Oración colecta.
La palabra “colecta” nos
suena a "recolectar”, como cuando alguien recoge algo que está
desparramado, como cuando alguien levanta del suelo algo muy valioso, que está
caído, o como cuando un jardinero corta con mucho cuidado las flores más
hermosas de su jardín, y forma con ellas un ramo.
Esta tarea, de “recolectar”,
o de “recoger”, es lo que hace el sacerdote en este momento: “recoge”,
“colecta”, “recolecta”, espiritualmente, por supuesto, las oraciones de cada
uno de todos los que asisten a Misa, y también las de toda la Iglesia, para presentarlas
a Dios Padre[1].
Esto es muy necesario
hacerlo, porque cuando venimos a Misa, todos traemos nuestras oraciones, que
pueden ser peticiones y acciones de gracias, para presentarlas a Dios Padre,
pero si no está el sacerdote, que representa al Sacerdote Eterno, el más grande
de todos, Jesucristo, las oraciones no suben hasta Dios, y Dios es como que “no
sabe” qué es lo que necesitamos de Él. Si no está el sacerdote, y si no se reza
esta oración de la Misa,
las oraciones de acción de gracias y de peticiones quedan en la tierra, sin
subir hasta el trono de Dios, como cuando las hojas de los árboles caen en
otoño, y nadie las levanta, o como cuando una flor termina por secarse, porque
no hay ningún jardinero para cortarla y ponerla en un florero.
En este momento entonces aprovechamos
para pedir a Dios[2]
-en silencio- por todas nuestras necesidades: por la conversión propia y la de
nuestros seres queridos, por la salud de alguien que esté enfermo, por las
almas del Purgatorio, por alguna necesidad particular y personal, etc. Pero
también es un momento para elevar acciones de gracias por la cantidad enorme de
favores y regalos que nos hace Dios, comenzando, por ejemplo, desde el sol que
se levanta a la mañana, hasta la comida que comemos, pasando por el regalo que
son los padres, los hermanos, los amigos, e incluso hasta los enemigos, a
quienes Dios los pone para que aprendamos a amar como Él nos amó: hasta la muerte
de Cruz.
La otra cosa que tenemos que
tener en cuenta en esta parte de la
Misa es que quien lleva nuestras oraciones, desde nuestros
corazones, que están aquí abajo en la tierra, hasta las alturas infinitas del
Cielo, donde está el trono de Dios Trino, es Jesús, el Hombre-Dios, y por eso
tenemos que pedir, con confianza y con la seguridad de que seremos escuchados,
porque así es como nos dicen los santos, como San Felipe Neri: “Con oraciones pedimos
gracia a Dios; en la Santa
Misa comprometemos
a Dios a que nos las conceda”. Y verdaderamente lo comprometemos a Dios para
que nos conceda las gracias que le pedimos, porque es Jesús quien pide por
nosotros. No es lo mismo que pidamos nosotros, por nosotros mismos, a que lo
hagamos por medio de Jesús, ya que Él es el Hijo de Dios en Persona.
En la Misa debemos pedir y pedir mucho
porque Jesús nos anima a ello en el Evangelio: “Pedid y se os dará, buscad y
encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mc
7, 7). ¿Y qué cosas podemos pedir y buscar y a qué puertas debemos llamar,
sabiendo que lo que pidamos se nos dará, que lo que busquemos lo encontraremos,
y que la puerta a la que toquemos nos será abierta?
Debemos pedir la gracia de
la contrición del corazón, para nosotros y para nuestros seres queridos, y para
todo el mundo; debemos buscar a Dios Trino para hacer su Voluntad, y debemos
llamar a las puertas del Sagrado Corazón de Jesús, para pedir que nos dejen
entrar en Él. Y todo esto con la seguridad de que seremos escuchados, porque el
que lleva nuestras oraciones a Dios Padre es Dios Hijo, Jesucristo.
Pero hay algo más que
tenemos que saber para esta parte de la
Misa: además de pedir, buscar y llamar, y de elevar nuestras
oraciones para pedir, en este momento ofrecemos
algo a Dios, y lo que ofrecemos es nada más y nada menos que el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo, quien se hará presente en la Divina Eucaristía.
Y junto con Él, nos ofrecemos nosotros también como víctimas, como dice San
Gregorio el Grande: “El sacrificio del altar será a nuestro favor
verdaderamente aceptable como nuestro sacrificio a Dios, cuando nos presentamos
como víctimas”.
Debido a que en la Misa le ofrecemos a Dios el
Cuerpo, la Sangre,
el Alma y la Divinidad
de Jesús, la Misa
tiene para nosotros un valor infinito, porque todo lo que hace Jesús en la cruz
y en la Misa
–adoración, acción de gracias, expiación, petición-, lo hace por nosotros y
para nosotros, como si los méritos fueran nuestros, personales, de cada
asistente a la asamblea.
Esto quiere decir, en otras
palabras, que por la Misa
ofrecemos a Dios un don de valor inestimable, una ofrenda preciosísima,
agradabilísima a Dios, una Víctima purísima y perfectísima, capaz no solo de
aplacar la ira divina que se enciende ante los pecados de los hombres, sino de
abrir las compuertas del Amor divino, para que este se derrame, junto con la Sangre del Cordero,
incontenible, desde las profundidades del Sagrado Corazón de Jesús abierto por
la lanza (cfr. Jn 19, 34), recogido
por el cáliz del sacerdote ministerial y dado luego como alimento celestial
para las almas.
Sacerdote: Oremos.
El sacerdote recita la oración colecta.
Todos: Amén.