Ahora comienza una parte
de la Misa que
se llama “liturgia de la
Palabra”. Para aprovecharla, tenemos que estar muy atentos,
como cuando alguien está por recibir una noticia muy importante, y muy linda,
porque le están por anunciar algo maravilloso.
¿Cómo qué es esta parte de la
Misa? Imaginemos que un padre, muy pero muy bueno, que está
en un lugar lejano, escribe una carta a sus hijos, que están en un lugar muy
peligroso, a punto de morir de hambre y de frío, y rodeados de animales
salvajes.
Imaginemos que este padre les escribe para decirles que se alegren,
porque Él ya está en camino, y ha venido para salvarlos y para rescatarlos[1],[2].
¿Quién es el que anuncia una noticia? El que anuncia, a través de las
lecturas, es nada menos que Dios. Las lecturas que se leen en la Misa no fueron inventadas por
seres humanos, sino que fueron dictadas por Dios Espíritu Santo en Persona, y
por eso es tan importante escuchar qué es lo que dice.
Las Escrituras entonces son como una “carta” escrita por Dios, como
cuando un papá, que está lejos, escribe a sus hijos queridos, anunciándoles una
hermosa noticia.
Y aquí viene la otra pregunta: ¿para quién es la “carta” que escribió
Dios, dictándola a sus amigos hace mucho tiempo? Para nosotros. Toda la Biblia, y por supuesto
todas las Lecturas sagradas que escuchamos en la Misa, es una enorme carta de
amor que nos escribe Dios para cada uno de nosotros. Cuando escuchamos las
Lecturas de la Misa,
tenemos que escucharlas como si hubieran sido escritas para cada uno de
nosotros, personalmente.
¿Cuál es la “noticia” que nos comunica Dios en las Lecturas y en la Sagrada Escritura?
Es una “buena noticia”, la Buena Noticia
de la salvación de Jesucristo. Toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo
Testamento, habla de esta noticia: Jesús ha venido a nuestro mundo para
salvarnos, para vencer a los tres grandes enemigos que tenemos los seres
humanos: el demonio, el pecado y la muerte.
Pero hay algo más: además de anunciarnos una gran noticia, Dios nos
alimenta con su Palabra, porque la
Palabra de Dios es algo que tiene vida eterna, vida del
cielo, que hace que la persona que la escucha en esta tierra, viva ya con un
pedacito de cielo en el corazón.
Y otra cosa más: como
sucede a lo largo de toda la Misa,
también aquí necesitamos el auxilio de la gracia para no confundir la Palabra de Dios con voces
humanas. Antes de escuchar la
Palabra de Dios, tenemos que pedir el auxilio del Espíritu
Santo para no confundirnos y creer que la Palabra de Dios es invento de los hombres.
Silencio.
Antes de las lecturas
bíblicas, todos hacemos silencio. ¿Por qué es necesario el silencio? Porque
Dios no está en el bullicio, en los gritos, en las voces destempladas, y
tampoco se lo puede escuchar en medio de la dispersión exterior. Dice el Santo
Padre Benedicto XVI que Dios “habla en el silencio”[3].
No podemos escuchar de cualquier manera, ya que es Dios quien habla, y lo que
dice lo dice para cada uno en persona.
¡Dios está por hablarnos!
¿Qué diríamos si nos enteramos que un personaje famoso, como el mejor futbolista
del mundo, al que más admiramos, o que el más renombrado actor de películas, o
un conocido multimillonario, o el presidente de nuestro país, acaban de
comunicar que viene a nuestro encuentro para hablar con nosotros? ¿Acaso
estaríamos distraídos, o fingiríamos que no nos importa? ¿No saltaría de gozo
nuestro corazón? Y cuando lo tuviéramos enfrente, y nos comenzara a hablar, ¿se
nos ocurriría dejarlo hablando solo, para nosotros retirarnos? ¿Se nos
ocurriría no prestarle atención para revisar la casilla de correo de nuestro
celular? ¡Por supuesto que no! ¡Estaríamos más que atentos a lo que nos dijera,
y por supuesto que haríamos silencio, para no perdernos ni una palabra suya! ¡Y
además, nuestro corazón saltaría de alegría!
Pues bien, si para escuchar
a alguna persona que para nosotros es importante, haríamos silencio, ¡cuánto
más debemos hacer silencio para escuchar a Dios, que nos habla a través de las
lecturas bíblicas y a través del Evangelio!
En la Escritura, por ejemplo,
el profeta Elías, refugiado en una caverna, escucha el huracán, siente el
temblor del terremoto y ve el fuego, pero en ninguno de esos está Dios; sí
está, en cambio, “en el susurro de la suave brisa” –símbolo del silencio-, y
cuando el profeta lo reconoce se cubre el rostro con el manto, porque se
considera indigno de ver la majestad de Dios.
Dice así el pasaje: “Le
dijo: ‘Sal y ponte en el monte ante Yahveh’. Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo
un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante
Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de
tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero
no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave.
Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de
la cueva. Le fue dirigida una voz que le
dijo: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’” (1 Re
19, 11-12). Elías reconoce a Dios en la dulzura de la brisa –la humildad, la
sencillez, el amor-, y lo puede reconocer porque él mismo está en silencio;
Elías sabe que Dios no está en el huracán, en el terremoto, en el fuego
–símbolos de la soberbia, la ira, el odio-, y lo puede saber porque su alma
vibra con la vibración divina: en él hay silencio, tanto exterior como
interior.
De otro modo, no podría ser
percibido Dios, así como no puede ser percibido el ligero viento si se está
hablando continuamente, de modo disperso, en alta voz. Esta es la razón por la
que la asamblea hace silencio antes de las lecturas, para imitar al profeta
Elías que quiere escuchar a Dios.
El silencio –interior y
exterior- es entonces absolutamente necesario para que podamos escuchar la Palabra de Dios,
Jesucristo, quien se hará Presente por medio de las lecturas bíblicas[4].
Lecturas bíblicas.
La Sagrada Escritura es una “carta” escrita por Dios y dirigida
personalmente para cada ser uno. En la Santa Misa se leen párrafos del Antiguo y del
Nuevo Testamento, porque no solo no hay entre ellos disonancia alguna, sino que
ambos están unidos de modo indisoluble, de manera tal que uno es iluminado por
el otro, de forma recíproca. Por medio de las lecturas el Pueblo de la Nueva Alianza escucha a su
Dios, que se pronuncia con su Palabra, tal como lo hacía Yahvéh con el Pueblo
Elegido, y tal como lo hacía Jesucristo con sus contemporáneos. La disposición
del alma debe ser, pues, la de aquel que está deseoso de escuchar a su Dios,
quien le descubre los tesoros de su amor a través de la Sagrada Escritura:
“Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y abren
para ellos los tesoros de la Biblia”[5].
Salmo responsorial.
Para la comunidad monástica,
la recitación de los salmos implica reafirmar la verdad de que el monje está en
el monasterio para buscar a Dios[6].
Esto, que se da entre los monjes,
en la recitación del Oficio Divino, también es realidad para la asamblea que,
por el salmo responsorial asciende, de grado en grado, a la contemplación de su
Dios que en pocos momentos más, se manifestará sobre el altar como Pan de Vida
eterna.
Aclamación antes de la lectura del
Evangelio.
Antes de escuchar el
Evangelio entonamos el “Aleluya” que significa “alegría”, y expresa el estado
espiritual y de ánimo –gozo, exaltación, alegría- en el que nos encontramos en
este momento de la Misa
porque es Jesús en Persona quien habla a través del Evangelio[7].
Para muchos, les parecerá extraño que quienes están en Misa se alegren, porque
tienen una idea equivocada de lo que es la Misa y Dios Trino, en quien se origina la Misa. La Misa no es, como
muchos lo suponen, algo "aburrido" o "serio", en el que hay
que inventar cosas -palabras, gestos, movimientos, canciones, y hasta
¡disfraces!- para que sea menos "aburrida".
La Misa es causa de alegría y de una alegría infinita porque
se trata nada menos que de la renovación del sacrificio en Cruz de Jesús,
sacrificio por el cual nos redimió y nos abrió las puertas del Cielo. La
alegría, por este motivo, es algo propio de la Misa y de quien asiste a ella.
El momento de escuchar el
Evangelio es un momento de gran alegría, una alegría mucho más grande que saber
que la selección ganó un campeonato mundial, mucho más grande que cualquier
alegría mundana y terrena, porque la alegría de escuchar a Jesús que es Dios no
es la alegría del mundo; es la alegría que surge del Domingo de Resurrección;
es la alegría de saber que Cristo, con su muerte en cruz, ha resucitado, y ha
vencido para siempre a los enemigos mortales del hombre, la muerte, el pecado y
el demonio.
La alegría del cristiano es
la alegría que anuncian los ángeles a los pastores en la fría noche de Belén:
“No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el
pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo
Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre” (cfr. Lc 2,
11-12), no tanto porque esa noche se haga presente, sino más bien porque lo que
se hace presente es la realidad sobrenatural de Dios Hijo encarnado, que
renueva su encarnación y su nacimiento virginal en el misterio del altar.
Todavía más, el Santo Cura
de Ars, San Juan
María Vianney, decía que si realmente
supiéramos cuánto vale una Santa Misa, nuestra alegría sería tan grande que
nuestro corazón no resistiría, y nos moriríamos de tanta dicha y gozo: “Si conociéramos el valor
de La Santa Misa
nos moriríamos de alegría”.
Verdaderamente, tendríamos
que morir de alegría con el solo hecho de saber que Jesús, que está por hablar
en el Evangelio, vendrá en pocos minutos más, sobre el altar, con su Cruz, con
la cual ha vencido al demonio, nos ha perdonado los pecados, nos ha concedido
ser hijos de Dios, y nos ha abierto las puertas del Cielo.
Cuando cantamos el “Aleluya”
expresamos la alegría celestial que nos viene al escuchar la Palabra de Dios, porque
“Dios es alegría infinita”, y
escuchar su Palabra, es ya tener de esa misma alegría en el corazón. ¿Qué
sucedería si Dios no nos hablara? ¿Qué sucedería si Dios, al ser ofendido por
nosotros, no nos perdonara y se quedara mudo y sin hablarnos más? ¡Cuánta
tristeza invadiría nuestras almas, al no tener palabras de vida eterna,
palabras de esperanza, de luz, de vida y de amor! Pero Dios nos ha perdonado en
Jesús, y la prueba es su muerte en Cruz, y nos habla a través de Jesús, a
través de su Sangre derramada, y ése es el motivo de nuestra gran alegría.
La alegría de la Misa viene al alma cuando contemplamos y adoramos a Dios Uno y Trino, y así
vemos cómo la Misa
no es ni “aburrida” ni “seria”, sino alegre, con una alegría celestial, que
viene del Corazón mismo de Dios. En la
Misa nos alegramos con la misma alegría de los ángeles,
porque para ellos, adorar y contemplar a Dios no significa cansancio,
aburrimiento, ni nada de lo que en nuestra ignorancia nos imaginamos; por el
contrario, significa para estos seres espirituales y puros como una “explosión”
de alegría que no finaliza nunca; para ellos, contemplar a Dios Trino significa
exaltar de gozo y de felicidad a cada momento, sabiendo que nunca habrá de
terminar, porque la alegría de ver a Dios y gozar de su hermosura es para
siempre.
Cuando entonemos el Aleluya, nos acordemos de nuestros ángeles
custodios, que se alegran ante Dios y, llenos de “santa envidia” por su gozo,
pidámosle que nos contagien un poco de él, para que también nosotros exultemos
de felicidad por la hermosura de Dios Trinidad.
Pero además de alegrarse por la visión de la hermosura del ser
trinitario de Dios, los ángeles se alegran por otra cosa más, y es por los
pecadores que se convierten. Así lo dice el Evangelio: “Hay más alegría en el
cielo por un pecador que se convierte, que por cien justos que no necesitan
conversión” (cfr. Lc 15, 7).
Esta parte de la Misa, entonces, nos tiene que
llevar a hacernos esta pregunta: ¿cómo estará nuestro ángel? Seguro que feliz,
porque contempla a Dios Trino, pero, ¿estará feliz por nosotros? ¿O seremos
nosotros los que le damos una ocasión de quitarle un poco de su alegría cuando
se acerca por nuestro mundo?
Tenemos la libertad de hacer que
nuestro ángel se sienta alegre o triste, si vivimos o no en gracia, y si
vivimos en gracia, nuestro ángel nos hará participar de su alegría de ver a
Dios Trino por la eternidad, como un anticipo de esa misma alegría que vamos a
tener nosotros si vamos al cielo.
Acudamos a Misa en gracia, para
participar plenamente de la felicidad y de la alegría de Dios Trino, la misma
felicidad y alegría que experimentan nuestros ángeles custodios.