(Domingo
XXVI – TO – Ciclo C – 2016)
Jesús nos cuenta la siguiente parábola: un hombre –que se
llama Epulón, según otras partes del Evangelio- era muy rico, y comía cosas
ricos todos los días y todo el día, y se vestía con ropa muy cara, de seda y de
lino finísimos. A la puerta de la casa de Epulón, solía ir un mendigo, llamado
Lázaro, que no tenía ni un solo centavo y por eso pasaba mucha hambre; además,
estaba solo, porque no tenía parientes ni amigos, y estaba muy enfermo, con su
cuerpo cubierto de heridas, y como le costaba mucho moverse, estaba tirado en
el suelo casi todo el día, y los únicos que le hacían compañía eran los perros,
que podemos decir que eran los únicos que tenían compasión de él, porque le
lamían las heridas.
Pasó un día que los dos murieron, pero fueron a lugares
distintos: Epulón fue al infierno, un lugar de mucho dolor a causa de las
llamas y además porque el que está ahí sabe que ha perdido a Dios para siempre,
y que nunca jamás podrá ser feliz, porque nunca jamás verá a Dios. Lázaro, en
cambio, fue al cielo, en donde se volvió joven y sano, y además su corazón
saltaba de alegría, porque no solo habían desaparecido todas las cosas malas
que le habían sucedido, sino que ahora estaba con Dios para siempre.
¿Por qué se condenó Epulón en el Infierno? ¿Acaso se condenó
porque era rico? No, Epulón no se condenó por ser rico: se condenó porque,
teniendo casa, dinero, alimento, medicamentos, para ayudar a su hermano Lázaro,
se los quedó todo para él, porque su corazón era un corazón avaro, en el que no
había amor ni a Dios ni al prójimo, y sólo había amor egoísta hacia él mismo. Lo
que lo condenó a Epulón fue no tener amor a Dios y al prójimo y además pensar
en él y sólo en él, sin importarle que Lázaro, su hermano, estaba sufriendo.
¿Y por qué se salvó Lázaro? ¿Lázaro se salvó porque era
pobre? No, Lázaro no se salvó porque era pobre, sino porque amaba a Dios y al
prójimo. ¿Y cómo demostraba ese amor a Dios? Lo demostraba no sólo no
quejándose por todas las cosas malas que le sucedían –estaba enfermo, solo,
cubierto de heridas, pasaba hambre, porque deseaba alimentarse aunque sea de las
migajas que caían de la mesa de Epulón y no podía, y no tenía ni un centavo en
el bolsillo-, y sin embargo, a pesar de todas estas cosas malas, el amor a Dios
en el corazón de Lázaro era tan grande, que no había lugar ni siquiera para el
más pequeñísimo reproche a Dios; aún más, le daba gracias por permitirle sufrir
en su Nombre y le pedía perdón por ser pecador. ¿Y cómo demostraba su amor al
prójimo? Demostraba su amor al prójimo, en este caso, Epulón, comprendiendo sus
debilidades –una obra de misericordia es soportar con paciencia los defectos
del prójimo-, no teniendo para con Epulón ni siquiera el más mínimo enojo, a
pesar de que Epulón se portaba de forma tan mala y egoísta con él, porque
pudiendo ayudarlo, no lo hacía. Es decir, en el corazón de Lázaro había amor a
Dios y al prójimo, que junto con el amor a sí mismo, forman el Primer
Mandamiento, el más importante de todos, que abre las puertas del cielo y esa
fue la razón por la que se salvó.
¿Qué nos enseña la parábola? Que todos somos Epulón, porque
todos tenemos riquezas con las cuales auxiliar a nuestros hermanos, sean
materiales –como dinero, alimentos, medicamentos-, o sean riquezas espirituales
–podemos dar un consejo al que lo necesite, podemos rezar por vivos y muertos,
podemos dar afecto y cariño a los que nos
rodean, y así muchas otras cosas más-; por lo tanto, todos podemos y debemos,
si queremos salvar el alma, ver de qué manera ayudamos a nuestros hermanos más
necesitados. La otra enseñanza de la parábola es que todos debemos ser como
Lázaro, es decir, debemos amar a Dios, dándole gracias y alabándolo en todo
momento, sea en momentos alegres como en momentos difíciles y tristes, sin
quejarnos nunca de sus planes para con nosotros, y para poder hacer esto,
debemos enriquecernos con el Tesoro más grande que tiene la Iglesia, y es el
Sagrado Corazón de Jesús, que late con el Amor de Dios en la Eucaristía.