Catecismo
para Niños de Primera Comunión - Lección 13 - Fue crucificado
Doctrina
¿Por qué quiso sufrir
tanto Jesucristo en la Pasión y en la cruz? Jesucristo quiso sufrir tanto
en la Pasión y en la cruz para mostrarnos más su amor e inspirarnos horror al
pecado.
Dos
ejemplos para entender esto: “para demostrarnos más su amor”, se entiende como
cuando un esposo ama a su esposa (o viceversa): no es lo
mismo que le diga: “Te amo mucho”, pero cuando la esposa tiene alguna necesidad
se queda cruzado de brazos, a decirle: “Te amo mucho” y cuando tiene alguna
necesidad, hace de verdad todo tipo de esfuerzos y sacrificios para auxiliarla:
en el primer caso, no demuestra el amor, en el segundo, sí; pues bien, esto es
lo que hizo Jesucristo al morir en la cruz por nosotros, y es demostrarnos
hasta dónde llega su amor: hasta la muerte de cruz, que es una muerte dolorosa
y humillante. Para que nos demos una idea de cuánto sufrió Jesús en la cruz, tenemos
que pensar que el dolor era tan insoportable que literalmente no existían
palabras para describirlo.
Se tuvo que inventar una nueva palabra llamada “excruciante” (que significa “de
la cruz”) para describir semejante dolor.
“Para inspirarnos horror al pecado”: todos nuestros pecados
fueron cargados sobre sus espaldas; quiere decir que Él sufrió el castigo que
cada uno de nosotros merecía, ante la Justicia Divina. Si queremos saber qué
consecuencias tiene un pecado nuestro, elevemos nuestra mirada a Jesús
crucificado y contemplemos todas y cada una de sus llagas, porque Él “él herido
fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra
paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is 53, 1-12). Entonces, somos nosotros y nadie más que nosotros la
causa de sus heridas: si Jesús está en la cruz, con tantas heridas y golpes y
con su Sangre vertiendo por sus heridas, es por causa de nuestros pecados y cada
pecado nuestro es una herida en el Cuerpo de Jesús crucificado. Esto tiene que
llevarnos al propósito de no pecar más, con tal de no seguir hiriendo a Nuestro
Señor. Al verlo crucificado, movidos por el Amor del Espíritu Santo, deberíamos
decir, con Santa Teresa de Ávila: “No me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo
que me tienes prometido/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso
de ofenderte/Tú me mueves, Señor,/ muéveme el verte clavado en una cruz y
escarnecido,/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu
muerte./Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/ que aunque no hubiera
cielo, yo te amara,/ y aunque no hubiera infierno, te temiera./ No me tienes
que dar porque te quiera,/ pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que
te quiero te quisiera./
¿Por quiénes padeció
Jesucristo? Jesucristo padeció y murió por todos y cada uno de los hombres,
desde Adán, hasta el último hombre nacido en el Último Día. Toda la Pasión la
sufrió de modo individual por cada uno de nosotros, de manera tal que si sólo
nosotros hubiéramos pecado en todo el mundo, Él se habría encarnado y sufrido
la Pasión sólo por nosotros.
¿Dónde y cuándo murió
Jesucristo? Jesucristo murió sobre el Calvario en Jerusalén, la tarde del
Viernes Santo. Según la Tradición, la cruz fue clavada en el Monte Calvario, en
el mismo sitio en donde Adán fue enterrado, de manera tal que la Sangre de
Jesucristo, cayendo desde la cruz, se infiltró por la tierra hasta llegar a
Adán, para darle nueva vida, la vida eterna.
La
crucifixión, de Fra Angelico
En
esta imagen vemos representada la crucifixión de Jesús. El cráneo que se
observa abajo es, según la Tradición, el cráneo de Adán. Al tomar contacto con
la Sangre de Jesús, Adán es vuelto a la vida, al recibir la vida eterna. Después
de haber sufrido toda suerte de insultos y burlas, al llegar Jesús al Calvario
le despojaron de sus vestiduras y con fuertes clavos sujetaron sus manos y pies
a la cruz.
El
Señor, después de ser crucificado y puesto entre dos ladrones, estuvo tres
horas en agonía; y después de haber pronunciado siete palabras, que encierran
sublimes y sobrenaturales enseñanzas, expiró a las tres de la tarde. Por eso la
Hora de la Divina Misericordia es a las tres de la tarde.
He
aquí las siete palabras que dijo Jesús en la cruz:
1ª.
“Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Jesús pedía perdón al Padre por todos y cada uno de
nosotros, que fuimos los que lo crucificamos. En vez de pedir justicia y
venganza a Dios, Jesús pide perdón para nosotros, y ése es el fundamento de
porqué tenemos que perdonar a nuestros enemigos: porque Jesús nos perdonó
primero desde la cruz, siendo nosotros sus enemigos.
2ª.
“Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc
23, 43). Jesús promete al buen ladrón el paraíso, porque se arrepintió a
tiempo, antes de morir y así se convirtió en uno de los primeros santos en ser
redimidos por la Sangre de Jesús. Como el buen ladrón, también nosotros debemos
reconocer a Jesús como nuestro Salvador, para escuchar de sus labios estas
dulces palabras, el día de nuestra muerte: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
3ª.
“He aquí a tu Madre. Mujer, he aquí a tu hijo” (Jn 19, 26-27). Jesús nos dona a su Madre, como Madre nuestra del
cielo, porque en Juan estábamos todos representados. ¡Hasta dónde llega el amor
de Jesús por nosotros, que nos regala lo que más amaba en la tierra, su
amantísima Madre, la Virgen María! ¡Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, haz
que seamos dignos hijos tuyos, nacidos para el cielo al pie de la cruz!
4ª.
“¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 6). En realidad, Dios nunca abandonó a Jesús, pero permitió
que Jesús experimentara el abandono, para que nosotros supiéramos que Dios está
siempre con nosotros y nunca nos abandona. Un detalle: si Dios Padre parece
abandonar a Jesús –aunque en realidad no lo hace nunca-, la Virgen permanece
siempre al pie de la cruz, y eso es un consuelo para nosotros, porque sabemos
que nuestra Madre del cielo nunca nos abandona, así como no abandonó a su Hijo Jesús
cuando agonizaba y moría en la cruz.
5ª.
“Tengo sed” (Jn 19, 28). Como consecuencia
de la abundante pérdida de Sangre, Jesús experimenta, entre otras cosas, una
sed ardentísima; escuchándolo decir: “Tengo sed”, los soldados le alcanzan para
beber una esponja con agua, mezclada con vinagre y con un calmante para los
dolores. Sin embargo, Jesús se niega a beber, porque la sed más ardiente de
Jesús no es la del Cuerpo, sino la de su Corazón: es su Corazón Sagrado el que siente
sed del amor de los hombres, y los hombres, en vez del agua pura del amor a
Dios, le dan vinagre, es decir, la malicia y el rechazo de Dios, porque eso es
lo que representa el vinagre: la malicia de nuestros pecados, que da sabor
agrio al agua, es decir, a la vida, cuyo Autor es Jesús, el Hombre-Dios. Jesús
rechaza también el calmante y esto lo hace para sufrir hasta lo último, por
nuestro amor y por nuestra salvación. ¡Jesús, cuánto has sufrido por nosotros, con
dolores inconcebibles e inimaginables! ¡Permite, por los dolores de tu Madre,
que saciemos tu sed de amor con la acción de gracias y con el amor de nuestro
pobre corazón!
6ª.
“Todo se ha cumplido” (Jn 19, 30). Con
estas palabras, Jesús revela que el sacrificio en el tiempo, por el cual habría
de salvarnos, está consumado; significa que, desde ahora, sus brazos abiertos
en la cruz nos descubren su Sagrado Corazón, Puerta de la eternidad, que será traspasado
por la lanza, para abrirnos paso al Reino de los cielos. Jesús ha cumplido con
la Voluntad del Padre, dando hasta la última gota de su Sangre por nuestra
salvación; Jesús ha cumplido el tiempo de su Pasión, por medio de la cual nos
obtuvo una eternidad de alegría y de bienaventuranzas; Jesús. ¡Te adoramos, oh
Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, nos abriste las puertas del
cielo!
7ª.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Luego de decir estas palabras, Jesús muere en la cruz. Al
producirse su muerte, el universo todo muestra su luto y su dolor al
oscurecerse el sol y temblar la tierra, demostrando así con estos prodigios,
que el que moría en la cruz no era un hombre más entre tantos, sino el
Hombre-Dios. Jesús ha cumplido su misterio pascual: venía del Padre, ahora
retorna al Padre, desde donde inhabita por la eternidad. Que siempre, pero
sobre todo en la hora de nuestra muerte, seamos revestidos de la Sangre de
Jesús, para que a imitación suya encomendemos, por manos de María, nuestra alma
al Padre, para que el Padre, viéndonos revestidos de la Sangre del Cordero,
bese nuestras almas con el sello de su Amor, el Espíritu Santo, y así
comencemos a vivir en la felicidad eterna del Reino de los cielos.
Además,
como consecuencia de su sacrificio redentor, algunos muertos resucitaron,
liberados por Él del Hades, el limbo de los justos del Antiguo Testamento,
indicando así el accionar de la Divina Misericordia a través de Jesús; sin
embargo, para otros, la Divina Misericordia daba paso a la Justicia Divina, y
fue así como el velo del templo se rasgó de arriba abajo, sin que nadie lo
tocara, indicando que finalizaba la Ley Antigua, para dar paso a la Ley Nueva
de la gracia santificante.
Práctica:
tendré presente siempre la muerte de Jesús en la cruz y cuánto sufrió por mi
amor, para cumplir el propósito de no pecar más, para no herirlo más en la
cruz. Imitaré su ejemplo de sufrir sin quejarse, y aún gustoso, porque así nos
redimía y nos conducía al cielo, reparando ante el Padre las ofensas del
pecado, al tiempo que nos abría las puertas del cielo, dándonos ejemplo
extraordinario de paciencia, conformidad y penitencia. A imitación suya, no
solo no me quejaré ante las dificultades, sino que todo lo sufriré en unión con
su Pasión y Muerte en cruz, para salvar a mis hermanos.
También,
cuando pase ante una cruz, saludaré a mi Redentor diciendo: “Te adoramos, Señor
y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste el mundo”.
Palabra de Dios:
“Cargó con nuestras iniquidades y sufrió por nuestros pecados” (Is 53, 5-6). “Tanto amó Dios al mundo,
que le dio a su Hijo Unigénito, para que sea salvo por Él” (Jn 3, 17). “Dios nos ha arrebatado del
poder de las tinieblas para llevarnos al reino del Hijo de su amor, en quien
tenemos la redención y la remisión de los pecados” (Col 1, 13-14). “Nos amó y se entregó a la muerte por nosotros” (Gál 2, 20). “Cristo padeció por nosotros…”
(2 Pe 2, 21). “Él es propiciación por
nuestros pecados y no solo por los nuestros, sino por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 2).
Ejercicios bíblicos:
Mc 10, 45; Lc 23, 33; Jn 3, 16; Rom 8, 18.