión y comulgar con frecuencia, con todo el amor del que seamos capaces, nos hará felices en esta vida y en la otra, pero no se trata de una felicidad humana, ni tampoco se trata de que vamos a andar riéndonos por la vida de cualquier cosa. No consiste en eso la felicidad que nos da Jesús: es una felicidad mucho más profunda, una felicidad que no consiste en la risa, sino en la paz del alma que se sabe amada por Dios y es una felicidad que está presente incluso cuando en la vida hay tristezas y tribulaciones.
         Tomar la Primera Comunión es un regalo inmenso de Dios, porque Dios no nos da sus dones, lo cual ya sería algo en sí mismo inmenso, sino que se nos da Él mismo, en Persona, oculto en apariencia de pan. No dejemos de comulgar, que nuestra Primera Comunión no sea la última, sino la primera de muchas; cuanto más comulguemos, más anticipadamente viviremos, en la tierra, con la felicidad eterna del Reino de los cielos. No hay dicha más grande que recibir la Primera Comunión, Jesús, Dios Eterno, glorioso, resucitado, sacramentado.

La Primera Comunión es el comienzo de una nueva vida en Cristo


(Homilía en ocasión de Santa Misa de Primeras Comuniones)


         La finalización del estudio del Catecismo puede hacer creer, tanto al catequista, como al niño, que ha finalizado una etapa. En efecto, se puede decir, tal vez: “Hemos finalizado el Catecismo de Primera Comunión. Terminó una etapa. Ahora empieza la etapa final, que es la de la Confirmación. Pero la etapa de la Primera Comunión está finalizada”. No hay nada más erróneo que pensar de esta manera. Finalizar la instrucción del Catecismo, preparándonos para recibir la Primera Comunión, no significa el fin de nada, sino el Principio de una nueva vida, la vida de la unión, en la fe y en el amor, con Jesús Eucaristía. A partir de la finalización de la Primera Comunión, comienza una nueva etapa en la vida del niño, la etapa del conocimiento y de la unión con Jesús de un nuevo modo, bajo la Eucaristía. Si antes conocíamos a Jesús sólo de oídas, ahora, por la comunión sacramental, lo podemos conocer de un nuevo modo, mucho más íntimo, personal, interior, porque Jesús ahora viene, por la Eucaristía, en Persona a mi corazón. Ya no es que pienso en Jesús, deseo estar con Jesús, me imagino a Jesús: ahora, Jesús EN PERSONA viene a mi corazón por la Comunión Eucarística. Y el hecho de que venga en Persona, quiere decir que lo que comulgo no es un poco de pan, sino a Jesús en apariencia de pan, que viene con su Cuerpo glorioso, con su Sangre resucitada, con su Alma glorificada, con su Divinidad, a mi corazón, para darme miles y miles de gracias, en cada Comunión Eucarística y tantas pero tantas gracias, que si las pudiéramos ver aunque sea por un momento, moriríamos de alegría y de amor. Eso es lo que le pasó a Imelda Lambertini, la niña que murió de amor en el día de su Primera Comunión: su corazón estaba tan dispuesto por la gracia, para recibir todo el amor que Jesús le pudiera comunicar, que murió de amor. Su corazón no resistió tanta alegría y tanto amor y por eso murió de amor luego de su Primera Comunión. Si a nosotros no nos pasa eso, lo más probable, se debe a que estamos tan distraídos al momento de comulgar, que Jesús entra en nuestras almas y se queda ahí, con todos los regalos de su gracia, sin poder darnos nada, a causa de nuestra distracción. Es como si invitáramos a nuestro mejor amigo a pasar a nuestra casa y nuestro amigo, que viene con un montón de regalos para nosotros, se queda solo, porque lo dejamos solo y nos vamos a otro lado. No comulguemos de modo distraído, sino que prestemos atención al momento de comulgar, pensando en Jesús y cómo Jesús quiere colmar mi corazón con su gracia, su alegría y su amor.  Finalizar la Primera Comunión no significa que ya no tengo que venir a la Iglesia; por el contrario, significa que ahora es cuando más debo comenzar a venir, para recibir a Jesús Eucaristía todos los días, si fuera posible. Cuando dos personas se aman, se verían todos los días, si fuera posible. Jesús me ama y quiere venir a mi corazón todos los días por la Eucaristía, pero si yo no acudo a la Iglesia para recibirlo, no me puede dar su amor.
         Entendamos, entonces, que finalizar la Primera Comunión es en realidad comenzar la Primera Comunión de muchas comuniones, realizadas en la fe y en el amor, para unir nuestros corazones cada vez más a Jesús Eucaristía.

martes, 16 de octubre de 2018

Aprendamos del Árbol de la Cruz la ciencia de la Vida eterna




(Homilía en ocasión del Centenario fundacional de una Escuela Primaria)

         Para un niño y un joven el asistir a una escuela, tanto primaria como secundaria, es parte esencial de su crecimiento como persona, como ser humano. Esto es así porque en la escuela se aprenden muchas cosas que ayudan a que el niño y el joven se vayan perfeccionando cada vez más. El primer lugar en donde el ser humano aprende lo que le sirve para la vida, es en la familia, que puede ser llamada, con razón, la “primera escuela”. El otro lugar en donde el ser humano aprende, es en la escuela, que en algunos casos, se constituye como una “segunda familia”. Entre la familia y la escuela, el niño y el joven aprenden casi todo lo que se necesita para, en primer lugar, ser una buena persona. Además, se pueden aprender otras cosas, como un oficio con el cual desempeñarse en la vida, o bien puede servir la escuela como una etapa en posteriores conocimientos, más avanzados y especializados, en la educación terciaria. Aprender la ciencia humana es sumamente valioso, tanto para el niño como para el joven y de ahí la importancia que tienen la familia y la escuela. El ser humano es un ser dotado de inteligencia, con la cual quiere conocer el mundo que lo rodea, para transformarlo y hacerlo un lugar mejor, para él y para su prójimo. De aquí, la gran importancia que tienen tanto la familia como la escuela, en el proceso de aprendizaje de un niño y un joven.
         Sin embargo, hay otro lugar, además de la familia y la escuela, en donde el niño y el joven tienen que acudir para aprender, algo que les será muy útil no solo en esta vida, sino también en la otra vida. Además de la ciencia terrena, el niño y el joven deben aprender otra ciencia, la ciencia de la Vida eterna y esta ciencia, que viene del cielo y no es enseñada por maestros humanos, es la Santa Cruz de Jesús. Jesús es la Sabiduría del Padre y quien posee la Sabiduría del Padre, posee una sabiduría y una ciencia que superan infinitamente a las sabidurías y ciencias humanas. Si la ciencia terrena, que aprendemos en la escuela, nos sirve para desempeñarnos en la vida, la ciencia divina, que aprendemos de la Sabiduría de Dios, que es Jesús, nos sirve para alcanzar la Vida eterna, la Vida de Dios en el Reino de los cielos. ¿Dónde está Jesús, para aprender de Él la Sabiduría de Dios? Jesús está en la Cruz, crucificado, y está en la Eucaristía, sacramentado. Por este motivo, cuanto más nos acercamos a la Santa Cruz de Jesús y cuanto más nos acercamos a la Eucaristía, tanta más Sabiduría de Dios tenemos en el alma. Pero al revés también es cierto: cuanto más nos alejamos de la Cruz de Jesús y de la Eucaristía, más ignorantes nos volvemos en relación a la ciencia de Dios, porque no tenemos en nosotros a la Sabiduría divina.
         Si asistir a la escuela es algo muy bueno porque aprendemos muchas cosas que nos sirven para ser mejores personas y también para desempeñarnos en la vida, acudir a la Santa Cruz de Jesús, arrodillándonos ante Jesús crucificado y arrodillándonos también ante Jesús Eucaristía, es infinitamente mejor, porque recibimos la Sabiduría de Dios, que llena nuestras almas, colmándolas de toda dicha y felicidad. Y para que nos aseguremos de que aprendemos la lección, Dios ha dispuesto que nos enseñe la Sabiduría de la Cruz una Maestra especialísima, una Maestra que es nuestra Madre del cielo, la Virgen María, porque la Virgen está al pie, al lado de la Cruz de Jesús y está también al lado de cada sagrario, porque donde está el Hijo, está la Madre.
         Acudamos entonces a los pies de la Cruz de Jesús y nos arrodillemos delante del sagrario, ante Jesús Eucaristía, todos los días de nuestra vida, para que recibamos las lecciones que nos enseña la Maestra celestial, la Virgen María, y así poseeremos en el alma la Sabiduría de Dios, que nos hará felices y bienaventurados, en esta vida y sobre todo, en la otra vida, en la Vida eterna.