Hoy en la Iglesia festejamos la llegada de los Reyes Magos al
Pesebre donde había nacido Jesús. Los Reyes Magos se llamaban así porque eran
muy sabios, porque en esa época, a los sabios, se les decía “magos”. La sabiduría
principal que tenían estos magos no era la sabiduría del mundo, esa que hace
ser doctores, abogados, científicos, sino una mucho mejor, la Sabiduría de Dios,
esa que hace conocer a Jesús, el Hijo de Dios, y porque tenían esta Sabiduría,
es que pudieron llegar hasta el Pesebre y adorar al Niño Dios, y dejarle todos
sus regalos.
Para saber bien cómo eran estos magos, hay que saber que se
llamaban así no porque practicaran la magia, que es algo muy feo y malo, que
ofende mucho a Dios. Los Reyes Magos no eran como los magos que aparecen en
algunas películas, como las de Harry Potter: esos magos, son muy malos, porque
hacen una cosa que Dios aborrece y detesta de todo corazón, y es la magia, que
es llamar al Diablo para que haga cosas malas. Esos magos cometen un pecado muy
grave, un pecado mortal, y es tan pero tan grave el pecado de la magia, que Dios
se enoja muy pero muy mucho, y se enoja tanto, que no deja que entren en el
cielo los que hacen magia y hechicería, y esto está en un libro de la Biblia,
el último de todos, que se llama Apocalipsis, y dice así: “Fuera (de la
Jerusalén celestial) los perros, los hechiceros, los inmorales, los asesinos,
los idólatras, y todo el que ama y practica la mentira” (22, 15). Dios se enoja
mucho con este pecado, y por eso dice así: “Fuera del cielo los magos malos,
los que practican la magia, la hechicería, los encantamientos, las brujerías,
porque eso es hablar con el demonio, y los que hacen eso, no tienen lugar en el
cielo”. De esto tenemos que saber que nunca jamás tenemos que ni siquiera
pensar en esas cosas, que tanto ofenden a Dios.
Volviendo a los Reyes Magos, dijimos que se llamaban así
porque eran sabios, pero su sabiduría no era la del mundo, sino la de Dios, y
es así que pudieron llegar hasta el Pesebre. Ellos llegaron guiados por una
estrella, que los llevó primero a Jerusalén, y después hasta Belén, y se paró
justo encima del Pesebre, y ahí los Magos supieron que era el lugar del
Nacimiento.
Se bajaron de sus camellos, y al ver al Niño Dios, el
Evangelio dice que “cayeron de rodillas y lo adoraron”, y eso lo hicieron porque
eran sabios, porque sabían que ese Niño no era un niño más entre tantos, sino
que era el Niño Dios; sabían que era Dios, que se aparecía como Niño, sin dejar
de ser Dios, para que los que tuvieran corazón de niño, fueran al cielo, a la
Casa de su Papá, para siempre.
Además de adorar al Niño Dios, le rindieron homenaje a su
Mamá, la Virgen, porque en su sabiduría, los Magos sabían que la Virgen era la
Madre de Dios, y por eso la saludaron con gran respeto y amor.
Después de adorar al Niño Jesús, los Magos se levantaron y
fueron hasta sus camellos, que estaban cargados de regalos para el Niño, y le
llevaron los regalos más lindos que tenían: oro, incienso y mirra. Oro, porque sabían
que Jesús era el Mesías, que venía a salvar a la humanidad; incienso, porque sabían
que el Niño era Dios Hijo; mirra, porque sabían que Dios Hijo estaba dentro de
ese Niño, o sea, que el Niño era Dios, que se había hecho Niño, sin dejar de ser
Dios.
En la fiesta de los Reyes Magos, lo más importante no es
recibir regalos de ellos, sino imitarlos a los Reyes Magos, porque estos Reyes, porque adoraron al Niño Dios y creyeron en Él como Mesías y Rey, ahora están en el cielo, y sus reliquias están en una iglesia en un lugar que se llama Colonia, en Alemania. Y los tenemos que imitar en dos cosas: en su sabiduría y en los regalos que le hicieron al Niño Dios. En su sabiduría, porque así
como ellos sabían que el Niño del Pesebre era Dios escondido en un Niño, así
nosotros también sabemos, por el Catecismo de Primera Comunión, que ese mismo Niño
Dios está escondido en la Eucaristía, y así como ellos lo adoraron en el
Pesebre, nosotros lo adoramos en el altar. ¿Y cómo hacemos con los regalos? Porque
si tenemos que imitar a los Reyes Magos, entonces, más que recibir regalos de
los Reyes, somos nosotros los que le tenemos que regalar algo al Niño Dios,
como hicieron los reyes, que le regalaron oro, incienso y mirra.
Y si tenemos que hacerle regalos al Niño Dios, ¿quiere decir
que tenemos que salir a comprar oro, incienso y mirra? No, porque son cosas muy
caras, pero lo mismo podemos hacerle regalos al Niño Dios, que está escondido
en la Eucaristía: le podemos regalar el oro de nuestra adoración (le prometemos
al Niño Dios que vamos a ir a visitarlo en su casita, el sagrario, al menos una
vez por semana); el incienso de nuestra oración (le prometemos al Niño Dios que
vamos a mirar menos televisión, a jugar menos a la Play, a estar menos tiempo
en Internet y con el celular, y que vamos a rezar, por lo menos, un misterio
del Rosario por día, y a leer un párrafo del Evangelio, al menos una vez a la
semana), y la mirra de nuestra mortificación (todas las cosas que nos molestan,
en vez de quejarnos, las soportamos con paciencia, y se las dejamos a los pies
del altar). ¡Ah! Me olvidaba. Hay otra cosa más que podemos dejarle al Niño Dios,
escondido en la Eucaristía: nuestro corazón, pobre y pequeñito; se lo dejamos
al pie del altar para que, aunque nosotros estemos jugando, estudiando, o
haciendo cualquier cosa, nuestro corazón esté siempre ante su Presencia,
cantando al Niño Dios y agradeciéndole por su gran Amor.