Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

sábado, 30 de junio de 2012

La Santa Misa para Niños (XV) Prefacio y aclamación del Santo




Prefacio y aclamación del santo.
En esta parte de la Misa, ocurre algo muy especial: cuando el sacerdote dice: “El Señor esté con ustedes”, con ese “ustedes” llama no sólo a los presentes en la asamblea sino ¡a toda la humanidad! para dar gracias al Padre y aclamar al Dios Tres veces Santo[1] por todas sus obras. Entonces, para aprovechar esta parte, imaginemos que están alrededor del altar los ángeles y los santos, pero también todos los hombres, de todas las razas y de todos los colores, desde Adán y Eva.
¿Es posible esto? Sí, porque la Misa es un misterio, el misterio de la renovación del sacrificio en cruz de Jesús, con el cual salva a todos los hombres de todos los tiempos.
Es Jesús quien con su Cruz, viene al encuentro de toda la humanidad, para salvarla con su Cruz, y es toda la humanidad la que, a su vez, va al encuentro de Jesús[2], para ser salvada. ¡Qué misterio, que en la Misa estén todas las razas, de todos los colores -negros, blancos, morenos, amarillos, cobrizos- y todos los seres humanos, incluidos Adán y Eva! ¡Es un misterio, sí, pero real y maravilloso, porque por la Cruz y por la Misa, Jesús salva a toda la humanidad, y a todos aquellos que se dejen salvar!
         La misa es un misterio porque Jesús viene a nosotros escondido, invisible, en la cruz y con su Cuerpo resucitado en la Eucaristía.
         Jesús, en la misa, en la Eucaristía, viene con su Cruz, y también viene con su Cuerpo resucitado, para venir a nuestros corazones, para darnos su perdón, para darnos el beso de la paz, para llenarnos con su vida, con su alegría, con su bondad. Jesús viene a nosotros en la Eucaristía con su Sagrado Corazón, que es el lugar de donde brota, así como el agua cristalina brota de la fuente, su Misericordia Divina.
         Jesús viene a nuestro encuentro, y al encuentro de toda la humanidad, con sus brazos abiertos en la Cruz, y con su Sagrado Corazón palpitante en la Eucaristía, y por este motivo tenemos que estar muy atentos en el momento de comulgar.
Y cuando el sacerdote dice: “Levantemos el corazón”, quiere decir que tanto nosotros, los que asistimos a Misa, como así también todos los hombres, de todas las razas, de todos los colores, sin excepción, deben elevar sus corazones al cielo, para adorar al Dios que viene cuando se produzca la tran-subs-tan-cia-ción (palabra un poquito difícil pero que deletreada se vuelve fácil), por la cual el pan y el vino, los frutos de la tierra, se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Y cuando dice: “Por eso, con los ángeles”, la Iglesia llama a los ángeles, los seres espirituales de luz -son los que adoran a Dios en el cielo, porque superaron la prueba y fueron fieles a Dios y no se rebelaron, como los ángeles caídos- a que se unan a la adoración que la Iglesia en la tierra hace al Cordero de Dios. Es por eso que, en la Misa, está toda la creación, todo el universo visible, con los ángeles, los santos, y todos los hombres, de todos los tiempos, de todos los colores, de todas las razas.

Sacerdote: El Señor esté con ustedes.

El sacerdote se dirige a los presentes, pero no solo, puesto que estos representan a todos los hombres, a toda la humanidad.

Todos: Y con tu espíritu.

Sacerdote: Levantemos el corazón.

Quiere decir que elevemos el espíritu y el corazón hasta el cielo, para unirnos a los que allí están en la adoración al Cordero que se sacrifica por la salvación de la humanidad entera.

Todos: Lo tenemos levantado hacia el Señor.

Sacerdote: Demos gracias al Señor, Dios nuestro.

La Eucaristía es, ante todo, acción de gracias.

Todos: Es justo y necesario.

Al terminar el prefacio, aclamamos con alegría al Dios Tres veces Santo, que en breve vendrá sobre el altar.

Sacerdote y Todos: Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del universo. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor.

Para aprovechar esta parte de la Misa, recordemos un pasaje de la Biblia, en donde el profeta Isaías (6, 3) es llevado al cielo, y allí ve a Dios: “…vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus haldas cubrían el templo. En torno a Él había serafines, que tenían cada uno seis alas. Con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies y con dos volaban. Y los unos a los otros se gritaban y respondían: ‘Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos. Llena está la tierra toda de su gloria’. A estas voces, temblaron las puertas en sus quicios y la casa se llenó de humo”.
El profeta Isaías ve a Dios en una visión, pero nosotros en la Misa ¡lo tenemos en la realidad! [3]. Éste es el motivo por el cual aquí exclamamos todos: "Santo, Santo, Santo", porque ese Dios Tres veces santo está en esa parte del cielo que es el altar: Dios Padre envía a su Hijo Jesús en la Eucaristía, para que Él nos done a Dios Espíritu Santo.
¡No puede haber alegría más grande que este misterio, y por eso aclamamos a Dios Trino, cantando con gozo y repitiendo tres veces la palabra "Santo"! El altar eucarístico es igual al Cielo, es el Cielo, que se abre para que venga Dios Trinidad y nos regale la Eucaristía, que es el Cuerpo glorificado de Jesús, lleno de la luz, del amor, de la vida de Dios Trino[4], y esto es algo más grande que el cielo, es algo más hermoso que si el cielo bajara a la tierra.
 Si Jesús vino la primera vez como un Niño en Belén, Casa de Pan, y si vendrá por segunda vez en la gloria para juzgar al mundo, ahora, delante nuestro, viene en la Eucaristía, con su Corazón de Dios Niño y con su Cuerpo glorioso, y por eso lo aclamamos cantando tres veces el "Santo"[5].
En esta parte de la Misa, uniéndonos a los coros angélicos, glorificamos a nuestro Dios crucificado, que da hasta la última gota de sangre en el Calvario; a ese Dios crucificado, cuya sangre que brota de sus heridas como un manantial, y de su Corazón traspasado como un dique sin contención, y que es recogida en el cáliz del sacerdote ministerial, a ese Dios, le decimos, con todo el amor del corazón y con toda la fuerza del alma: “Santo, Santo, Santo”.
Pero hay algo más que podemos hacer para aprovechar este momento. Veamos el crucifijo, porque es a Jesús en la Cruz a quien le decimos: “Santo, Santo, Santo”. Jesús es Dios Santo, Fuerte e inmortal, pero en la Cruz, no parece ni santo, ni fuerte ni inmortal: no parece santo, porque es crucificado como un malhechor, más malo incluso que Barrabás, porque cuando Pilatos les dio a elegir a los judíos y les dijo a quién quería que lo salve, ellos prefirieron a Barrabás en vez de a Jesús; no parece inmortal, porque Jesús muere en la Cruz, como dice la Biblia: "Jesús, dando un fuerte grito, expiró" (Mc 15, 37), y después tuvieron que poner su Cuerpo santísimo, muerto, en el sepulcro de José de Arimatea (cfr. Jn 19, 38); tampoco parece fuerte, porque en la Cruz, aparece como vencido por todos sus enemigos, aunque en realidad es Él quien vence para siempre al demonio, al mundo y a la muerte.
Y sin embargo, Jesús, a quien le decimos “Santo, Santo, Santo”, es Dios Santo en la Eucaristía, porque en la comunión nos comunica su santidad; es Dios Fuerte, porque al comulgar nos comunica la fuerza de Dios; es Dios inmortal, porque la Eucaristía es Pan de Vida eterna, la alegre y feliz Vida de Dios, que no termina nunca y es para siempre.



[1] Cfr. Manglano Castellary, o. c., 47.
[2] Cfr. Ratzinger, J., El Espíritu de la liturgia, Ediciones Cristiandad.
[3] Schnitzler, Th., Meditaciones sobre la Misa, Barcelona 1966, Editorial Herder, 469.
[4] Schnitzler, ibidem.
[5] Schnitzler, o. c., 469.

sábado, 23 de junio de 2012

La Santa Misa para Niños (XIV) El sacerdote nos invita a unirnos al sacrificio de Jesús



Invitación a la plegaria
Sacerdote: Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.
En esta parte de la Misa, el sacerdote dice una palabra que nos hace dar cuenta de algo: en el altar pasa algo misterioso, algo que no ven nuestros ojos, pero que está ahí presente, algo que no podemos comprender ni ver, pero que sí lo podemos ver con los ojos de la fe. El sacerdote dice: Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.
El sacerdote usa la palabra “sacrificio”, y entonces nos preguntamos: ¿qué es un “sacrificio”? ¿Quién se sacrifica en el altar? ¿Cómo lo hace? ¿Por qué lo hace?
La misa es ante todo, un sacrificio. Pero, ¿qué es un sacrificio?
         Un sacrificio es algo que cuesta mucho hacer. “Estudié para la prueba con mucho sacrificio”, es decir, tuve que dejar de ver las horas de televisión que veía por día para poder aprobar y tuve que pasar mucho tiempo estudiando. Me costó mucho esfuerzo estudiar. “Obedecí con mucho sacrificio”. A papá, porque si no le obedecía, se me dejaba sin postre. Me costó obedecer, fue un "sacrificio" obedecer.
         Igual que estas cosas –estudiar, obedecer- que son un sacrificio, también la misa es un sacrificio, es decir, es algo que cuesta mucho.
         Pero en el sacrificio de Jesús hay algo más, que hace que no sea un sacrificio cualquiera, de una persona cualquiera. Es un sacrificio hecho por el Hombre-Dios para perdonar los pecados de los hombres, librarnos del fuego del infierno, y concederles el don de ser hijos de Dios por la gracia santificante, para que al final de esta vida, puedan ir al cielo y gozar de Dios Trino para siempre.
         La Misa es el mismo sacrificio de Jesús en la cruz. En la Misa, Jesús está en la cruz, invisible, pero real, igual que hace dos mil años estuvo en la cruz. Sólo que aquí no lo vemos con los ojos del cuerpo, pero sí con los ojos de la fe. Por la fe, sabemos que Jesús hace en la misa, invisible, lo mismo que hace en la cruz, porque es el mismo sacrificio de la cruz: entrega su cuerpo en la Eucaristía y derrama su sangre en el cáliz.
Para saber porqué la misa es un sacrificio, nos tenemos que acordar de lo que hacían los judíos, hace mucho tiempo, y muy lejos de aquí, en Palestina. Los judíos tenían algo como una iglesia muy grande, que le decían: “Templo de Salomón”. Ahí llevaban algunos animales de la granja, los más lindos que tenían, para regalárselos a Dios, en agradecimiento por ser Dios tan bueno con ellos. Entre esos animales, le llevaban a Dios un cordero, al que luego de sacrificarlo, como se hace con los animales antes de comerlos, lo ponían al fuego, igualito a como se hace un asado. Eso lo hacían para significar que el cordero dejaba de pertenecer a sus dueños, para pasar a ser propiedad de Dios: así como el humo del asado sube al cielo, así el cordero, convertida su carne en humo por el fuego, subía al cielo, para que Dios lo tuviera con Él. Y esto lo hacían, además de para dar gracias a Dios, para pedirle cosas, para adorarlo, y para pedirle perdón por todos los pecados.
Pero todo eso no era más que una figura de lo que venía después, así como una figurita de Messi no es Messi, sino que el Messi real es el verdadero Messi; así también esos corderos no podían perdonar los pecados, porque tenía que venir el verdadero Cordero de Dios, que es Jesús. Y Jesús viene en la Misa, invisible, misterioso, para sacrificarse sobre la cruz, para derramar su Sangre en el cáliz y para entregar su Cuerpo en la Eucaristía, para salvarnos. Esto último es el verdadero sacrificio de la cruz, que se repite invisible en el altar: así como en la cruz la sangre se separó de su Cuerpo, cuando Jesús se sacrificaba, así también en el altar, la Sangre del cáliz está separada del Cuerpo, que está en la Eucaristía.
Así nos damos cuenta de que la Misa es un sacrificio: porque el pan y el vino se consagran por separado, para significar lo que pasa en el sacrificio de la Cruz, en donde la Sangre se separa del Cuerpo.
El pan y vino se consagran separados, uno primero y otro después, porque en la cruz el Cuerpo y la Sangre se separan.
         Es la Palabra llena de poder del Verbo del Padre, que obra con su virtud divina en la consagración, la que hace, del pan, el Cuerpo de Cristo y del vino, su Sangre.
         En virtud de las palabras de la consagración –tomad y comed... bebed... Este es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre- se hacen presentes, separadamente, sobre el altar, por la potencia infinita del Verbo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo: bajo las especies, bajo las apariencias del pan, se hace presente sólo el Cuerpo; bajo las especies, bajo las apariencias del vino, se hace presente sólo la Sangre.
Pero aquí no termina el sacrificio de Jesús, porque Jesús resucitó, levantándose lleno de luz y de vida en el sepulcro, y así también está en la Eucaristía, con su Cuerpo lleno de luz y de vida, y esto lo dice el sacerdote sin palabras, cuando corta un pedacito de la Hostia y la echa en el cáliz, queriendo decir que el Cuerpo se unió a su Sangre en la resurrección.
Entonces, si alguien nos preguntara qué es la misa, tendríamos que decirle: “La misa es el mismo sacrificio en cruz de Jesús”.
Cuando venimos a misa, venimos a encontrarnos con Jesús que está en la cruz invisible del altar, entregando su Cuerpo y derramando su Sangre por amor a cada uno de nosotros.



         Todos: El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia.
El sacerdote lee la oración sobre las ofrendas. Al terminar contestamos: Amén.

sábado, 16 de junio de 2012

La Santa Misa para Niños (XIII) El sacerdote se lava las manos



Ahora el sacerdote se lava las manos.
¿Por qué el sacerdote se lava las manos, si ya las tiene limpias? Porque así como el agua quita las manchas y suciedades que puedan tener las manos, así la gracia y la misericordia de Dios quitan las manchas y suciedades del alma del sacerdote (imperfecciones, pecados veniales, amor propio, faltas de amor, impaciencia, soberbia, orgullo, etc.)[1]. Esto es muy necesario para seguir con esta parte de la Misa: debemos continuar con las manos puras, pero sobre todo, con un corazón puro[2].
Sólo el sacerdote se lava las manos, pero también nosotros, que asistimos en la Santa Misa, podemos unirnos los asistentes pueden y deben pedir lo mismo, uniéndose espiritualmente a la oración del sacerdote: “¡Señor, lávame totalmente de mi culpa y limpia mi pecado!”. El agua que lava las manos simboliza la gracia que purifica el alma dejándola preparada para recibir el Santísimo Sacramento del altar. Pero para el sacerdote tiene además otro significado: debido a que sus manos van a de tocar el Cuerpo de Jesús, luego de la transubstanciación, deben mantenerse libres de toda mancha terrena[3], de toda impureza y de todo afecto impuro. ¿Cómo podría darle un disgusto a Jesús, haciéndolo bajar en manos sucias y con olor a cosas malas? El sacerdote se lava las manos para que el Cuerpo de Jesús en la Eucaristía no sea tocado con manos impuras.
Además de estos significados, hay otro más en el gesto del lavado de manos, y para saber cuál es, debemos recordar la Pasión de Jesús, en el momento en el que Pilatos, acobardado ante los judíos que piden que Jesús sea crucificado diciendo: “¡No queremos que este reine sobre nosotros! (cfr. Lc 19, 11-27) ¡Crucifícalo!” (Lc 23, 21), se lava las manos para desentenderse de su muerte. En realidad, es un acto de cobardía, porque Jesús ya estaba muy malherido, muy golpeado, con mucha sangre que salía de sus heridas. Estaba indefenso y débil, afiebrado por toda la sangre que había perdido, cansado, agotado, con hambre y sed, muy dolorido, entristecido. No representaba un peligro para nadie; por el contrario, despertaba compasión verlo así tan golpeado y con tanto dolor. Y sin embargo, Pilatos se lava las manos, como diciendo: “Yo se los entrego, con tal que ustedes no me demanden al César, porque si ustedes me demandan, voy a perder el puesto de gobernador. Prefiero seguir siendo gobernador, y no me importa si para eso lo tienen que matar. Yo me lavo las manos!”.
Al realizar este gesto el sacerdote, de lavarse las manos, que se afirme nuestro corazón en el amor de Cristo crucificado, pidiendo la gracia, al mismo tiempo, de morir antes que negarlo, y que resuene en nuestro corazón un potente grito: “¡Nunca como Pilatos!”[4].
Y ya que nos hemos trasladado espiritualmente al momento en el que Pilatos niega a Jesús, recordemos que la multitud pide que la sangre de Jesús caiga sobre ellos: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros!” (Mt 27, 25), porque también nosotros pedimos lo mismo, pero no en el sentido blasfemo y sacrílego de la multitud, sino como una súplica ardiente a Dios, porque no será el agua, sino la Sangre de Cristo, que será derramada en al altar de la cruz y recogida en el cáliz del altar, la que limpiará nuestros pecados y los pecados de los hombres.


[1] Cfr. Manglano Castellary, o. c., 44.
[2] Cfr. Schnitzler, o. c., 448.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. Schnitzler, o. c., 449.

sábado, 9 de junio de 2012

La Santa Misa para Niños (XII) La ofrenda del corazón



El sacerdote se inclina, pronunciando una oración de humildad a Dios, antes del lavado de las manos: Acepta, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
En esta parte de la Misa, el sacerdote, después de ofrecer el pan y el vino, que se convertirán en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, dice una oración en secreto, pidiéndole a Dios Trino que acepte nuestro corazón “contrito” y “nuestro espíritu humilde”, para que “éste sea hoy nuestro sacrificio”.
Quiere decir que, junto con el pan y el vino, le ofrecemos a Dios un sacrificio, nuestro corazón y nuestro espíritu, pero no le podemos ofrecer de cualquier manera.
El corazón “contrito” –la palabra quiere decir “triturado”-, quiere decir un corazón arrepentido de haber pecado, de haber obrado el mal, y está tan arrepentido, que está “triturado” por la pena y el dolor de haber ofendido a un Dios tan bueno y misericordioso. Sólo este tipo de corazones se puede ofrecer a Dios, un corazón que se arrepiente de obrar el mal, porque el mal ofende a Dios, y que hace el propósito de nunca más volver a pecar, sólo para no darle un disgusto a un Dios tan inmensamente bueno, pidiendo la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal o un pecado venial deliberado.
El espíritu, para que sea aceptado por Dios, tiene que ser un espíritu “humilde”, y humilde es opuesto a soberbio, orgulloso. Un espíritu humilde es un espíritu paciente, bondadoso, respetuoso, amable, que perdona a quienes lo ofenden. Es el espíritu que verdaderamente vive el primer mandamiento, el más importante de todos: “Amar a Dios y al prójimo como a sí mismo”. Solo esta clase de espíritus se pueden ofrecer a Dios, porque Él solo acepta los que son humildes, ya que son los que más se asemejan a Jesús, Hijo de Dios.
Por el contrario, un espíritu soberbio, orgulloso, rápido para enojarse, para contestar mal; un espíritu perezoso; un espíritu que dice malas palabras; un espíritu que no soporta que le corrijan sus errores; un espíritu que no perdona, que pelea, que guarda rencor; un espíritu que no quiere ayudar a quien lo necesita, es un espíritu que no se puede ofrecer a Dios, porque se parece mucho al espíritu del ángel caído, el demonio, que nunca más va a poder estar delante de Dios.
En esta parte de la Misa, ofrecemos a Dios estas dos cosas, el corazón contrito y el espíritu humilde, y las dos cosas forman nuestro pequeño sacrificio, que se une al Gran Sacrificio de Jesús en el altar.

sábado, 2 de junio de 2012

La Santa Misa para Niños (XI) Oración sobre las ofrendas




Oración sobre las ofrendas.
En esta parte de la Misa, llevamos al altar pan y vino, porque estas son las ofrendas, los dones, que damos a Dios, para que luego se conviertan en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Pero además del pan y del vino, podemos ofrecer a Dios otra cosa: nos podemos ofrecer nosotros mismos, con todo lo que somos, con todo lo que tenemos, y con todo lo que hacemos.
Para hacer esto, no es necesario que nos movamos de nuestros lugares: basta que hagamos una oración con el corazón, diciéndole a Jesús: “Jesús, Vos te ofreciste como Víctima por mi salvación, y para agradecerte por tu amor, yo también quiero subir a la Cruz con Vos, para ser una víctima junto con Vos, y en muestra de lo que digo, te ofrezco lo que soy, lo que tengo y lo que hago, por medio del Corazón Inmaculado de tu Mamá, la Virgen”.
De esta manera, si hacemos esta oración –en silencio, desde lo más profundo del corazón-, cuando el sacerdote haga la oración sobre las ofrendas, estaremos también nosotros presentes, ofreciéndonos como el pan y el vino, a Jesús.
¿Dónde se ve que nos ofrecemos a Dios? Cuando el sacerdote echa dos gotitas de agua en el vino: en el agua estamos representados nosotros, todos los hombres, con nuestra humanidad, y con todo lo que somos y tenemos; en el vino, está representado Jesús, que es Dios. Así como las gotitas de agua se mezclan con el vino, así nosotros queremos estar bien unidos al Corazón de Jesús, cuando Él baje en la Cruz, sobre el altar.
Nuestra ofrenda espiritual de nosotros mismos está representada en el agua que el sacerdote echa en el altar: el agua somos nosotros, el vino es Jesús.
Entonces, cuando el sacerdote presenta el pan y el vino, ahí tenemos nosotros que unirnos espiritualmente a Jesús, para subir con Él a la Cruz. No nos ofrecemos para que “nos vaya bien” en nuestros asuntos, sino para ser víctimas, como Jesús, que es la Víctima Inocente, el Cordero de Dios, que muere en Cruz para expiar por los pecados del mundo y por la salvación de todos los hombres.
¿Y qué pasa cuando ya estamos espiritualmente ahí, en el altar? Todavía no estamos unidos a Jesús, porque el pan y el vino no son Jesús. Falta que venga el Espíritu Santo, como fuego invisible venido del cielo: cuando Él viene, en el momento en el que el sacerdote dice las palabras: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, ahí el pan y el vino ya no son más pan y vino, porque son transformados en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Y así también a nosotros, si nos unimos a Jesús en el altar, el Espíritu Santo, que es el fuego del Amor divino, incendiará nuestro corazones, encendiendo en ellos la Llama de Amor Vivo, Jesús.
Ofrecemos todo lo que somos y tenemos y todo lo que hacemos –las tareas del hogar, las tareas de la escuela, las diversiones-, simbolizado en los granos de trigo, unidos en el pan. Y a todo lo que ofrecemos, nuestro ser, nuestra vida, nuestro trabajo, le sucederá lo mismo que al pan y al vino en la consagración: serán quemados por el Fuego del Amor divino, y así como el pan de las ofrendas, luego de las palabras de la consagración, ya no será más pan común y corriente, material, sino el Pan de Vida eterna, el Cuerpo resucitado, espiritualizado y glorificado de Nuestro Señor Jesucristo, así también nuestro ser y nuestro trabajo, ya no serán más los mismos, sino que se convertirán en ofrenda agradable a Dios. Por eso, no podemos ofrecer a Dios un trabajo mal hecho, sino que debemos poner todo nuestro empeño en hacerlo lo más perfecto posible.
Para esto nos ofrecemos junto con el pan y el vino.