Oración sobre las ofrendas.
En esta parte de la Misa, llevamos al altar pan y
vino, porque estas son las ofrendas, los dones, que damos a Dios, para que
luego se conviertan en el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Pero además del pan y del vino,
podemos ofrecer a Dios otra cosa: nos podemos ofrecer nosotros mismos, con todo
lo que somos, con todo lo que tenemos, y con todo lo que hacemos.
Para hacer esto, no es
necesario que nos movamos de nuestros lugares: basta que hagamos una oración
con el corazón, diciéndole a Jesús: “Jesús, Vos te ofreciste como Víctima por
mi salvación, y para agradecerte por tu amor, yo también quiero subir a la Cruz con Vos, para ser una
víctima junto con Vos, y en muestra de lo que digo, te ofrezco lo que soy, lo
que tengo y lo que hago, por medio del Corazón Inmaculado de tu Mamá, la Virgen”.
De esta manera, si hacemos
esta oración –en silencio, desde lo más profundo del corazón-, cuando el
sacerdote haga la oración sobre las ofrendas, estaremos también nosotros
presentes, ofreciéndonos como el pan y el vino, a Jesús.
¿Dónde se ve que nos ofrecemos a Dios? Cuando el
sacerdote echa dos gotitas de agua en el vino: en el agua estamos representados
nosotros, todos los hombres, con nuestra humanidad, y con todo lo que somos y
tenemos; en el vino, está representado Jesús, que es Dios. Así como las gotitas
de agua se mezclan con el vino, así nosotros queremos estar bien unidos al
Corazón de Jesús, cuando Él baje en la
Cruz, sobre el altar.
Nuestra ofrenda espiritual de nosotros mismos está
representada en el agua que el sacerdote echa en el altar: el agua somos
nosotros, el vino es Jesús.
Entonces, cuando el sacerdote presenta el pan y el
vino, ahí tenemos nosotros que unirnos espiritualmente a Jesús, para subir con
Él a la Cruz. No
nos ofrecemos para que “nos vaya bien” en nuestros asuntos, sino para ser
víctimas, como Jesús, que es la Víctima
Inocente, el Cordero de Dios, que muere en Cruz para expiar por
los pecados del mundo y por la salvación de todos los hombres.
¿Y qué pasa cuando ya estamos espiritualmente ahí, en
el altar? Todavía no estamos unidos a Jesús, porque el pan y el vino no son
Jesús. Falta que venga el Espíritu Santo, como fuego invisible venido del
cielo: cuando Él viene, en el momento en el que el sacerdote dice las palabras:
“Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, ahí el pan y el vino ya no son más pan
y vino, porque son transformados en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Y así
también a nosotros, si nos unimos a Jesús en el altar, el Espíritu Santo, que
es el fuego del Amor divino, incendiará nuestro corazones, encendiendo en ellos
la Llama de
Amor Vivo, Jesús.
Ofrecemos todo lo que somos y tenemos y todo lo que
hacemos –las tareas del hogar, las tareas de la escuela, las diversiones-,
simbolizado en los granos de trigo, unidos en el pan. Y a todo lo que
ofrecemos, nuestro ser, nuestra vida, nuestro trabajo, le sucederá lo mismo que
al pan y al vino en la consagración: serán quemados por el Fuego del Amor
divino, y así como el pan de las ofrendas, luego de las palabras de la
consagración, ya no será más pan común y corriente, material, sino el Pan de
Vida eterna, el Cuerpo resucitado, espiritualizado y glorificado de Nuestro Señor
Jesucristo, así también nuestro ser y nuestro trabajo, ya no serán más los
mismos, sino que se convertirán en ofrenda agradable a Dios. Por eso, no
podemos ofrecer a Dios un trabajo mal hecho, sino que debemos poner todo
nuestro empeño en hacerlo lo más perfecto posible.
Para esto nos ofrecemos junto con el pan y el vino.
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