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sábado, 28 de abril de 2012

La Santa Misa para Niños (VII) La oración colecta


Oración colecta.

La palabra “colecta” nos suena a "recolectar”, como cuando alguien recoge algo que está desparramado, como cuando alguien levanta del suelo algo muy valioso, que está caído, o como cuando un jardinero corta con mucho cuidado las flores más hermosas de su jardín, y forma con ellas un ramo.
Esta tarea, de “recolectar”, o de “recoger”, es lo que hace el sacerdote en este momento: “recoge”, “colecta”, “recolecta”, espiritualmente, por supuesto, las oraciones de cada uno de todos los que asisten a Misa, y también las de toda la Iglesia, para presentarlas a Dios Padre[1].
Esto es muy necesario hacerlo, porque cuando venimos a Misa, todos traemos nuestras oraciones, que pueden ser peticiones y acciones de gracias, para presentarlas a Dios Padre, pero si no está el sacerdote, que representa al Sacerdote Eterno, el más grande de todos, Jesucristo, las oraciones no suben hasta Dios, y Dios es como que “no sabe” qué es lo que necesitamos de Él. Si no está el sacerdote, y si no se reza esta oración de la Misa, las oraciones de acción de gracias y de peticiones quedan en la tierra, sin subir hasta el trono de Dios, como cuando las hojas de los árboles caen en otoño, y nadie las levanta, o como cuando una flor termina por secarse, porque no hay ningún jardinero para cortarla y ponerla en un florero.
En este momento entonces aprovechamos para pedir a Dios[2] -en silencio- por todas nuestras necesidades: por la conversión propia y la de nuestros seres queridos, por la salud de alguien que esté enfermo, por las almas del Purgatorio, por alguna necesidad particular y personal, etc. Pero también es un momento para elevar acciones de gracias por la cantidad enorme de favores y regalos que nos hace Dios, comenzando, por ejemplo, desde el sol que se levanta a la mañana, hasta la comida que comemos, pasando por el regalo que son los padres, los hermanos, los amigos, e incluso hasta los enemigos, a quienes Dios los pone para que aprendamos a amar como Él nos amó: hasta la muerte de Cruz.
La otra cosa que tenemos que tener en cuenta en esta parte de la Misa es que quien lleva nuestras oraciones, desde nuestros corazones, que están aquí abajo en la tierra, hasta las alturas infinitas del Cielo, donde está el trono de Dios Trino, es Jesús, el Hombre-Dios, y por eso tenemos que pedir, con confianza y con la seguridad de que seremos escuchados, porque así es como nos dicen los santos, como San Felipe Neri: “Con oraciones pedimos gracia a Dios; en la Santa Misa comprometemos a Dios a que nos las conceda”. Y verdaderamente lo comprometemos a Dios para que nos conceda las gracias que le pedimos, porque es Jesús quien pide por nosotros. No es lo mismo que pidamos nosotros, por nosotros mismos, a que lo hagamos por medio de Jesús, ya que Él es el Hijo de Dios en Persona.
En la Misa debemos pedir y pedir mucho porque Jesús nos anima a ello en el Evangelio: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mc 7, 7). ¿Y qué cosas podemos pedir y buscar y a qué puertas debemos llamar, sabiendo que lo que pidamos se nos dará, que lo que busquemos lo encontraremos, y que la puerta a la que toquemos nos será abierta?
Debemos pedir la gracia de la contrición del corazón, para nosotros y para nuestros seres queridos, y para todo el mundo; debemos buscar a Dios Trino para hacer su Voluntad, y debemos llamar a las puertas del Sagrado Corazón de Jesús, para pedir que nos dejen entrar en Él. Y todo esto con la seguridad de que seremos escuchados, porque el que lleva nuestras oraciones a Dios Padre es Dios Hijo, Jesucristo.
Pero hay algo más que tenemos que saber para esta parte de la Misa: además de pedir, buscar y llamar, y de elevar nuestras oraciones para pedir, en este momento ofrecemos algo a Dios, y lo que ofrecemos es nada más y nada menos que el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, quien se hará presente en la Divina Eucaristía. Y junto con Él, nos ofrecemos nosotros también como víctimas, como dice San Gregorio el Grande: “El sacrificio del altar será a nuestro favor verdaderamente aceptable como nuestro sacrificio a Dios, cuando nos presentamos como víctimas”.
Debido a que en la Misa le ofrecemos a Dios el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, la Misa tiene para nosotros un valor infinito, porque todo lo que hace Jesús en la cruz y en la Misa –adoración, acción de gracias, expiación, petición-, lo hace por nosotros y para nosotros, como si los méritos fueran nuestros, personales, de cada asistente a la asamblea.
Esto quiere decir, en otras palabras, que por la Misa ofrecemos a Dios un don de valor inestimable, una ofrenda preciosísima, agradabilísima a Dios, una Víctima purísima y perfectísima, capaz no solo de aplacar la ira divina que se enciende ante los pecados de los hombres, sino de abrir las compuertas del Amor divino, para que este se derrame, junto con la Sangre del Cordero, incontenible, desde las profundidades del Sagrado Corazón de Jesús abierto por la lanza (cfr. Jn 19, 34), recogido por el cáliz del sacerdote ministerial y dado luego como alimento celestial para las almas.

Sacerdote: Oremos.
El sacerdote recita la oración colecta.

Todos: Amén.


[1] Cfr. OGMR, 54.
[2] Cfr. OGMR, 54.

viernes, 27 de abril de 2012

Hora Santa para Nacer - Niños y Adolescentes Adoradores de Cristo Eucaristía



Antes de la Adoración propiamente dicha: se enseña a hacer la genuflexión: la rodilla debe tocar el suelo, la vista debe estar fija en el Sagrario.
Se explica anteriormente a la visita, a los niños y a los adolescentes, que estamos delante de Jesús, y que por lo tanto, se debe tener una actitud de respeto y de silencio.
Vamos a hablar interiormente con Jesús; con los amigos, se puede hablar una vez que salgamos del Oratorio.
La adoración será de un máximo de veinte minutos. Debe haber un guía.
        
Inicio de la Adoración

         Canto Eucarístico: Oh Buen Jesús, yo creo firmemente.

Oración Introductoria: Nos encontramos ante la Presencia Real de Jesús. Dejemos de lado toda otra cosa, para no distraernos.

Guía: Oración de los Pastorcitos de Fátima: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo; Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman”. (Se dice esta oración de forma pausada, por tres veces, con breve silencio entre ellas). Breve silencio al finalizar.

         Guía: Señor Jesús, Rey del cielo, vengo a visitarte.
                   No te veo, pero sé que estás escondido en la Eucaristía.
                   Vengo a decirte que te quiero mucho, y que te amo con todo el corazón.
                   Sé que muchas veces no me porto bien,
                   Pero desde ahora te prometo que voy a ser cada vez más bueno.
                   En esta adoración, Jesús, quiero pedirte que me ayudes a ser un niño santo, y para eso recordaré junto contigo cuando Tú eras niño como yo.

         Querido Jesús Eucaristía, queremos hacerte el regalo de nuestra niñez, ya que Tú también fuiste Niño, cuando vivías aquí en la tierra con tu Mamá, la Virgen, y San José. Así como fuiste protegido por ellos, también nosotros queremos que nos protejan, y nos enseñen a ser cada día más buenos, para crecer “en gracia y santidad”, como Tú.
        
Querido Jesús Eucaristía, queremos ser como Tú, cuando eras Niño; queremos aprender de tu infancia; queremos aprender a amar a nuestros papás y mamás como Tú los amabas. Queremos que nos enseñes a ser como eras Tú cuando tenías nuestra edad; queremos obedecer a nuestros padres, como Tú les obedecías; queremos respetarlos, honrarlos y amarlos, como Tú, Divino Niño, los respetabas, honrabas y amabas.
        
         Querido Jesús Eucaristía, cuando eras Niño, sufriste mucho por nosotros, y ya desde antes de ser un bebé en brazos de Tu Mamá, la Virgen, ofreciste tu infancia a Dios para salvarnos. ¡Ayúdanos con tu luz y tu amor, para que nosotros sepamos ofrecer sacrificios y mortificaciones para la salvación de las almas!

         Querido Jesús Eucaristía, cuando eras Niño, no tenías todas las comodidades que tenemos nosotros ahora, y además pasaste hambre y frío en muchas oportunidades, como cuando tuviste que huir de Herodes, que no quería que fueras rey. Tú, que siendo Niño te sacrificaste por nuestra salvación, ¡ayúdanos a ofrecer sacrificios, para la salvación de los pecadores! Haz que sepamos ofrecerte el sacrificio de privarnos de cosas buenas, para que todos se salven. Ven, Divino Niño Jesús, y haz que nuestra infancia transcurra en tu paz y en tu amor.
         Querido Jesús Eucaristía, que cuando tenías doce años te quedaste en el templo para ocuparte de las cosas de Dios Padre, haz que también nosotros, como niños adoradores de Tu Presencia Eucarística, seamos capaces de rezar mucho, como lo hacías Tú, y de ocuparnos más de las cosas de Dios y menos de las cosas del mundo.

         Querido Jesús Eucaristía, que cuando fuiste adolescente, aprendiste el oficio de carpintero que te enseñó tu padre adoptivo, San José, y ayudaste en los quehaceres de la casa a Tu Mamá, la Virgen María, ayúdanos para que demostremos amor a nuestros padres, ayudándolos en todo lo que podamos, de buena gana y sin que nos tengan que pedir con insistencia.

         Querido Jesús Eucaristía, que como Niño alegraste las vidas de tu Mamá y de tu papá San José, haz que también nosotros, buscando de ser santos, seamos también la alegría de nuestros padres, de nuestros hermanos, y de todos los que nos rodean.

         Querido Jesús Eucaristía, que desde Niño muy pequeño añorabas ser grande para algún día subir a la Cruz y así poder salvarnos, haz que también nosotros deseemos subir a la Cruz, para unirnos a Ti en tu sacrificio salvador.

         Oración en silencio por espacio de tres a cinco minutos. Antes de comenzar esta oración en silencio, el Guía explica a los niños que ahora tienen tiempo para hablar a Jesús con el corazón, que deben concentrarse en qué es lo que quieren decirle a Jesús.
Les explica el Guía a los niños que pueden pedir por sus papás, por sus hermanos, por sus seres queridos, por sus amigos.

         Guía: Pasados los cinco minutos, retoma el Guía, recitando nuevamente la oración de adoración de los Pastorcitos de Fátima: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro, y Te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.

         Guía: Jesús, Dios de la Eucaristía, Dios del Amor, de la luz y de la paz,
                   Me despido hasta la próxima visita.
                   Te dejo mi corazón junto al Sagrario,
                   Para que lo cuides de todo mal.
                   Te adoro con toda mi alma.
                   Querido Jesús Eucaristía,
                   Nunca dejes que me aparte de Ti.
          Querido Jesús Eucaristía, Divino Niño Jesús, acepta el don que te hago de mi infancia, y ayúdame a amar a Dios y a todo el mundo, con tu mismo Amor.

         Guía: recita nuevamente la oración de adoración de los Pastorcitos de Fátima: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro, y Te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.

Nuestra Señora de la Caridad, Tú que llevaste a Jesús dentro tuyo, como si fueras un Sagrario, te pido que me enseñes a amar a Jesús Eucaristía como Tú lo amas.

Señal de la cruz.

Canto Eucarístico de salida. Te adoramos, Hostia divina.

sábado, 21 de abril de 2012

La Santa Misa para Niños (VI) El rezo del “Gloria”




Gloria (en los días festivos)
Para saber porqué se reza el Gloria en la Misa, tenemos que saber primero qué quiere decir “gloria”. Entre los hombres, “gloria” significa es la fama, el honor y el reconocimiento que tiene una persona gracias a algo grande e importante que hizo, o a alguna buena acción. La “gloria” del mundo es la fama o el reconocimiento que los hombres se dan entre sí, cuando alguien hace algo que es –o parece ser- importante o bueno.
Por ejemplo, casi todos los días uno puede enterarse, por la televisión o Internet, de titulares en los diarios, como los siguientes: “El futbolista Fulano de tal alcanzó la gloria después de anotar un “hat-trick”. En este caso, el periodista, los espectadores del partido de fútbol, la televisión, “dan gloria”, glorifican, al futbolista, y el futbolista recibe, gustoso, esta gloria que, por ser de los hombres y terminar en los hombres, se llama “mundana”. Lo mismo sucede con cualquier actividad del hombre, que felicita o glorifica a otro hombre.
Con respecto a esta gloria mundana, hay un dicho en latín, que dice: “sic transit gloria mundi”, “así pasa la gloria de este mundo”, queriendo decir que la gloria que los  hombres se dan unos a otros, las alabanzas, los elogios, la fama, pasa y no vuelve más, y es como humo que se lleva el viento, y delante de Dios, de nada sirven. En otras palabras, no nos servirá, para nuestro juicio particular, que decidirá cómo será nuestra eternidad, si en el gozo o en el dolor, el haber glorificado a un hombre, alabándolo por sus talentos, por sus posesiones, por sus dones. En el día de nuestro juicio particular, Dios no nos preguntará cuántas veces vimos las repeticiones de los goles de Messi, ni nos preguntará cuáles son los “récords” de Messi en el Barcelona; tampoco querrá que le digamos cuántos goles hizo en total Cristiano Ronaldo. No nos preguntará tampoco los nombres de los temas más famosos de nuestro cantante favorito, ni las películas más exitosas de nuestros actores preferidos. No nos preguntará cuántos títulos conseguimos en la universidad, ni cuántos viajes hicimos al exterior, ni cuántas camionetas cuatro por cuatro llegamos a tener, ni cuántos libros escribimos. Nos preguntará cosas muy distintas: buscará en nuestros corazones el amor y nos preguntará cuántas fueron las obras de misericordia, corporales y espirituales, que hicimos por amor, y no por interés o para figurar ante los demás.
En otras palabras, la gloria mundana, la gloria que los hombres se dan unos a otros, desaparece muy pronto, y al final de la vida, no nos sirve para nada.
En cambio, la palabra “gloria”, cuando se usa en la iglesia, quiere decir algo distinto. La “gloria de Dios”, o “gloria de Yahveh”, es lo que Dios muestra de Él mismo cuando se aparece a los hombres: muestra su infinito poder, su infinita sabiduría, su Amor eterno, su santidad, su Ser divino, imposible de ser comprendido por los ángeles y los hombres.
Cuando Dios obra, todo lo hace de modo glorioso, porque Él es su misma gloria. Por ejemplo, cuando los hebreos cruzan el Mar Rojo, son ayudados por Dios, quien de modo maravilloso los hace cruzar el cauce seco del Mar, separando las aguas; o cuando decide encarnarse en el seno virgen de María, lo hace de modo glorioso, porque es una encarnación virginal, y así con todas sus obras. En todo lo que Dios hace, muestra su gloria, porque no puede obrar de otra manera que no sea con gloria, ya que Él es Omnipotente, infinitamente Sabio, eternamente Santo y bondadoso.
Él es su misma gloria, y por eso su gloria –es decir, la honra, el honor, de Dios-, es eterna, no pasa nunca ni jamás podrá pasar nunca, a diferencia de la gloria de los hombres, la gloria mundana, que comienza a la mañana y al empezar la tarde ya no existe.
Esta gloria divina no viene de los hombres, sino de Dios, y es Dios el único que puede darla: la da, ante todo, a su Hijo Unigénito, Jesucristo, desde toda la eternidad, y la da también a sus amigos, los ángeles de luz, los ángeles buenos, y a los santos, aquellos que rechazaron la gloria del mundo, la que dan los hombres, para obtener la gloria que sólo Dios puede dar.
Es esta gloria la que cantamos en Misa, y es la gloria de Jesucristo, el Hombre-Dios, que dio su vida por nosotros, para salvarnos de la muerte eterna, muriendo en la Cruz, y es la misma gloria que Él da a quien lo recibe, con fe y con amor, en la Eucaristía.
En la Misa, el rezo del “Gloria”, significa la alabanza que los hombres damos a Dios por ser Él quien Es, Dios Tres veces Santo, infinitamente bondadoso y lleno de poder, majestad y hermosura. Y junto a la alabanza va unida la adoración, porque reconocemos que nosotros, comparados con Él, somos “nada mas pecado”, como dicen los santos.
Glorificamos a Dios por ser quien Es, Dios de majestad infinita y de Amor eterno, pero también y sobre todo lo glorificamos por la obra más grande de todas sus obras grandes, la Santa Misa, que es la renovación incruenta, sin derramamiento de sangre, en el altar, del Santo Sacrificio del Calvario.
En la Misa resplandecen la Sabiduría y la Bondad divinas, es decir, Dios se manifiesta con todo el esplendor de su gloria. En la Misa brilla, con esplendor divino, con un brillo más brillante que miles de millones de soles juntos, la majestuosa gloria de un Dios, que es Uno y Trino, inabarcable para el hombre y el ángel, en su grandeza infinita.
Esa obra maravillosísima que es la Misa hace quedar como casi nada todas las otras inmensas obras de Dios, comprendida la creación del universo visible y del invisible. Es en reconocimiento a su majestad, a su gloria, a su bondad infinita, a su sabiduría sin medida, a la hermosura de su Ser divino, que se muestran en el misterio pascual de muerte y resurrección del Hombre-Dios Jesucristo, la Iglesia toda, hombres y ángeles, entonamos el “Gloria”, un canto de fiesta, de alabanza y de alegría al Dios Uno y Trino, “himno antiquísimo y venerable con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y glorifica y le suplica al Cordero”[1].
El Gloria comienza con la oración de los ángeles en la Noche del Nacimiento –“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (cfr. Lc 2, 14)-, y por esto, cuando lo entonamos, nos parece estar adorando al Niño Dios en la Noche Santa de Belén, pero en realidad, es un himno dedicado no solo a Dios Hijo, sino a las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad: la primera parte está dirigida al Padre, hasta “Dios Padre omnipotente”; la segunda, al Hijo: “Sólo Tú, Altísimo Jesucristo”, y la última al Espíritu Santo: “con el Espíritu Santo” [2].
Al igual que los Kyries, que se cantaban a los reyes y emperadores que entraban triunfantes en la ciudad después de una batalla, sucede lo mismo con el Gloria: lo cantaba el pueblo cuando, colocado a ambos lados del camino, aclamaba al emperador a su paso.
Y también como sucedió con los Kyries, la Iglesia los adoptó, y los usó para cantar al Rey de reyes y Señor de señores (cfr. Ap 19, 16), que ingresa triunfal en el templo de Dios (cfr. Heb 4, 14), enarbolando el estandarte ensangrentado de la Santa Cruz, luego de haber derrotado para siempre a los grandes enemigos de la humanidad, el demonio, el mundo y la carne.
También en la Iglesia, con el Gloria, se suceden los coros de aclamaciones: “¡Te alabamos! ¡Te bendecimos! ¡Te adoramos! ¡Te glorificamos! ¡Te damos gracias!”, a los cuales se agrega un nuevo coro: “Señor Dios, rey celestial, Dios, Padre todopoderoso, Señor, Hijo Único, Jesucristo”.
Como es un himno de Pascua, está dirigido a Jesús que, después de su muerte, resucita y se nos entrega, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, en donde sus “llagas de crucificado brillan como rubíes, su Cuerpo presente en el sacramento fulgura como cristal, y de Él, el Cordero del sacrificio, se irradia la luz pascual y los esplendores de la gloria eterna”[3].

Todos:

Gloria a Dios en cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.

Alabamos a Dios con la misma alabanza que los ángeles le dieron al Niño Dios en Belén (cfr. Lc 2, 14), que quiere decir “Casa de Pan”, y el motivo es que el altar es un Nuevo Belén, al cual vendrá Jesús, que se nos entregará como Pan de Vida eterna.

Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial, Dios Padre todopoderoso.


En esta parte expresamos el motivo por el cual vinimos a Misa: para adorar, alabar, bendecir a Dios Trinidad "por su inmensa gloria".

Señor, Hijo único Jesucristo. Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros; porque sólo tú eres Santo, Sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén.

Suplicamos a Jesús, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que tenga piedad de nosotros, es decir, que se apiade de nuestra incapacidad para obrar el bien y que por los méritos de su Pasión y muerte en Cruz, nos perdone y nos lleve a todos al Cielo.






[1] Cfr. OGMR, ibidem, 53.
[2] Cfr. Schnitzler, o. c., 294.
[3] Cfr. Schnitzler, o. c., 295.

viernes, 13 de abril de 2012

Domingo de la Divina Misericordia para Niños y Adolescentes



Una vez, hace mucho tiempo, Jesús se le apareció a una monjita, que ahora está en el cielo y que se llama Sor Faustina Kowalska, y le dijo lo siguiente: “Hija Mía, habla al mundo entero de Mi insondable Misericordia, para que toda la humanidad conozca la infinita Misericordia mía. Es la señal de los últimos tiempos. Después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran pues, a la Fuente de Mi Misericordia, se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos. Antes de venir como Juez justo, abro de par en par las puertas de mi Misericordia. Quien no quiera pasar por la puerta de mi Misericordia, deberá pasar por la puerta de mi Justicia”.

Jesús le dice a Sor Faustina que hable al mundo entero de su “misericordia”, pero, ¿qué quiere decir "misericordia”? Quiere decir un amor especial, infinito, de Dios, para el hombre lleno de miseria, es decir, de pecado. La “misericordia” es entonces el amor que Dios tiene al hombre pecador.

¿Cómo es este amor misericordioso de Dios? Para darnos cuenta de cómo es este amor de Dios, tenemos que leer la Biblia, en el libro del Profeta Isaías, en donde Dios nos dice cómo es su amor: como el amor que nace del corazón de la madre o del corazón de un padre: “¿Puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti” (Is 49, 15). El amor de Dios es más fuerte que el amor de una madre, que puede tal vez querer muy oco a su hijo, pero jamás se puede olvidar de él, y si una madre de la tierra no se olvida de su hijo, porque lo ama, mucho, muchísimo más, es el amor de una madre. En los Salmos se dice así del amor de Dios: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles” (Sal 102, 8-13).

“Divina Misericordia”, entonces, quiere decir el amor especial que Dios tiene para el hombre pecador, un amor que es como si fuera el amor de madre o de padre, pero multiplicado al infinito y por toda la eternidad, porque es un amor que nace de Dios, que es infinito y eterno.

¿Dónde encontramos este amor misericordioso de Dios? En el Sagrado Corazón de Jesús. La fuente de la Divina Misericordia es el Corazón de Jesús, de donde salen Sangre y Agua al ser traspasado, como lo dice el mismo Jesús: “De todas Mis llagas, como de arroyos, fluye la misericordia para las almas, pero la herida de Mi Corazón es la fuente de la Misericordia sin límites, de esta fuente brotan todas las gracias para las almas. Me queman las llamas de compasión, deseo derramarlas sobre las almas de los hombres” . De ese corazón Santa Faustina, vio salir dos rayos de luz que iluminan el mundo: Estos dos rayos, le explicó Jesús, representan la sangre y el agua que brotaron de su Corazón traspasado.

Entonces, es del Sagrado Corazón de Jesús de donde brota la misericordia de Dios, como de una fuente, en forma de rayos, uno blanco y otro rojo. Así cuenta Sor Faustina la aparición de Jesús: “En la noche cuando estaba en mi celda, vi al Señor Jesús vestido de blanco. Una mano estaba levantada en ademán de bendecir y, con la otra mano, se tocaba el vestido, que aparecía un poco abierto en el pecho, brillaban dos rayos largos: uno era rojo y, el otro blanco. Yo me quedé en silencio contemplando al Señor. Mi alma estaba llena de miedo pero también rebosante de felicidad. Después de un rato, Jesús me dijo: Pinta una imagen Mía, según la visión que ves, con la inscripción : “¡Jesús, yo confío en Ti!”. Yo deseo que esta Imagen sea venerada, primero en tu capilla y después en el mundo entero. Yo prometo que el alma que honrare esta imagen, no perecerá. También le prometo victoria sobre sus enemigos aquí en la tierra, pero especialmente a la hora de su muerte. Yo el Señor la defenderé como a Mi propia Gloria. Por orden de su confesor Santa Faustina le preguntó al Señor el significado de los rayos que aparecen en la imagen emanando del corazón y el Señor le respondió: “Los dos rayos significan Sangre y Agua- el rayo pálido representa el Agua que justifica a las almas; el rayo rojo simboliza la Sangre, que es la vida de las almas-. Ambos rayos brotaron de las entrañas más profundas de Mi misericordia cuando mi corazón agonizado fue abierto por una lanza en la Cruz... Bienaventurado aquel que se refugie en ellos, porque la justa mano de Dios no le seguirá hasta allí”. Yo le ofrezco a todos un instrumento por el cual podrán recibir gracias de la fuente de misericordia. Este instrumento es la imagen con la inscripción; “Jesús, en ti confío.”

¿Quiere decir entonces, que si Dios es misericordioso, cada uno puede hacer lo que quiera, portarse mal, porque al final Dios lo va a perdonar? No es así.

Jesús nos ofrece a todos su misericordia, pero también nos dice: “Antes de venir como Juez justo, abro de par en par las puertas de mi Misericordia. Quien no quiera pasar por la puerta de mi Misericordia, deberá pasar por la puerta de mi Justicia”. Esto es así porque nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica y también la Biblia, que Dios es Amor infinito, pero también es Justicia infinita, porque si no, no sería Dios.

Porque Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo, es que premia a los buenos y castiga a los malos: para los buenos, el cielo; para los malos, para los que no quisieron aprovechar su misericordia, el infierno.

En realidad, más que castigar, lo que hace Dios se dar a cada uno lo que cada uno quiere: el cielo, para los buenos -los pecadores que, reconociendo que eran malos, se arrepintieron, se confesaron y obraron el bien- que aprovecharon la Misericordia; para los malos -es decir, para los pecadores que no reconocieron su pecado, no se arrepintieron de obrar el mal y siguieron siendo malos hasta el último segundo de su vida, sin pedir perdón a Dios-, el infierno.

Entonces, que Dios sea infinitamente misericordioso, no quiere decir que cada uno va a hacer lo que quiera, total Dios va a perdonar a todos.

Dios sí va a perdonar a todos, pero a todos aquellos que se arrepientan de sus pecados y de sus malas obras, y acudan al Río de gracias que es la confesión sacramental, reciban en sus corazones ese Océano sin fondo y sin playas que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y den el amor recibido a sus prójimos, con obras de misericordia, las catorce obras que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, dentro de las cuales, una de las más grandes, es orar y hacer sacrificios por los pecadores, como lo pide también la Virgen en Fátima.

sábado, 7 de abril de 2012

Domingo de Resurrección para Niños y Adolescentes



A diferencia del Viernes Santo, en donde todo era tristeza, llanto y dolor, en el Domingo de Resurrección todo es alegría, fiesta, celebración, porque Jesús, que estaba con su Cuerpo muerto en la Cruz el Viernes, resucita con ese mismo Cuerpo el Domingo.

Para poder apreciar la grandeza y la alegría del Domingo de Resurrección, tenemos que ver qué pasó con el Cuerpo de Jesús, entre el Viernes Santo, el Sábado Santo y el Domingo.

En el Calvario, el Viernes Santo, todo era tristeza, llanto, dolor y amargura, porque Jesús había muerto en la Cruz. Los hombres, aliados con los demonios, habían conseguido lo que querían: vivir sin Dios, crucificando al Hombre-Dios con sus pecados. El Cuerpo muerto de Jesús es bajado de la Cruz por José de Arimatea, Juan el Evangelista, el "discípulo al que Jesús amaba", y otros varones más. María Santísima, con su Corazón Inmaculado triturado por el dolor, lo recibe y con sus lágrimas quita algo del barro, la tierra y la sangre que cubre el rostro de Jesús. Le quita la corona de espinas, acomoda sus cabellos, acaricia su rostro. Con un trozo de género blanco, suavemente, trata de quitar la tierra y la sangre del resto del Cuerpo, que además está todo lleno de de moretones, de golpes, de heridas abiertas. Luego de llorar un rato en silencio, abrazando el Cuerpo muerto de su Hijo, deja, con más dolor todavía, que José de Arimatea y los demás hombres lleven el cadáver de Jesús al sepulcro.

El Sábado, era un día de duelo, de dolor, acompañando a la Virgen que lloraba a su Hijo muerto en el sepulcro, aunque Ella tenía muy presentes las palabras de Jesús: sabía que iba a resucitar, y por eso, en medio del dolor, se mantenía serena y hasta alegre, enseñándonos cómo debe ser la actitud del cristiano frente a la muerte.

Una vez dentro, las santas mujeres de Jerusalén, que habían llevado ungüento y perfumes, se terminan de limpiar el cadáver de Jesús y de perfumarlo, aunque a Jesús no le hace falta, porque nunca jamás su Cuerpo inmaculado iba a descomponerse, como le sucede a los cuerpos de los hombres, porque Él jamás cometió un pecado, y porque Él había dicho que iba a resucitar, es decir, que iba a volver a vivir. El Cuerpo de Jesús es lavado y perfumado para ser sepultado, como hacían los judíos. Las santas mujeres, junto a la Virgen, tratan de cerrar un poco aunque sea sus heridas, la herida del costado, las de las manos, las de la cabeza, las de los pies, las de la espalda.

Una vez que terminan la tarea, se retiran todos en silencio, la última es la Virgen, que siente en su Corazón Inmaculado nuevos dolores, porque le quitan el único consuelo que tenía, que era aunque sea poder ver el Cuerpo muerto de su Hijo. Ahora todos se tienen que retirar, porque hay que cerrar la puerta del sepulcro con una piedra grande. María Santísima obedece, porque es el querer del Padre, y también se retira. Pero nosotros le pedimos permiso para quedarnos y ver, juntos a nuestros ángeles custodios, la Resurrección de Jesús. Apenas si podemos ver el cuerpo muerto de Jesús, que ha sido envuelto en el sudario, y también su cabeza.

Pasan las horas, y todo está oscuro en el sepulcro. No se puede ver casi nada, porque no entra nada de luz por ningún lado. Todo está en silencio también.

De pronto, en la madrugada del Domingo, todo cambia. Dentro del sepulcro, se produce un fenómeno extraordinario, un hecho asombroso, que jamás ha sido visto por ningún hombre y ni siquiera por los ángeles. Repentinamente, una gran luz, muy brillante, más brillante que la luz de muchos soles juntos, nace en el Corazón de Jesús, y desde su Corazón se extiende, rápidamente, por todo su Cuerpo, y a medida que se expande, va convirtiendo el Cuerpo, que era de carne y de huesos, en un Cuerpo también de carne y de huesos, pero glorificados, es decir, de luz, llenos de la vida de Dios.

Jesús, resucitado, irradiando luz como un sol, pero como millones de soles juntos, se incorpora, y sonríe, porque con su Resurrección ha derrotado para siempre a la muerte, al demonio, y al mundo.

La alegría del Domingo de Resurrección se debe a esto que pasó en el sepulcro: el Cuerpo muerto de Jesús, que había sido golpeado y crucificado, y cubierto de heridas y de sangre, el Domingo se llena de vida y en de sus heridas, ya no sale sangre, sino luz.

Pero hay algo más sorprendente todavía que la misma resurrección; un milagro que supera infinitamente a la Resurrección, y es que el Cuerpo de Jesús, que resucita en el sepulcro, lleno de luz, de gloria y de vida divina, ese Cuerpo con el cual se ilumina no solo el sepulcro sino el universo entero, es el mismo Cuerpo que, lleno del luz y de gloria, está en la Eucaristía.

Por eso para nosotros la Misa, toda Misa, pero sobre todo la del Domingo, es como estar en el sepulcro hace veinte siglos, porque participamos del Domingo de Resurrección y, lo mejor de todo, es que recibimos el Cuerpo de Jesús, lleno de luz, de gloria y de amor divinos, en el corazón, y así nuestro corazón, que muchas veces es como el sepulcro, frío, oscuro, y duro, se llena de la luz y de la gloria de Jesús cuando lo recibimos en la Eucaristía.

Y así como los discípulos de Jesús, llenos de alegría al ver a Jesús glorioso, fueron a anunciar a los demás que Él había resucitado, así también tenemos que avisar nosotros a los demás no solamente que Jesús ha resucitado, sino que está en la Eucaristía, esperando nuestra visita.



viernes, 6 de abril de 2012

Viernes Santo para Niños



En el Viernes Santo, en la ceremonia de la Adoración de la Cruz, no se celebra la Santa Misa: es el único día del año en el que no hay Misa. Además, hay muchas otras cosas que hacen que este día sea distinto a todos los demás.

Por ejemplo, si en la Misa el sacerdote entra en la iglesia mientras se entonan cánticos, y luego besa el altar, en el Viernes Santo, en cambio, el sacerdote se "postra", es decir, se acuesta en el suelo boca abajo. Además, no hay cantos, todos están en silencio, las imágenes están cubiertas con paños morados, el altar está sin manteles, sin velas, sin crucifijos, y todo en la Iglesia está cubierto y, en lo posible, a oscuras o sin iluminación.

¿Porqué todo cambia en este día? Porque Jesús muere en la Cruz. Y como Jesús es el Sumo y Eterno Sacerdote, al haber muerto Él, que es Luz y Vida, todo queda sin luz y sin vida. El sacerdote se postra para indicar que, aparentemente al menos, han triunfado las tinieblas. El Viernes Santo es un día de mucha tristeza y dolor, porque Jesús ha muerto, y han vencido el odio, la mentira, la corrupción, es decir, el mal. En el Viernes Santo, las fuerzas del infierno parecen haber ganado en su lucha contra el Cielo, porque han logrado abatir al Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo. Los demonios parecen haber ganado. Todo es tristeza, dolor, llanto y angustia. Hasta el sol está de luto, porque oculta su luz. Hasta la tierra llora y se estremece, porque hay un fuerte terremoto. Hasta los ángeles lloran, porque no pueden creer que hasta tanto haya llegado la maldad del hombre, hasta el punto de matar a su Dios.

Jesús ha muerto en la Cruz. El mal parece haber triunfado. Los hombres y los demonios han conseguido lo que querían: matar al Hombre-Dios. Los hombres han logrado lo que tanto deseaban: vivir sin Dios. Con cada pecado cometido, con cada mentira, con cada enojo, el hombre expresa el deseo de vivir sin Dios, y ese deseo se cumple el Viernes Santo, porque Jesús, cargado con nuestros pecados, agotado y agobiado por tanta pena y tantos dolores, muere en la Cruz.

Pero también el momento de su muerte, es un momento de esperanza y también de alegría, porque quien contempla a Cristo crucificado, recibe la gracia de la conversión, como le sucedió a Longinos, el soldado que atravesó su Sagrado Corazón: "Este es verdaderamente el Hijo de Dios".

Es por eso que nosotros, los cristianos, después de haber crucificado a Jesús con nuestros pecados, nos arrepentimos y, unidos a María Santísima, que permanece de pie acompañando a su Hijo ya muerto, adoramos la Cruz.

No adoramos un madero, un leño seco. Adoramos la Cruz de Jesucristo, que está impregnada con su Sangre, que es la Sangre del Cordero. Los cristianos adoramos la Cruz porque la Cruz está bañada con la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo, y por la Sangre de esa Cruz hacemos el propósito de morir antes que pecar.

jueves, 5 de abril de 2012

Jueves Santo para Niños y Adolescentes



En el Jueves Santo, Jesús cena con sus discípulos por última vez, porque al otro día ya iba a morir en la Cruz, y por eso la cena se llama "Última Cena". ¿Qué hace Jesús con sus discípulos? No se trata de una simple cena más: celebra la Pascua, que quiere decir "paso", porque Jesús iba a pasar de esta vida a la otra. Para saber bien qué quiere decir esta Pascua de Jesús, hay que acordarse de la pascua de los judíos. Los judíos también celebraban una pascua, en la que se acordaban que Moisés había hecho el milagro de dividir las aguas del Mar Rojo para que pudieran llegar de Egipto a Jerusalén, y festejaban comiendo cordero asado. Jesús hace una nueva Pascua, porque los que la celebren van a pasar de esta vida, que es como el desierto de Egipto, a la otra vida, la vida eterna, en donde se encuentra la Jerusalén del cielo, no la de la tierra, y también se festeja comiendo carne de cordero, pero no del cordero animal, sino la carne del Cordero de Dios, Jesús resucitado en la Eucaristía. Es muy importante comer esta carne, porque el que no come de esta carne, muy especial, porque está llena de la gloria y de la vida de Dios, que es eterna, no puede entrar en la Jerusalén de los cielos.

Como Jesús, que era Dios, sabía que al día siguiente, Viernes Santo, iba a morir en la Cruz, y como en su Corazón estaba el Amor infinito de Dios, que amaba tanto a los hombres que no quería irse, quiso dejar muchos regalos espirituales para sus discípulos, y es así como en la Última Cena Jesús inventa cosas para quedarse con sus amigos, los hombres, hasta el fin del mundo.

Todo lo que hace Jesús nos muestra qué es lo que hay en su Sagrado Corazón: mansedumbre, humildad, y sobre todo amor, mucho pero mucho amor.

Jesús, siendo Dios omnipotente, infinitamente sabio, se humilla delante de sus discípulos, que eran creaturas suyas, porque Él las había creado, y les lava los pies. Esa era una tarea reservada a los esclavos, y era necesario hacerla porque en ese entonces muy pocas calles estaban cubiertas con adoquines, ya que la inmensa mayoría era de tierra, y como el calzado habitual eran sandalias, además de las manos, las personas debían lavarse los pies, puesto que se acostumbraba a comer sentados en una especie de almohadones.

Jesús, que en el cielo era adorado por los ángeles, que para estar delante de Él debían inclinar sus rostros porque se consideraban indignos de contemplarlo, ahora se humilla, haciendo una tarea propia de esclavos, y se arrodilla delante de cada discípulo para lavarles los pies.

¿Porqué Jesús hace algo así? ¿Porqué se humilla de esa manera?

Porque quería demostrarnos hasta qué punto llega su amor por nosotros; quería que nos diéramos cuenta que para Él no cuentan ni los títulos, ni las propiedades, ni el oro, ni la plata, ni las cuentas bancarias, ni los viajes que hagamos, ni la cantidad de universidades a las que hayamos asistido; para Él cuenta la humildad y la mansedumbre del corazón, y este gesto suyo de lavar los pies a sus discípulos, revela cómo es su Corazón, manso y humilde. Y Jesús hace esto para que nosotros hagamos lo mismo con los demás; Él quiere que aprendamos que la felicidad está en ser humildes y en servir a los demás, y no en ser orgullosos y soberbios y pretender que nos sirvan. No por nada nos dice que aprendamos a ser como Él: "Si Yo, que soy Maestro, les he lavado los pies, hagan lo mismo entre ustedes. Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que Yo hice con ustedes". Y en otro lugar dice: "Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón".

Pero hay otras dos cosas que hace Jesús, que muestran el Amor infinito, que es como un océano sin playas, que hay en su Corazón: la primera cosa que hace es un milagro, el más grande de todos los milagros de Dios, un milagro en el que usa todo su poder infinito de Dios, toda su Sabiduría infinita de Dios, y todo su Amor infinito de Dios, de manera que si Él quisiera hacer otro milagro más grande, no podría; Jesús hace un milagro tan pero tan maravilloso, que los ángeles del cielo, los ángeles de luz, al mirarlo, se quedan sin palabras, porque es tan maravilloso y tan grande, que casi no lo pueden creer, y es el Milagro de la Eucaristía, milagro por el cual Él se iba a quedar entre los hombres en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en todos los sagrarios del mundo. Es decir: Él iba a morir, luego iba a resucitar, y se iba a ir al Cielo, con su Padre Dios y con Dios Espíritu Santo, pero al mismo tiempo, por el milagro de la Eucaristía, se iba a quedar en medio nuestro, para consolarnos, para darnos fuerza, para ayudarnos en nuestros problemas, para iluminarnos en la oscuridad del mundo, para ayudarnos a caminar en el peregrinar a la Jerusalén celestial.

La otra cosa que hace Jesús, que demuestra el amor infinito que nos tiene, es ordenar sacerdotes a sus amigos, los discípulos, para que ellos celebren la Misa -y así Él pueda quedarse en la Eucaristía y en el sagrario, la Prisión de Amor, en donde el carcelero que no lo deja salir a Jesús y dejarnos solos es el Amor de Dios- y también confiesen, para que vivamos no solo sin pecados, sino en gracia de Dios, listos para ir al Cielo cuando Dios nos llame.

Todo esto hizo Jesús en la Última Cena, y todo lo hizo por amor a nosotros: el lavatorio de los pies, la Eucaristía, el sacerdocio llamado "ministerial", porque así dice el Evangelio: "Jesús, después de haber amado a los suyos, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1-15).