Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

viernes, 28 de diciembre de 2012

La Sagrada Familia para Niños



Antes que naciera Jesús, la Virgen y José estaban solos y formaban un “matrimonio”; después que nació Jesús, ese “matrimonio” se transformó en una “familia”, la Sagrada Familia de Jesús, María y José.
Como niños, tenemos mucho que aprender del Niño de esta Familia Santa, el Niño Jesús, porque Él fue un Niño y un Hijo ejemplar. ¿Cómo era Jesús cuando era niño? Repasemos un poco su vida, para poder aprender de Él.
Desde muy chico, Jesús demostró siempre un gran amor hacia sus papás, y este amor lo demostraba no sólo no levantando jamás la voz, ni enojándose, ni impacientándose,  ni desobedeciendo, sino que lo demostraba durante todo el día, obedeciendo siempre, con prontitud y con gran alegría, y teniendo siempre para con ellos una sonrisa, un gesto amable, un gesto de cariño de hijo. De esto aprendemos a vivir el Cuarto Mandamiento, que dice: “Honrarás padre y madre”, porque no se puede honrar a los padres con el gesto enojado, con la impaciencia, con la desobediencia, y mucho menos con la mentira. El Niño Jesús nos enseña de qué manera hay que honrar a los papás: con la paciencia, el amor, la caridad, la generosidad, la obediencia. Aprendamos de Jesús el amor a los papás, para ser bendecidos por Dios.
A medida que fue creciendo, Jesús comenzó a ayudar a su mamá en las tareas de la casa, y a su padre adoptivo San José, en el taller, y fue así que fue aprendiendo el oficio de carpintero, con el cual se ganaba la vida. Jesús ayudaba y acompañaba a su Mamá, la Virgen, cuando la Virgen iba al mercado, a comprar las cosas que había en ese momento: pescado, queso, pan, frutas. No habían todas las cosas que hay ahora, como las que están en el super, o en el shopping; pero les bastaba para preparar una rica comida y, lo más importante, no había televisión, ni tampoco internet, ni celulares, así que los almuerzos y las cenas eran momentos para conversar entre los miembros de la familia. Jesús también ayudaba a su papá adoptivo, San José, y a pesar de que Él era Dios, no usaba sus poderes divinos para hacer la tarea más fácil, como muchos podrían pensar; por el contrario, se esforzaba al máximo, para tratar de hacer todos los trabajos que le encargaba su papá San José, a la perfección. De esto aprendemos su amor al sacrificio, porque si no amamos el sacrificio, nunca podremos subir a la Cruz, junto a Jesús, para acompañarlo en el Santo Sacrificio del Calvario. Aprendamos de Jesús el amor al trabajo y al sacrificio, porque si no, no podremos subir a la Cruz, y si no subimos a la Cruz, no podremos nunca salvarnos.
También Jesús, como todo Niño, tenía amigos, con los cuales jugaba y se divertía, y según cuentan muchos santos, iba a visitar a los amigos enfermos, y les llevaba algo para que se sintiesen mejor: queso, miel, higos y pan. De esto aprendemos su caridad, su gran amor hacia todos, sobre todo los más necesitados: los pobres, los enfermos, los que necesitan un buen consejo. Todas estas son obras de misericordia, necesarias para entrar en el Reino de los cielos. Aprendamos del Niño Jesús a ser buenos con los demás, para poder así ir al Cielo algún día.
Con el ejemplo de su vida, el Niño Jesús nos enseña a cumplir el Cuarto Mandamiento, que junto al primero, es el más importante para los niños (y también para los adultos). Pero a pesar de que Jesús amaba con locura a sus padres de la tierra, también amaba a su Padre del cielo, Dios Padre, y por ese motivo es que, cuando Jesús tenía doce años, luego de haber subido a Jerusalén por una fiesta religiosa, sabiendo Jesús que sus papás se iban sin Él, no fue tras de ellos, sino que se quedó en el Templo, enseñando a los Doctores de la Ley. Y después, cuando su Mamá, la Virgen, lo encontró y le dijo que Ella y San José se habían preocupado mucho porque no sabían dónde estaba, Jesús les dijo que no tenían que preocuparse, porque Él tenía que atender los asuntos de su Padre Dios, y por eso se había quedado en el Templo (cfr. Lc 2, 41-45). 
Es decir, Jesús sabía que sus papás se iban sin Él, pero no los fue a buscar, sino que se quedó en el Templo, porque sabía que tenía que cumplir la Voluntad de Dios en su vida, y esto significaba que debía separarse de ellos en ese momento. Jesús nos enseña entonces que hay que amar a los padres, en cumplimiento del Cuarto Mandamiento, pero también nos enseña que hay que amar a Dios "por sobre todas las cosas", y esto quiere decir que si Dios llama a la vida religiosa a alguien, ese tal debe dejarlo todo, incluidos sus padres, para cumplir la Voluntad de Dios, que siempre es santa.
Todo esto nos enseña el Niño Dios, el Niño de Belén, el Niño Jesús, y si los niños del mundo lo contemplaran a Él, en vez de mirar tanta televisión, tanta internet, tantos videojuegos, tanto fútbol, ¡el mundo sería un anticipo del Paraíso del cielo! 
Entonces, en el día de la Sagrada Familia, le pidamos a la Mamá de Jesús, la Virgen, y a su papá adoptivo, San José, que nos ayuden a ser cada día más parecidos al Niño Jesús, Dios Padre nos mire y piense que somos su Niño querido, y nos haga entrar directamente en el cielo, ¡sin pasar por el Purgatorio!

viernes, 21 de diciembre de 2012

Santa Misa de Nochebuena para Niños




         ¡Ya estamos en Navidad! ¡Ya nació el Niño Dios, y los ángeles del Cielo cantan y se alegran, y revolotean de un lado para otro, llenos de alegría! ¿Qué vemos en Navidad? Vemos el Pesebre, en donde están la Virgen, el Niño Dios, San José, un burrito y un buey. El Niño Dios acaba de nacer, y como hace mucho frío, su Mamá, la Virgen, lo ha envuelto en pañales; su papá adoptivo, San José, va a buscar leña para hacer fuego; atrás, el buey y el burrito se ponen cerca del Niño, para darle calor.
         En Navidad nos alegramos entonces porque nació el Niño Dios, pero lo que tenemos que saber es que su Nacimiento no fue como los nacimientos de los otros niños, porque el Niño de Belén era Niño, pero también era Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Él era Dios Hijo, que vino a este mundo para nacer como Niño, pero nunca dejó de ser Dios. Si su Nacimiento no fue como el de los otros niños, ¿cómo fue su Nacimiento?
         Para saberlo, imaginemos un diamante, que es una piedra transparente, sin manchas, muy limpia, y un rayo de luz de sol. ¿Qué hace el diamante? Recibe la luz del sol, la atrapa, la encierra, y después la refleja, y eso es lo que hace que brille tanto. Para el Nacimiento, la Virgen fue como un diamante vivo, porque Ella fue concebida sin mancha de pecado original, y no tenía ni la más pequeñísima sombra ni siquiera de la más pequeñísima imperfección; Ella era como un diamante vivo, porque era fuerte como la Roca, y tan fuerte, que Ella es la que le aplasta la cabeza al demonio; es como el diamante, porque es cristalina, pura y limpia, y su Corazón es como un diamante dentro de un diamante. La Luz que vino a este diamante, es su Hijo Jesús, que viene de Dios Padre en la eternidad, y por eso en el Credo decimos de Jesús que Él es: “Dios de Dios, Luz de Luz”, y como Él es luz eterna, Él es la Lámpara que en el cielo alumbra a los ángeles y a los santos, en la Jerusalén celestial. En el cielo, los ángeles y los santos no se iluminan con luz eléctrica, ni con luz de sol, sino con luz de Jesús, que es el Cordero de Dios. Dios es luz, una luz hermosísima, viva, que enamora a quien la ve; quien ve esa luz, ya no ama nada más que no sea esa luz, que es Dios, y el que la ve y la ama, recibe tanto amor, tanta paz, tanta alegría, tanta dulzura, que ya no le importa nada más y no quiere ninguna otra cosa que estar dentro de esa luz, que es Dios Trinidad.
Bueno, volviendo al Pesebre, para saber cómo fue el Nacimiento del Niño Dios, habíamos quedado en que la Virgen era como un diamante, y Jesús como la luz del sol: Jesús en la Encarnación, cuando el Arcángel Gabriel le dijo a la Virgen que iba a ser la Mamá de Dios Hijo, cuando la Virgen dijo que “Sí” aceptaba ser la Mamá de Dios, en ese momento Jesús entró en Ella, primera en su alma y después en su Cuerpo inmaculado, y se quedó ahí, quietito, bien abrigadito, dentro de la panza de su Mamá. Como Él era invisible, porque era Espíritu Puro, la Virgen le fue tejiendo, con mucho amor, un Cuerpecito, para que cuando naciera, si era invisible como Dios, fuera visible como Niño, y así es como podemos ver al Niño Dios, a Dios que nace como Niño.
En la Encarnación, la Virgen fue como el diamante que recibe y encierra la luz: recibió y encerró a su Hijo, luz del mundo, con amor infinito, y lo revistió con un cuerpo, y le dio como alimento de su propia carne y de su propia sangre, como hace toda mamá cuando su hijo pequeño está en su panza.
Después, cuando llegó el momento del Nacimiento, la Virgen también fue como el diamante: así como el diamante, después de encerrar la luz, la deja salir, así también la Virgen dejó salir a su Hijo Dios, luz del mundo, y así como el rayo de sol, cuanto atraviesa el cristal, no lo daña, dejándolo sano, antes, durante y después de pasar a través de Él, así la Virgen permaneció Virgen antes, durante y después del parto, que fue de esta manera: cuando llegó la Hora en que Jesús debía nacer, la Virgen se arrodilló y puso sus manos y su Corazón en oración, y se hizo un gran silencio; todos los ángeles, en el cielo y en la tierra, estaban expectantes; una gran luz descendió del cielo sobre la gruta, y lo envolvió todo, y en ese momento, de la parte de arriba de la panza de la Virgen, estando Ella arrodillada en oración, salió una luz, más brillante que mil millones de soles juntos; los ángeles, que estaban todos arrodillados, se inclinaron hasta tocar la tierra con la frente, en señal de adoración, y luego comenzaron a entonar cánticos de alabanza y de adoración; a medida que la luz salía de la panza de la Virgen, la luz, blanquísima, iba tomando forma, la forma de un Niño, y esto sucedió lentamente, hasta que todos pudieron ver que esa luz ¡era el Niño Dios! Un ángel tomó al Niño en brazos, y se lo dio a la Virgen, que lo recibió con gran amor y alegría, y lo estrechó contra su Corazón, para darle abrigo y calor.
Luego, San José, que se había quedado más lejos, arrodillado y en oración, en éxtasis de amor al ver el Nacimiento milagroso de su hijo adoptivo, se acercó para adorar a su Hijo, que era al mismo tiempo su Dios, y también lo besó y lo estrechó contra su corazón. Después, San José acercó todavía más a los dos mansos animalitos que estaban en la gruta, el burro y el buey, para que le dieran calor al Niño Dios, y él se fue a buscar un poco de leña para hacer fuego.
Después de abrigarlo y alimentarlo, la Virgen lo acostó en el Pesebre, y ahí el Niño Dios sonrió y extendió sus bracitos, como si estuviera en Cruz, porque desde que nació, el Niño Dios quiso subir a la Cruz, para ser clavado con tres clavos, para poder salvarnos. ¡Ya desde el Pesebre pensaba en la Cruz, con la que nos iba a salvar y a llevar al Cielo!
Cuando veamos el Pesebre, en este tiempo de Navidad, nos acordemos del Nacimiento milagroso del Niño Dios, como un rayo de luz que atraviesa un cristal; nos acordemos de la Virgen, que es como un diamante, que primero encerró la luz y luego la dio al mundo, y adoremos al Niño del Pesebre, porque Él vino para, cuando fuera grande, subir a la Cruz, y desde allí darnos su Amor, el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

El Adviento para Niños - 4to Domingo de Adviento - Ciclo C



         En el Evangelio de hoy, la Virgen, que está embarazada por obra del Espíritu Santo, y lleva en su panza a Jesús, que todavía no ha nacido, va a visitar a su prima, Santa Isabel, que también está embarazada.
         El Evangelio nos cuenta que, cuando la Virgen llegó y saludó a Santa Isabel, el niño que llevaba Isabel en su panza, Juan Bautista, dio un “salto de alegría”. ¿Por qué saltó de alegría el Bautista? Muchos decían que no era que había saltado de alegría, sino que lo único que había hecho era moverse en la panza de su mamá, así como se mueven los niños antes de nacer, y que no era que estaba alegre, sino que Santa Isabel, como iba a ser mamá por primera vez, y no sabía bien cómo era un embarazo, entonces ella creyó que su niño saltaba de alegría, cuando la verdad era que el niño sólo se había movido, y había dado una patadita en la panza de su mamá, como hacen muchos chicos.
         La verdad es que Juan el Bautista sí saltó de alegría, y no era que su mamá, Santa Isabel, se había confundido: Juan Bautista sí saltó de alegría, porque supo que venían la Virgen y que dentro de la Virgen, en su panza, venía Jesús. ¿Y cómo supo Juan Bautista que venían Jesús y la Virgen, si él, estando en la panza de su mamá, no podía ver a ninguno? Lo supo porque el que le avisó que venían Jesús y María, era el Espíritu Santo, y como el Espíritu Santo es el Amor y la Alegría de Dios, Juan Bautista se puso muy pero muy alegre, y así fue que dio un “salto de alegría”, estando dentro de la panza de su mamá, Isabel.
         Esto que le pasó a Juan Bautista, alegrarse porque venía Jesús traído por su Mamá, María, es muy importante para nosotros, porque en Navidad, tenemos que tener la misma alegría de Juan Bautista, y tenemos que tener tanta alegría, que tenemos que dar “saltos de alegría”, como él.
La Navidad es para nosotros una fiesta de mucha pero mucha alegría, porque la Virgen María trae a su Hijo Jesús, en su panza, y el Espíritu Santo lo hace nacer milagrosamente en Belén, ¡para que venga a salvarnos y a llevarnos al cielo! ¡No hay alegría más grande que saber que el Niño Dios nace en Belén, para que subamos con Él a la Cruz, y por la Cruz vayamos al encuentro de Dios Padre! ¡Saltemos de alegría para Navidad, como Juan Bautista, por tan hermosa noticia!

viernes, 14 de diciembre de 2012

El Adviento para Niños 3er Domingo de Adviento - Ciclo C





  En este Domingo de Adviento, el color que se usa en la Santa Misa cambia: de morado a rosa. ¿Por qué? Recordemos que Adviento es tiempo de penitencia, porque la penitencia sirve para purificar el corazón, lo cual es muy necesario para poder recibir al Niño Dios en Navidad. Pero resulta que la Iglesia hoy nos dice que, en vez del color morado, que significa penitencia, hay que usar el color rosado, que significa alegría, y el motivo del cambio es que la Iglesia se alegra por lo que dice Juan el Bautista en el Evangelio: “Cuando venga el Mesías –el Mesías, el Salvador, es el Niño Dios-, Él los va a bautizar con fuego y Espíritu Santo”. Esto que dice el Bautista, es lo que nos causa gran alegría: ¡el Niño de Belén, para Navidad, nos va a traer al Espíritu Santo!
Entonces, en este Domingo, la Iglesia, escuchando lo que dice Juan el Bautista, nos dice a nosotros: “El Niño Dios está ya muy cerca; ¡Haz una pausa en la penitencia, y alégrate por su llegada, porque el Niño Dios vendrá para regalarte su Espíritu, que es fuego de Amor!”.
         El motivo para alegrarnos es que cuando llegue el Niño Dios, Él nos va a regalar su Espíritu, que es el Espíritu de Dios, un Espíritu que Amor Puro, más puro que el cielo azul en un día de sol. Y esto nos hace pensar: si el Niño Dios me trae un regalo para Navidad, que es su Espíritu de Amor, entonces yo tengo que ofrecerle también un regalo, que es el pobre amor de mi pobre corazón.
         El Espíritu que nos trae el Niño Dios -es un regalo que Él nos hace de parte de Dios Padre- es como si fuera un fuego, y por eso en la Biblia al Espíritu de Dios se llama “fuego”, y los pocos que lo han visto, lo han visto como fuego, aunque también algunos, como Juan el Bautista, lo vieron como paloma.
         Bueno, la cosa es que este Niño Dios nos va a traer su Espíritu, que es fuego, pero es un fuego que se parece en algo al que conocemos, y en otras cosas no se parece tanto. ¿Cómo es este fuego que nos trae el Niño Dios?
         Para saber cómo es este fuego del Niño Dios, vamos a compararlo con el fuego de la tierra. El fuego de la tierra, cuando se acerca a la hierba seca, la quema y la consume; cuando se acerca a la madera, la convierte, primero en brasa, y luego en cenizas; cuando se acerca al hierro, éste primero es negro, duro y frío, y el fuego lo convierte en algo blanco, blando y caliente, es decir, el fuego lo que hace es, a todo lo que se le acerca a él, lo convierte en algo parecido a él: una hierba con llamas de fuego, una brasa encendida, un hierro “al rojo vivo”, que quiere decir que tiene fuego dentro de él, y eso es lo que hace que el hierro cambie de color, se vuelva más blando y adquiera luz y calor. Así es la forma de actuar del fuego de la tierra. ¿Cómo actúa el Espíritu Santo, ese fuego que nos trae el Niño de Belén?
Lo primero que hay que ver es que  el Espíritu Santo no actúa sobre la hierba, la madera o el hierro, sino sobre el corazón humano, y lo transforma: así como el fuego de la tierra incendia el pasto seco, así el Espíritu del Niño Dios, incendia el corazón del hombre en el Amor de Dios; así como el fuego de la tierra hace arder la madera, convirtiéndola en brasa, así el Espíritu del Niño de Belén convierte al corazón en una brasa que arde en el Amor a Dios; así como el fuego, entrando dentro del hierro, lo convierte a éste, que es negro, duro, oscuro y frío, en algo nuevo, porque es blanco, blando y caliente, además de ser capaz de dar luz, así el Espíritu Santo convierte al corazón, que está endurecido y frío por la falta de amor, y que es oscuro porque le falta la luz de Dios, en un corazón igual al Corazón de Jesús: envuelto en las llamas del Amor de Dios, lleno de Amor divino, y resplandeciente, porque ilumina a todos con la luz misma del fuego del Espíritu Santo. Todo esto hace el fuego de Dios, el que nos viene a traer el Niño de Belén.
¿Cómo podemos conseguir ese fuego? Acercándonos al Pesebre para adorar al Niño Dios: quien se acerca al Pesebre, para adorar al Niño de Belén, recibe de Él su Espíritu Santo, Espíritu que hace arder al corazón en el Amor de Dios, ¡y éste es el motivo del color rosa en este día, y el motivo de tanta alegría para la Iglesia y para todos nosotros, que amamos al Niño Dios!
         

jueves, 6 de diciembre de 2012

El Adviento para Niños - 2do Domingo de Adviento - Ciclo C



         Antes de que Jesús saliera a hablar de Dios a todas las gentes, su primo, Juan Bautista, que había nacido milagrosamente de Santa Isabel, se fue al desierto a predicar para avisarles a todos que Jesús ya iba a comenzar a hablarles de Dios.
En uno de esos días, estaba Juan en el desierto, y comenzó a decirles a los que escuchaban, lo siguiente: “Preparen los caminos del Señor, allanen los senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos” (Lc 3, 16).
Lo que Juan les decía a los que lo escuchaban, nos lo dice a nosotros la Iglesia en Adviento, que cumple la misma tarea de Juan, porque la Iglesia anuncia a Jesús, como Juan, y está en el desierto del mundo, porque el mundo, sin Dios, es un lugar vacío y sin belleza, como el desierto, además de estar lleno de alimañas, como alacranes, arañas, víboras, y de bestias salvajes, como los chacales del desierto, sólo que las alimañas y bestias salvajes del mundo son los ángeles que se rebelaron contra Dios y porque no lo quisieron amar y servir, se cayeron del cielo, y ya nunca más van a poder volver ahí, y mientras tanto, buscan tentarnos para que nosotros nos alejemos de Dios.
Bueno, resulta que Juan el Bautista les decía que: “Preparen los caminos del Señor, allanen los senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos”. Y cuando uno escucha a Juan, parece como que tendríamos que ser ingenieros de caminos, de esos que hacen puentes y construyen carreteras, o trabajar en Vialidad Nacional, o agarrar una pala y subir al cerro San Javier, o a cualquier otro cerro, para poder prepararnos para Navidad, porque todo esto nos lo dice la Iglesia, para que nos preparemos para Navidad. Parecería que tenemos que hacer esto, porque las indicaciones que da Juan el Bautista son esas: “allanar los senderos”, quiere decir que un sendero, que es un caminito que va a la montaña, y da muchas vueltas, y tiene subidas y bajadas, habría que convertirlo en un camino derechito, sin curvas, sin subidas ni bajadas. ¿En verdad que tenemos que hacer todo esto en Adviento, para prepararnos para Navidad?
Y podría ser que sí, que tenemos que volver derechitos a todos los senderos, y rellenar los valles, y bajar las montañas, porque el Niño Dios viene para Navidad dentro de la panza de su Mamá, la Virgen, sentada en un burrito, y de pie va caminando San José, que guía al burrito, y como vienen caminando desde muy lejos, habría que allanar los senderos y hacer todo el trabajo que nos dicen Juan el Bautista y la Iglesia, para que el burrito, que trae a la Virgen y al Niño Dios, no se canse, y pueda llegar más rápido. ¿Es verdad entonces que tenemos que agarrar una pala y un pico, y salir a hacer lo que nos dice Juan el Bautista? Y si nos ponemos a trabajar en los senderos que encontramos, o en las montañas que encontramos, ¿no vamos a tardar demasiado, se va a pasar Navidad, no vamos a terminar, y el Niño Dios no va a llegar?
Sí, es verdad que tenemos que hacer lo que Juan y la Iglesia nos dicen en Adviento, pero los senderos que tenemos que enderezar, los valles que tenemos que rellenar, y las montañas que tenemos que bajar, no son las de la tierra, sino más bien están dentro nuestro, y se ponen como un obstáculo entre nuestro corazón y el burrito que trae al Niño Dios y a la Virgen.
¿Cuáles son estos obstáculos?
Los senderos, esos caminos angostos, llenos de curvas, de subidas y bajadas, y que por ahí se pierden en cualquier parte, o no llevan a ningún lado, representan el poco amor que le demostramos a Dios, cuando no queremos vivir sus Mandamientos: si Dios nos dice: “Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo”, y para eso necesitamos sacrificio y generosidad, preferimos amarnos a nosotros mismos, egoístamente, dejando de lado a Dios y al prójimo, porque preferimos nuestros intereses a los de los demás, empezando por los papás y los hermanos. Así somos como un sendero que no va a ningún lado.
Si Dios nos dice: “Santificarás las fiestas”, con los cual nos dice que tenemos que venir a la Misa del Domingo para encontrarnos con su Hijo Jesús en la Eucaristía, y así recibir todo el Amor infinito de su Sagrado Corazón, que late de Amor por nosotros, preferimos, al Amor del Sagrado Corazón, el triste y vacío consuelo que nos dan las criaturas, que nos distraen de todas las maneras posibles para que no recemos, para que no vayamos a Misa, para que no visitemos a Jesús en el sagrario. Así somos como un sendero que, en vez de llegar a su destino, conduce a un barranco.
Si Dios nos dice: “Honrarás padre y madre”, y con eso nos quiere decir que nunca jamás debemos faltar el respeto a nuestros padres, además de tratarlos siempre con amor y afecto, obedeciendo en todo lo que nos dicen, y en vez de eso los tratamos bien cuando queremos y cuando no queremos no los tratamos bien, somos como los senderos que suben y bajan, suben y bajan, que producen cansancio y que además parecen no llegar nunca a destino.
Los valles que hay que rellenar, son nuestra pereza espiritual, que no nos deja llegar a Dios, porque si la montaña es una figura de Dios, el valle es una figura de nuestro desgano en rezar, por ejemplo el Rosario, en decirle piropos a lo largo del día –se llaman “jaculatorias”-, como por ejemplo, “Jesús, en Vos confío”, “Jesús, te amo”, “Virgen María, Madre Mía, sé mi auxilio y protección”, y muchas otras más, además de rezar a la noche la devoción a las tres Avemarías, pidiendo para nosotros y nuestros seres queridos no caer en pecado mortal; la pereza espiritual nos lleva también a no querer rezar la Biblia y a creer que es un libro de adorno en la biblioteca; la pereza espiritual nos lleva también a amar más y a conocer más a ídolos del mundo, como Messi, Cristiano Ronaldo, Harry Potter, o cualquier cantante de moda, antes que a Jesús.
Las montañas son la figura de nuestro orgullo, que se levanta entre nuestro corazón y el burrito de Belén que trae a Jesús y a la Virgen; el orgullo no deja entrar el Niño Jesús, porque el Corazón de Jesús, como el de la Virgen, es un corazón “manso y humilde”, y en el orgulloso, aquel que no sabe perdonar ni pedir perdón, aquel que no sabe humillarse, aquel que no sabe hacer pasar de largo los defectos del prójimo, en definitiva, el que no sabe amar, no puede recibir al Niño Dios, que viene en Navidad, porque el Niño Dios es Amor Puro, infinito, y para recibirlo hay que tener amor y humildad en el corazón.
Entonces, en Adviento, Juan el Bautista y la Iglesia nos piden que “allanemos los senderos, que rellenemos los valles, que aplanemos las colinas”. ¿De qué manera? Haciendo un examen de conciencia, reconociendo nuestros errores, y haciendo el propósito de cambiar, y para eso tenemos que rezar, leer la Biblia, y pedirle a la Virgen que nos haga que nuestro corazón sea como el del Niño Jesús: “Virgen María, haz que mi corazón sea como el Corazón de tu Hijo Jesús, para que yo pueda recibirlo con amor y alegría en Navidad”.





viernes, 30 de noviembre de 2012

El Adviento para Niños - 1er Domingo de Adviento - Ciclo C



        
         En este Domingo comenzamos un tiempo de preparación para la Navidad, que se llama “Adviento”, que quiere decir: “Llegada”. En Adviento, entonces, nos preparamos para la “Llegada” de “Alguien” en Navidad. ¿Quién es “el que llega” en Navidad? ¡El Niño Dios, que va a nacer en Belén! Y como el Nacimiento del Niño Dios es lo más importante del mundo, la Iglesia le dedica todo un mes para que nos preparemos para de su llegada.
         ¿Cómo tenemos que prepararnos para recibir al Niño Dios?
         Para saber cómo tenemos que prepararnos, tenemos que acordarnos de cómo es Jesús, el Niño Dios: como su nombre lo dice, es Dios y por lo tanto, es santo, y santo quiere decir que es infinitamente bueno, sin la más pequeñísima sombra de maldad. Para darnos una idea, pensemos en alguien bueno que conozcamos, como algún santo, la Madre Teresa, el Padre Pío, o alguien de nuestra familia, como nuestra mamá, y lo multipliquemos por mil millones de veces; luego multipliquemos de nuevo, y así sin parar: todavía no llegaremos a la bondad del Niño Dios. Si el Niño Dios es tan bueno, porque es santo, ¿podemos recibirlo con un corazón malo, enojado? No, de ninguna manera, y es por eso que en Adviento tenemos que crecer en la bondad y en el amor al prójimo y a Dios. Sin amor en el corazón, no podemos recibir al Niño Dios, y como el amor se demuestra por obras para con los que más necesitan, y no tanto por las palabras, entonces Adviento es tiempo de obrar las obras de misericordia que nos pide la Iglesia. ¿Cuáles son? Las corporales: Dar de comer al hambriento; Dar de beber al sediento; Vestir al desnudo; Visitar a los enfermos; Asistir al preso; Dar posada al peregrino; Sepultar a los muertos. Las espirituales: Enseñar al que no sabe; Dar un buen consejo al que lo necesita; Corregir al que yerra; Perdonar las injurias; Consolar al triste; Soportar las flaquezas del prójimo; Orar por vivos y difuntos. Cuantas más obras de misericordia hagamos, más amor habrá en nuestro corazón, y así estaremos más preparados para recibir a Jesús.
         Otra cosa que tenemos que saber del Niño Dios, y que nos ayudará a prepararnos mejor para su llegada, es que Él es Dios Hijo, que vive desde siempre con su Padre, Dios, en el cielo, y como su Papá le pidió que bajara aquí a la tierra para salvarnos, el Niño Dios tuvo que dejar a su Papá Dios, para encarnarse en ese cielo en la tierra que es el seno de la Virgen María. Pero a pesar de que Jesús bajó del cielo, adonde quedó su Papá Dios, nunca dejó de estar en comunicación con Él. ¿Cómo hacía para comunicarse con su Papá que estaba en el cielo, estando Él en la tierra? En ese entonces no había teléfonos, ni internet, como hay ahora, y que son las cosas que usamos los hombres para comunicarnos; pero aunque hubieran existido estas cosas, Jesús no las habría usado para comunicarse con su Papá Dios, porque Jesús se comunicaba con su Papá por medio de la oración, que es algo mucho mejor que hablar por teléfono, porque hablar por teléfono es hablar con los labios, mientras que la oración es hablar con el corazón. El Niño Dios, desde que llegó a este mundo y se encarnó en el seno de su Mamá María, no dejó nunca de hablar con su Papá Dios, por medio de la oración del corazón. Entones nosotros, para recibir a Jesús en Navidad, tenemos que aprovechar el Adviento para hacer mucha oración, que no es repetir palabras vacías con los labios, sino hablar con amor a Dios Amor, desde lo más profundo del corazón. Cuanta más oración hagamos, mejor preparados estaremos para recibir a Jesús, porque la oración del corazón es el lenguaje de Jesús.
         Por último, hay otra cosa que tenemos que ver en la llegada de Jesús, y es que cuando Jesús dejó el cielo, donde estaba muy alegre con su Papá Dios y con Dios Espíritu Santo, vino aquí, a la tierra, a otro cielo tan lindo como ese, la panza de su Mamá, la Virgen María, y ahí también Jesús estaba muy contento y feliz, porque lo rodeaba el amor de su Mamá, que era el mismo Amor de su Papá en el cielo, el Espíritu Santo. Pero Jesús también sufría, porque desde el mismo momento en que se encarnó, en que se hizo un bebé pequeñito en la panza de su Mamá la Virgen, ahí comenzó a sufrir mucho por la salvación de todos y cada uno de nosotros. Después, cuando nació, siguió sufriendo, porque hacía mucho frío y tenía hambre, como todo bebé recién nacido, y a pesar de que la Virgen lo abrigaba y lo alimentaba, Él lo mismo seguía sufriendo, y después siguió sufriendo, en silencio, sin que nadie se diera cuenta, toda su vida, y sufrió todavía más en el Huerto de los olivos y en la Cruz, para que nosotros pudiéramos salvarnos e ir al cielo.
         Entonces, para poder recibir bien a Jesús en Navidad, tenemos que acompañar a Jesús en su sufrimiento, y si no tenemos una enfermedad dolorosa para ofrecerle, entonces podemos ofrecerle un sufrimiento voluntario, que se llama “penitencia” o “sacrificio”: privarnos de algo bueno que nos gusta, como un vaso de gaseosa helada en un día de mucho calor, o no quejarnos cuando algo nos moleste, o hacer algo bueno que nos cueste trabajo hacerlo, etc. De esta manera, con la penitencia y el sacrificio, prepararemos el corazón para recibir a Jesús que llega en Navidad, porque Jesús ama el sacrificio hecho por amor.
         Entonces, el Adviento es un tiempo para prepararnos para recibir a Jesús, y esta preparación la podemos hacer con tres cosas: obras de misericordia, oración y penitencia. Cuantas más obras de misericordia hagamos, cuanta más oración hagamos, y cuanta más penitencia hagamos, con tanto más amor recibiremos al Niño Dios, que llega para Navidad.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Cristo Rey del Universo - Homilía para Niños



         Hoy la Iglesia nos pide que nos acordemos de Jesús, que es Rey del Universo. Esto lo sabemos porque cuenta el Evangelio que cuando lo pusieron preso a Jesús, lo llevaron para que hablara con el gobernador de los romanos, que se llamaba Poncio Pilato, y cuando estuvo delante de Jesús, le preguntó: “¿Tú eres Rey de los judíos?”, y Jesús le respondió: “Tú lo dices”, que es como decir “Sí, soy Rey”.
         Entonces, nosotros festejamos a Jesús, que es Rey, porque Él mismo dijo que era Rey, y es Rey desde su nacimiento virginal del seno virgen de María, pero también es Rey desde siempre, porque Él existe en el cielo desde toda la eternidad, junto a su Papá Dios. Jesús es Rey porque Él es Hijo de Dios y también Hombre perfecto, no solo sin pecado, sino lleno de gracia y santidad.
         ¿Cómo es Jesús Rey? Para saberlo, primero tenemos que ver cómo son los reyes de la tierra: tienen corona de oro, se visten con vestimentas de seda muy fina y muy cara, bordadas con hilos de oro; el sillón desde donde reinan es grande, cómodo, y todo cubierto con terciopelo; tienen un cetro de madera de ébano, una madera muy fina, que cuesta mucho dinero, con el que mandan a los demás; toda la gente les hace reverencias y se inclinan ante ellos; cuando los eligen, el pueblo les dice: “Éste es nuestro rey”.
         Jesús, Rey eterno, es distinto a los reyes de la tierra: en vez de corona de oro, plata y diamantes, tiene una corona de espinas; en vez de una vestimenta de seda con hilos de oro, está vestido con una túnica roja que es su propia sangre, que sale de sus heridas abiertas; su cetro, con los que gobierna los corazones, son los clavos de hierro de sus manos y pies; en vez de sillón de terciopelo, su trono es la Cruz de madera; los que lo aman y lo reconocen como Rey de sus corazones, se arrodillan ante su Cruz, besan sus pies heridos y traspasados por los clavos, y lo adoran como se adora a Dios, porque Jesús crucificado es Dios crucificado; arriba de su trono, que es la Cruz, hay un cartel, puesto por los romanos, por encargo de Dios Padre, que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”.
         Cuando los reyes de la tierra entablan una batalla, salen con sus tropas y se colocan en un monte alto, para poder ver desde allí el curso de la batalla, y dirigir con eficacia sus ejércitos, para vencerlos para siempre, para que sus reinos se vean libres de sus enemigos.
         También Nuestro Rey Jesucristo, que reina desde el madero de la Cruz, pelea una gran guerra, y también Él se sube a un monte alto, el Monte Calvario, para que todos los hombres de todos los tiempos puedan verlo, para que viéndolo así crucificado lo amen, para que amándolo en el tiempo, se salven en la eternidad; Jesús es Rey victorioso, que no manda a sus ejércitos, que son miles de millones y de millones de ángeles de luz, sino que sale a pelear Él mismo, en Persona, para defendernos de nuestros enemigos, y Él pelea, lucha y vence en la Pasión, desde la Cruz, y es de la Cruz, que este Rey victorioso manda que por el poder infinito de su Sangre, todos se salven y que sus enemigos, que son los enemigos del hombre, el demonio, el mundo y la carne, sean destruidos para siempre y encerrados en la prisión subterránea, para que nunca más molesten a sus hermanos, los hombres.
         Por todo lo que Jesús, Nuestro Rey, ha sufrido para conseguirnos la victoria, es que debemos postrarnos delante de Él en acción de gracias, y adorarlo por su inmensa majestad y poder, y por su infinito y eterno Amor.
         Jesús es Rey de todo el Universo, el visible y el invisible; Él vendrá, al final del tiempo, el Día del Juicio Final, montado en un caballo blanco, como dice la Biblia, y tendrá escrito en su muslo: “Rey de reyes y Señor de señores”, porque es el más poderoso de todos los reyes de la tierra; Él es el Rey de los ángeles, es el Rey de los mártires, de los santos, de las vírgenes, de los doctores de la Iglesia, de los profetas, de los Apóstoles; es el Rey de todos los ángeles buenos y de todos los hombres buenos que ahora, en el cielo, se les da el nombre de “santos”, y quiere también ser nuestro Rey, pero necesita que nosotros le pidamos que sea nuestro Rey, porque Jesús no obliga a nadie a que lo acepten como Rey. Y como nosotros queremos que Jesús sea Nuestro Rey, le decimos: “Jesús, Rey eterno, inmortal, invencible, que reinas victorioso desde el leño de la Cruz; oh Rey Jesucristo, que por Amor a nosotros peleaste la batalla de nuestra salvación y venciste para siempre a nuestros enemigos, el demonio, el mundo y la carne, te lo pedimos, ven a nuestros corazones, planta en ellos tu estandarte glorioso, el estandarte ensangrentado de la Cruz, y sé nuestro Rey para siempre, y nunca permitas que te abandonemos. Ven, oh Rey eterno, reina en nuestros corazones, y te alabaremos y adoraremos por siempre, en el tiempo y en la eternidad. Amén”.
         Si rezamos esta oración desde lo más profundo del corazón, Jesús nos aceptará como súbditos de Él, y entonces podremos usar su distintivo. ¿Cuál es el distintivo de los súbditos de este rey? Porque Jesús Rey eterno reina desde el madero de la Cruz, los súbditos de este Rey bendito tienen como distintivo real el crucifijo y su bandera es el manto celeste y blanco de la Reina de cielos y tierra, la Virgen Inmaculada, María Santísima.
        

Novena al Divino Niño




Divino Niño Jesús: Tú dijiste la venerable Margarita del Santísimo Sacramento en el año 1636: “Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y tu oración será escuchada”. Confiados en tus palabras, te rezamos esta novena en tu honor, pidiéndote una intención distinta cada día.

Día uno: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
            “Querido Niño Jesús, te pedimos la gracia de tener siempre, en la mente y en el corazón, el mandamiento más importante de todos, el que nos abre las puertas del cielo: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Haz que demostremos nuestro amor a Dios asistiendo a Misa los Domingos, y a nuestro prójimo, brindando nuestro auxilio a los más necesitados, y a todos respeto, tolerancia, paz y amor. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.


            Día dos: Honrar padre y madre.
“Querido Niño Jesús, Tú que siendo Niño honraste a tu padre adoptivo, San José, y a tu Madre, la Virgen María, obedeciéndoles en todo, tratándolos siempre con infinito amor y respeto; haz que nosotros, a imitación tuya, sepamos también amar y honrar a nuestros padres y mayores, obedeciéndolos en todo y siendo respetuosos, amables y agradecidos con ellos, y nunca permitas que cometas el pecado de la desobediencia y de la falta de respeto. Divino Niño, haz que nos santifiquemos en el amor a nuestros padres. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

            Día tres: Morir antes que pecar.
“Querido Divino Niño, Tú que siendo Dios, te hiciste Niño en el seno de tu Mamá, la Virgen, sin dejar de ser Dios; Tú, que como Niño Dios eres el Lirio purísimo de los cielos, que con su fragancia de exquisito perfume deleita a los ángeles y santos en el cielo, haz que imitemos tu Santa Pureza, y no permitas que nada impuro contamine nuestras mentes y nuestros corazones. Haz que tu Mamá, la Virgen Inmaculada, Ella también Purísima y Sin mancha, nos preserve de la contaminación del mundo, que exalta la impureza como norma de vida, y nos conceda la gracia de vivir siempre, aún cuando ya seamos grandes, con tu pureza, la pureza del Divino Niño. Amén”.  
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

            Día cuatro: Combatir la pereza.
            “Querido Divino Niño, Tú que desde muy pequeño aprendiste el oficio de carpintero ayudando a San José en su taller; Tú que colaborabas con tu Mamá, la Virgen, en las tareas domésticas de todos los días, aleja de nosotros el pecado de la pereza, tanto de la corporal, que nos lleva a evitar todo tipo de esfuerzo físico y a no cumplir con nuestro deber de estado, como la pereza espiritual o acedia, que nos lleva a sentir hastío por la oración y a descuidar el deber de amor que tenemos para contigo, deber que se salda con la oración. Haz que seamos sacrificados y nos esforcemos por cumplir nuestro deber, para así santificarnos en las tareas de todos los días. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

            Día cinco: Reconocer el espíritu del mundo.
            “Querido Divino Niño, Tú que viniste del cielo, del seno de tu Padre, en donde todo es santidad y bondad, y quieres que nosotros vayamos ahí algún día, haz que sepamos reconocer, en las cosas que nos rodean, el espíritu del mundo, que son todas las cosas malas que nos apartan de Ti. Danos el Don de Sabiduría, para saber qué es lo que te agrada, y qué es lo que te disgusta, para que así obremos lo que te agrada y evitemos lo que te ofende. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

            Día seis: Desear los bienes del cielo.
            “Querido Niño Jesús, Tú que en el Evangelio dijiste: “Atesorad tesoros en el cielo”, quita de nosotros toda codicia por los bienes terrenos, para que deseemos sólo los bienes del cielo, el primero de todos, tu Amor eterno. Haz que te amemos siempre, por encima de todo bien de la tierra, y que sepamos darnos cuenta que las cosas materiales no son para acumularlas egoístamente, sino para compartirlas generosamente con nuestros hermanos, por amor a Ti. Ayúdanos a no caer en el pecado de la codicia, y danos la gracia de tener siempre la mirada puesta en tu Sagrado Corazón, el bien más preciado que jamás alguien pueda conseguir. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

            Día siete: El amor a la Virgen.
            “Querido Niño Jesús, Tú que en la Cruz nos diste a tu Mamá, la Virgen, como verdadera Madre nuestra del Cielo, aumenta cada día nuestro amor hacia Ella, para que todo lo que pensemos, deseemos y hagamos, se lo ofrezcamos a su Corazón Inmaculado. Queremos amar a la Virgen, que es nuestra Madre, con un amor infinito y puro, y para eso Te pedimos que nos des el mismo Amor que tienes Tú en tu Sagrado Corazón, ese Amor purísimo con el que Tú la amas desde siempre. Danos Tu Amor, para amar a nuestra Madre del Cielo, la Virgen, con el mismo Amor tuyo. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

            Día ocho: El amor a la Cruz.
            “Querido Divino Niño, Tú que amaste la Cruz desde el momento de Tu Encarnación, y la llevaste todos los días desde tu niñez, hasta subir al Calvario, danos un gran amor a la Cruz, el único camino que lleva al Cielo. El camino de la Cruz es un camino estrecho, en subida, difícil de recorrer, porque hay que renunciar a uno mismo, pero es el único camino que conduce al Cielo. No permitas que nos desviemos del camino, y que en vez de subir al Calvario, bajemos al mundo, por el ancho y espacioso camino que conduce al infierno. Danos un gran amor a la Cruz, para nunca quejarnos de ella, y para abrazarla cada día con amor, para seguirte en el camino del Calvario, y desde allí, al cielo. Amén”.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
           
Día nueve: Amar a Jesús en la Eucaristía.
“Querido Niño Jesús. Aleja de nosotros el amor del mundo, que nos lleva a apartarnos de Ti; aleja de nosotros el pecado de malicia, el preferir un partido de fútbol, un programa de televisión, un paseo, a Tu Amor, donado para nosotros sin reservas en la Eucaristía, y haz que el Domingo, día de precepto, sea para nosotros el día más importante y feliz de la semana, porque Tú vienes a nuestro encuentro en la Santa Misa, bajando desde el cielo hasta el altar eucarístico, para quedarte luego en nuestros corazones por la comunión eucarística. Divino Niño, danos siempre tu luz, para que no reemplacemos tu Amor infinito, donado en la Eucaristía, por las distracciones del mundo. Haz que sintamos hambre y sed de Ti en la Eucaristía. Amén”. Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

sábado, 17 de noviembre de 2012

La Santa Misa para Niños XXXII – Comunión – Post – Comunión – Despedida



Sacerdote: El Cuerpo de Cristo.

Al recibir a Jesús en la Eucaristía, tenemos que hacer, desde lo más profundo del corazón, un acto de fe, de amor y de adoración a Jesús, Presente en la Sagrada Hostia. Cuando el sacerdote nos muestra la Hostia consagrada y dice: “El Cuerpo de Cristo”, es ahí que tenemos que decirle a Jesús, con todo el corazón: “Jesús, te amo, te bendigo, te adoro, con todas las fuerzas de mi alma, de mi corazón; ven a Mí, oh buen Jesús, entra en mi humilde morada, dulce Jesús, y llénale con el agradable aroma de tu santidad; entra, y quédate conmigo para siempre, no permitas que nunca me aleje de ti; sólo te pido que me des tu Amor para que te ame, en el tiempo y en la eternidad”.
A este acto de fe, de amor y de adoración, tenemos que acompañarlo con un acto de fe, de amor y de adoración exterior, que es el arrodillarnos al momento de comulgar, porque este es un signo externo de adoración.
¿Por qué decimos que debemos hacer una genuflexión al comulgar? Porque si bien el acto de amor y de adoración a Jesús Eucaristía es ante todo interior, es muy conveniente acompañar este acto interior con un acto exterior, y la genuflexión es el gesto más indicado para expresar lo que creen la mente y el corazón: lo que estamos por recibir no es un poco de pan, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
Que nos arrodillemos al comulgar, nos lo pide el Santo Padre Benedicto XVI: “Existen ambientes, no poco influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse. Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios y se presenta erguido. (...) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central”[1].
Esto es muy importante, porque de lo contrario –si no hacemos el acto de fe, acompañado de gestos internos y externos de adoración a Cristo Presente en la Eucaristía-, puede pasarnos lo que a la multitud en la multiplicación de los panes y peces, y así como la multitud no ve el signo espiritual, sino que interpreta el milagro de Jesucristo en un sentido puramente material, así también a nosotros nos puede pasar que pasemos a comulgar mecánica y distraídamente.
Meditemos entonces en el milagro de la multiplicación de panes y pescados. El Evangelio dice así: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó” (cfr. Lc 9, 1).
         La multitud ve en este gesto de Jesús un signo puramente material: les da de comer, satisface su necesidad básica y elemental. No ven un gesto mesiánico.
         No podemos reprochar a la multitud esta carencia de visión, puesto que en la Iglesia misma, a veinte siglos de distancia, muchos continúan, en muchos casos, interpretando demasiado material y humanamente el signo de Jesús, al igual que la multitud de la escena evangélica.
         Así como la multitud veía en Jesús a un maestro de religión santo que hacía milagros, entre ellos, el de multiplicar los panes y los peces, y quería hacerlo rey sólo por este hecho, dejando de lado su condición divina, así muchos ven a la Iglesia y a su acto litúrgico principal, la santa misa, como una organización de beneficencia que se dedica a la filantropía con un tinte religioso, dejando de lado la consideración de la misa como el sacrificio del Cordero, como el don del Cuerpo y de la Sangre del Hombre-Dios, y dejando de lado a la consideración de la Iglesia como a la Esposa de ese Cordero, que ofrece el Cuerpo y la Sangre de su Esposo en sacrificio a Dios por toda la humanidad.
         Ni Jesús es un hombre cualquiera, como muchos de entre la multitud lo veían, ni la Eucaristía es sólo pan bendecido, como muchos en la Iglesia sostienen hoy, ya que en Jesús predicando y obrando el milagro de la multiplicación y en Jesús donado como Pan de Vida eterna en el altar, hay un secreto oculto detrás de las apariencias. Tanto en Jesús obrando el milagro como en Jesús ofrecido como Eucaristía hay un misterio oculto: el sacramento de la Eucaristía es para nosotros lo que Jesús para sus discípulos: así como Jesús ocultaba, detrás de su naturaleza humana, al Verbo eterno del Padre, así la Eucaristía oculta, detrás de su apariencia de pan, al Verbo eterno del Padre, encarnado, muerto y resucitado.
         El cuerpo de Cristo, en uno y en otro caso, actúa como un velo que oculta y a la vez como una puerta abierta que revela lo que está detrás de ella: el cuerpo de Jesús oculta y muestra a la naturaleza divina, al ser divino de Dios Uno y Trino: “Quien me Ve, Ve a Mi Padre que me envió”, dice Jesús.
         La multitud ignora que Jesús no es el hijo del carpintero que estudió mucho y se convirtió en un hombre sabio y santo; ignora que es el Verbo eterno del Padre, que ha tomado un cuerpo humano y que se muestra a través de ese cuerpo humano y obra milagros a través de ese cuerpo humano. De la misma manera, muchos en la Iglesia ignoran que la Eucaristía no es pan bendecido y consagrado, sino el cuerpo real, verdadero, vivo y resucitado, del Cordero de Dios, que continúa ofreciéndose para nosotros en el altar así como se ofrece en la cruz.
         Como Dios-Hombre, como Pan de Vida, Cristo, Verbo del Padre, se dona en su cuerpo y junto a su cuerpo, nos entrega la divinidad, y esto es absolutamente incomprensible, de ahí que la multitud no entienda que debajo de ese cuerpo humano está Dios Hijo; de ahí que muchos en la Iglesia no entiendan que en de la Eucaristía está ese mismo Dios Hijo que nos dona su cuerpo resucitado y con su cuerpo resucitado, la divinidad.
         Hoy como ayer, Jesús, Hombre-Dios, prolonga el misterio de su don. A la multitud, les da pan y pescado: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó”. A nosotros no nos da pan terrenal, sin vida, y pescado asado: nos da su cuerpo vivo, entregado en la cruz y en el altar; no nos da ni pescado asado ni pan, nos da su cuerpo, como Pan de Vida eterna y como carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo.


Todos: Amén.

         Quiere decir: “Así es”, y es un acto de fe que hacemos en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, antes de comulgar; creemos que la Eucaristía es Jesús, Hombre-Dios, y no un simple “pan bendecido”; creemos que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.

         Oración después de la Comunión.

         La post-comunión no es un momento ni para cantar, ni para dar avisos parroquiales, ni para pensar que ya la Misa está por terminar. Es el momento tal vez más trascendente para la espiritualidad del fiel –y también para el sacerdote-, pues Cristo está en el alma, que lo acaba de recibir en la comunión. Es por eso que para este momento se aplica todo lo que dijimos más arriba, con relación al silencio. Para este momento resuenan las palabras de Jesús en el Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (3, 20).
Es decir, este momento es un tiempo de profunda intimidad con Jesucristo, que ha entrado en nuestras almas por la comunión eucarística, y mal haríamos si a tan distinguido huésped lo dejáramos en el pórtico de entrada, para distraernos con cualquier otra cosa.
“Cuando ha terminado de distribuir la Comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato, recogidos”[2].


         Para esta parte final de la Misa, dice el Misal Romano: “Al rito de conclusión pertenecen:
a) Breves avisos, si fuere necesario.
b) El saludo y la bendición del sacerdote, que en algunos días y ocasiones se enriquece y se expresa con la oración sobre el pueblo o con otra fórmula más solemne.
c) La despedida del pueblo, por parte del diácono o del sacerdote, para que cada uno regrese a su bien obrar, alabando y bendiciendo a Dios.
d) El beso del altar por parte del sacerdote y del diácono y después la inclinación profunda al altar de parte del sacerdote, del diácono y de los demás ministros”[3].

Sacerdote: Oremos.

En nombre de todos, el sacerdote manifiesta el agradecimiento a Dios Padre por el don recibido. Con distintas palabras cada día, pide que los frutos de la Eucaristía sean eficaces y nos lleven a vivir siempre con Él en el cielo[4].

Todos: Amén.

Sacerdote: El Señor esté con ustedes.

Todos: Y con tu espíritu.

El sacerdote bendice al pueblo.

Antes de volver cada uno a su vida normal, recibimos la bendición de Dios para que, con su fuerza, sepamos imitar a Cristo entregándonos a los demás en el trabajo, en nuestra casa, en nuestro ambiente[5].

Sacerdote: La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes.

Todos: Amén.

Sacerdote: Pueden ir en paz.

Hacia el final de la Misa el sacerdote despide, a los que han participado de la celebración eucarística, con un saludo de paz, diciéndoles: “Pueden ir en paz”.
Al contrario de lo que pudiera parecer, no se trata de una mera despedida, al estilo de las despedidas entre los hombres. Se trata, en realidad, más que de una despedida, de un envío a la misión, con un propósito bien claro: dar testimonio, con sus vidas, de aquello que han visto y oído en la Santa Misa. Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica[6], al explicar el nombre “(…) Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana”.
Es decir, el saludo de despedida del sacerdote ministerial, más que indicar el fin de una ceremonia, es una señal, para el Nuevo Pueblo Elegido, de que debe comunicar al mundo aquello de lo que ha sido espectador. El “Pueden ir en paz”, sería entonces equivalente al envío de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mt 16, 15-16). ¿Por qué es equivalente este simple anuncio a las palabras de Jesús en las que envía a la Iglesia a la misión? Porque el cristiano, debe testimoniar y proclamar al mundo, con su vida, que la Buena Nueva se actualiza en la Santa Misa, porque allí Jesús resucitado se hace Presente con su misterio pascual de muerte y resurrección.
¿Cuál es entonces el anuncio que el cristiano, que acaba de salir de Misa, debe hacer al mundo? En otras palabras: ¿Cuál es la misión de la Iglesia?
La respuesta la encontramos meditando el pasaje del evangelio en el que las santas mujeres de Jerusalén van al sepulcro, y lo encuentran vacío: “Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío (cfr. Mt 28, 8-15).
         La misión de la Iglesia es continuación de la misión de las santas mujeres, de la experiencia espiritual vivida por ellas el Domingo de Resurrección.
Es decir, la experiencia del Domingo de Resurrección de las santas mujeres, el hecho de contemplar el sepulcro vacío, el llenarse de alegría por esto, y correr a anunciar a los demás lo que había  sucedido, inicia, en esencia, la misión misma de la Iglesia. Como las mujeres, que se llenan de alegría al comprobar que Cristo ya no está en el sepulcro, y que inmediatamente van a anunciar la noticia a los demás discípulos, así la Iglesia, en el tiempo y en la historia humana, contemplando con la luz de la fe el misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios, y asistida por el Espíritu Santo en la certeza indubitable de esta verdad de fe, llenándose Ella misma de júbilo y de alegría por este hecho, que concede a la humanidad un nuevo sentido, un sentido de eternidad, va a misionar al mundo, anunciando la alegre noticia: Cristo ha resucitado.
Sin embargo, en el anuncio de las piadosas mujeres, si bien inicia la misión de la Iglesia, debe ser completado con un anuncio todavía más sorprendente, todavía más asombroso, todavía más maravilloso, que el hecho mismo de la Resurrección. La Iglesia tiene para anunciar al mundo un hecho que, podríamos decir, supera a la misma resurrección, y es algo del cual la Iglesia, y sólo la Iglesia, es la depositaria y, aún más, Ella misma protagonista, porque este hecho se origina en su mismo seno.
La Iglesia no sólo anuncia, con alegría sobrenatural, el mismo anuncio de las mujeres piadosas, es decir, el hecho de que Cristo ha resucitado, y que el sepulcro de Cristo está vacío: la Iglesia anuncia, con alegría y asombro sobrenatural, que el sepulcro de Cristo está vacío, y que por lo mismo, ya no ocupa más la piedra del sepulcro con su Cuerpo muerto, porque Cristo ha resucitado, porque ahora, con su Cuerpo glorioso, además de estar en el cielo, está de pie, vivo, glorioso, resucitado, sobre la piedra del altar, en la Eucaristía, y la Iglesia es protagonista, porque el prodigio de la resurrección del Domingo de Pascuas, se renueva en cada Santa Misa, en donde ese Cuerpo resucitado el Domingo, es el mismo Cuerpo en el que se convierte el pan luego de la transubstanciación.
La Iglesia entonces no solo anuncia lo que anunciaron las piadosas mujeres de Jerusalén, que el sepulcro está vacío, que en la piedra sepulcral ya no está el Cuerpo muerto de Jesús, sino que anuncia, además, que el Cuerpo vivo, glorioso, luminoso, lleno de la vida de la Trinidad, se encuentra en la piedra del altar eucarístico, en virtud del sacramento del altar, la Eucaristía.
“(con la llegada de la luz del sol) Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío”. Dice el Evangelio que las mujeres, ayudadas por la luz del sol, al clarear el nuevo día, luego de ver vacía la piedra del sepulcro, corren, llenas de alegría, a anunciar que Cristo ha resucitado.
De los cristianos deberían decirse: “Los cristianos, luego de contemplar, con la luz del Espíritu Santo, que la piedra del altar está ocupada con el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, llenos de alegría, corren a anunciar al mundo, con sus obras de misericordia, que Cristo ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía”.

Todos: Demos gracias a Dios.

El sacerdote besa el altar y se retira, después de hacer una reverencia. Los fieles se retiran, aunque no sin antes hacer “una justa y debida acción de gracias[7].

El sacerdote besa el altar, que representa a Cristo, al terminar la Misa -como lo hizo al iniciar- renovando el propósito de no solo no traicionar a Jesús, sino de crecer cada día en su imitación, en su seguimiento camino del Calvario llevando la cruz, en su amor.
La misa ha comenzado con un beso al altar, que representa a Cristo, y termina también con otro beso. Es el beso de la Iglesia a Cristo, representado en el altar, y por lo mismo, debemos poner amor, para dar este mismo beso a Cristo, en ese altar interior que es el corazón[8].


[1] Ratzinger, El espíritu de la liturgia.
[2] OGMR, 56.
[3] Cfr. OGMR, 90.
[4] Cfr. Manglano Castellary, o.c.
[5] Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.
[6] 1332.
[7] Congregación para el culto divino.
[8] Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.