Prefacio y aclamación
del santo.
En esta parte de la Misa, ocurre algo muy
especial: cuando el sacerdote dice: “El Señor esté con ustedes”, con ese
“ustedes” llama no sólo a los presentes en la asamblea sino ¡a toda la
humanidad! para dar gracias al Padre y aclamar al Dios Tres veces Santo[1]
por todas sus obras. Entonces, para aprovechar esta parte, imaginemos que están
alrededor del altar los ángeles y los santos, pero también todos los hombres,
de todas las razas y de todos los colores, desde Adán y Eva.
¿Es posible esto? Sí, porque
la Misa es un
misterio, el misterio de la renovación del sacrificio en cruz de Jesús, con el
cual salva a todos los hombres de todos los tiempos.
Es Jesús quien con su Cruz,
viene al encuentro de toda la humanidad, para salvarla con su Cruz, y es toda
la humanidad la que, a su vez, va al encuentro de Jesús[2], para
ser salvada. ¡Qué misterio, que en la
Misa estén todas las razas, de todos los colores -negros,
blancos, morenos, amarillos, cobrizos- y todos los seres humanos, incluidos
Adán y Eva! ¡Es un misterio, sí, pero real y maravilloso, porque por la Cruz y por la Misa, Jesús salva a toda la
humanidad, y a todos aquellos que se dejen salvar!
La misa es un misterio porque Jesús
viene a nosotros escondido, invisible, en la cruz y con su Cuerpo resucitado en
la Eucaristía.
Jesús, en la misa, en la Eucaristía, viene con
su Cruz, y también viene con su Cuerpo resucitado, para venir a nuestros
corazones, para darnos su perdón, para darnos el beso de la paz, para llenarnos
con su vida, con su alegría, con su bondad. Jesús viene a nosotros en la Eucaristía con su
Sagrado Corazón, que es el lugar de donde brota, así como el agua cristalina
brota de la fuente, su Misericordia Divina.
Jesús viene a nuestro encuentro, y al
encuentro de toda la humanidad, con sus brazos abiertos en la Cruz, y con su Sagrado
Corazón palpitante en la
Eucaristía, y por este motivo tenemos que estar muy atentos
en el momento de comulgar.
Y cuando el sacerdote dice:
“Levantemos el corazón”, quiere decir que tanto nosotros, los que asistimos a
Misa, como así también todos los hombres, de todas las razas, de todos los
colores, sin excepción, deben elevar sus corazones al cielo, para adorar al
Dios que viene cuando se produzca la tran-subs-tan-cia-ción (palabra un
poquito difícil pero que deletreada se vuelve fácil), por la cual el pan y el
vino, los frutos de la tierra, se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Y cuando dice: “Por eso, con
los ángeles”, la Iglesia
llama a los ángeles, los seres espirituales de luz -son los que adoran a Dios
en el cielo, porque superaron la prueba y fueron fieles a Dios y no se
rebelaron, como los ángeles caídos- a que se unan a la adoración que la Iglesia en la tierra hace
al Cordero de Dios. Es por eso que, en la Misa, está toda la creación, todo el universo
visible, con los ángeles, los santos, y todos los hombres, de todos los
tiempos, de todos los colores, de todas las razas.
Sacerdote: El Señor esté con ustedes.
El sacerdote se dirige a los presentes, pero no solo,
puesto que estos representan a todos los hombres, a toda la humanidad.
Todos: Y con tu espíritu.
Sacerdote: Levantemos el corazón.
Quiere decir que elevemos el espíritu y el corazón
hasta el cielo, para unirnos a los que allí están en la adoración al Cordero
que se sacrifica por la salvación de la humanidad entera.
Todos: Lo tenemos levantado hacia el
Señor.
Sacerdote: Demos gracias al Señor, Dios
nuestro.
La
Eucaristía es, ante todo, acción de gracias.
Todos: Es justo y necesario.
Al terminar el prefacio, aclamamos con alegría al Dios
Tres veces Santo, que en breve vendrá sobre el altar.
Sacerdote y Todos: Santo, Santo, Santo,
es el Señor, Dios del universo. Llenos están los cielos y la tierra de tu
gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor.
Para aprovechar esta parte
de la Misa,
recordemos un pasaje de la
Biblia, en donde el profeta Isaías (6, 3) es llevado al
cielo, y allí ve a Dios: “…vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y
sus haldas cubrían el templo. En torno a Él había serafines, que tenían cada
uno seis alas. Con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies y con
dos volaban. Y los unos a los otros se gritaban y respondían: ‘Santo, santo,
santo, es el Señor de los ejércitos. Llena está la tierra toda de su gloria’. A
estas voces, temblaron las puertas en sus quicios y la casa se llenó de humo”.
El profeta Isaías ve a Dios
en una visión, pero nosotros en la
Misa ¡lo tenemos en la realidad! [3]. Éste es
el motivo por el cual aquí exclamamos todos: "Santo, Santo, Santo",
porque ese Dios Tres veces santo está en esa parte del cielo que es el altar:
Dios Padre envía a su Hijo Jesús en la Eucaristía, para que Él nos done a Dios Espíritu
Santo.
¡No puede haber alegría más
grande que este misterio, y por eso aclamamos a Dios Trino, cantando con gozo y
repitiendo tres veces la palabra "Santo"! El altar eucarístico es
igual al Cielo, es el Cielo, que se abre para que venga Dios Trinidad y nos
regale la Eucaristía,
que es el Cuerpo glorificado de Jesús, lleno de la luz, del amor, de la vida de
Dios Trino[4], y esto
es algo más grande que el cielo, es algo más hermoso que si el cielo bajara a
la tierra.
Si Jesús vino la primera vez como un Niño en
Belén, Casa de Pan, y si vendrá por segunda vez en la gloria para juzgar al
mundo, ahora, delante nuestro, viene en la Eucaristía, con su
Corazón de Dios Niño y con su Cuerpo glorioso, y por eso lo aclamamos cantando
tres veces el "Santo"[5].
En esta parte de la Misa, uniéndonos a los coros
angélicos, glorificamos a nuestro Dios crucificado, que da hasta la última gota
de sangre en el Calvario; a ese Dios crucificado, cuya sangre que brota de sus
heridas como un manantial, y de su Corazón traspasado como un dique sin
contención, y que es recogida en el cáliz del sacerdote ministerial, a ese
Dios, le decimos, con todo el amor del corazón y con toda la fuerza del alma:
“Santo, Santo, Santo”.
Pero hay algo más que
podemos hacer para aprovechar este momento. Veamos el crucifijo, porque es a
Jesús en la Cruz
a quien le decimos: “Santo, Santo, Santo”. Jesús es Dios Santo, Fuerte e
inmortal, pero en la Cruz,
no parece ni santo, ni fuerte ni inmortal: no parece santo, porque es
crucificado como un malhechor, más malo incluso que Barrabás, porque cuando
Pilatos les dio a elegir a los judíos y les dijo a quién quería que lo salve,
ellos prefirieron a Barrabás en vez de a Jesús; no parece inmortal, porque
Jesús muere en la Cruz,
como dice la Biblia:
"Jesús, dando un fuerte grito, expiró" (Mc 15, 37), y después
tuvieron que poner su Cuerpo santísimo, muerto, en el sepulcro de José de
Arimatea (cfr. Jn 19, 38); tampoco parece fuerte, porque en la Cruz, aparece como vencido
por todos sus enemigos, aunque en realidad es Él quien vence para siempre al
demonio, al mundo y a la muerte.
Y sin embargo, Jesús, a
quien le decimos “Santo, Santo, Santo”, es Dios Santo en la Eucaristía, porque en
la comunión nos comunica su santidad; es Dios Fuerte, porque al comulgar nos
comunica la fuerza de Dios; es Dios inmortal, porque la Eucaristía es Pan de
Vida eterna, la alegre y feliz Vida de Dios, que no termina nunca y es para
siempre.
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