Ahora el
sacerdote se lava las manos.
¿Por qué el sacerdote se
lava las manos, si ya las tiene limpias? Porque así como el agua quita las
manchas y suciedades que puedan tener las manos, así la gracia y la
misericordia de Dios quitan las manchas y suciedades del alma del sacerdote
(imperfecciones, pecados veniales, amor propio, faltas de amor, impaciencia,
soberbia, orgullo, etc.)[1].
Esto es muy necesario para seguir con esta parte de la Misa: debemos continuar con
las manos puras, pero sobre todo, con un corazón puro[2].
Sólo el sacerdote se lava
las manos, pero también nosotros, que asistimos en la Santa Misa, podemos
unirnos los asistentes pueden y deben pedir lo mismo, uniéndose espiritualmente
a la oración del sacerdote: “¡Señor, lávame totalmente de mi culpa y limpia mi
pecado!”. El agua que lava las manos simboliza la gracia que purifica el alma
dejándola preparada para recibir el Santísimo Sacramento del altar. Pero para
el sacerdote tiene además otro significado: debido a que sus manos van a de
tocar el Cuerpo de Jesús, luego de la transubstanciación,
deben mantenerse libres de toda mancha terrena[3], de toda
impureza y de todo afecto impuro. ¿Cómo podría darle un disgusto a Jesús,
haciéndolo bajar en manos sucias y con olor a cosas malas? El sacerdote se lava
las manos para que el Cuerpo de Jesús en la Eucaristía no sea
tocado con manos impuras.
Además de estos
significados, hay otro más en el gesto del lavado de manos, y para saber cuál
es, debemos recordar la Pasión
de Jesús, en el momento en el que Pilatos, acobardado ante los judíos que piden
que Jesús sea crucificado diciendo: “¡No queremos que este reine sobre
nosotros! (cfr. Lc 19, 11-27)
¡Crucifícalo!” (Lc 23, 21), se lava
las manos para desentenderse de su muerte. En realidad, es un acto de cobardía,
porque Jesús ya estaba muy malherido, muy golpeado, con mucha sangre que salía
de sus heridas. Estaba indefenso y débil, afiebrado por toda la sangre que
había perdido, cansado, agotado, con hambre y sed, muy dolorido, entristecido.
No representaba un peligro para nadie; por el contrario, despertaba compasión
verlo así tan golpeado y con tanto dolor. Y sin embargo, Pilatos se lava las
manos, como diciendo: “Yo se los entrego, con tal que ustedes no me demanden al
César, porque si ustedes me demandan, voy a perder el puesto de gobernador.
Prefiero seguir siendo gobernador, y no me importa si para eso lo tienen que
matar. Yo me lavo las manos!”.
Al realizar este gesto el
sacerdote, de lavarse las manos, que se afirme nuestro corazón en el amor de
Cristo crucificado, pidiendo la gracia, al mismo tiempo, de morir antes que
negarlo, y que resuene en nuestro corazón un potente grito: “¡Nunca como
Pilatos!”[4].
Y ya que nos hemos
trasladado espiritualmente al momento en el que Pilatos niega a Jesús,
recordemos que la multitud pide que la sangre de Jesús caiga sobre ellos: “¡Que
su sangre caiga sobre nosotros!” (Mt
27, 25), porque también nosotros pedimos lo mismo, pero no en el sentido
blasfemo y sacrílego de la multitud, sino como una súplica ardiente a Dios,
porque no será el agua, sino la
Sangre de Cristo, que será derramada en al altar de la cruz y
recogida en el cáliz del altar, la que limpiará nuestros pecados y los pecados
de los hombres.
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