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sábado, 26 de mayo de 2012

La Santa Misa para Niños (X) Oración universal y presentación de las ofrendas




Oración universal.

En esta parte de la Misa nos acordamos del Pueblo Elegido –los hebreos-, cuando atravesaba a pie el desierto para llegar a la Tierra Prometida, Jerusalén. En ese entonces, los hebreos iban conducidos por una nube luminosa que los guiaba en el camino, y eran alimentados por el maná, un alimento milagroso venido del cielo.
Ahora nosotros, por Jesús, somos el Nuevo Pueblo Elegido, que peregrina tamibén en un desierto, el desierto de la vida, en dirección a Jerusalén, pero no la de la tierra, sino la Jerusalén Celestial, y como los hebreos, también somos guiados por una nube luminosa, la Virgen María, y somos alimentados con el maná verdadero, el Pan bajado del cielo, el Cuerpo de Jesús en la Eucaristía.
Como somos el Pueblo de Dios, en este momento le rezamos a Dios Uno y Trino para que no nos deje solos en nuestro caminar hacia la Jerusalén del cielo, y le pedimos también por nuestras necesidades, sobre todo las espirituales, las que más necesitamos para llegar al Cielo.
Es importante saber que, por el bautismo, somos sacerdotes, profetas y reyes, porque estamos unidos a Cristo que es Sacerdote, Profeta y Rey, y por lo tanto nuestra oración tiene mucha importancia ante Dios Trinidad, porque es la “oración de los fieles”[1].
¿Y cuando pedimos, qué tenemos que pedir? Nos lo dice la misma Iglesia: “por las necesidades de la Iglesia; por los que gobiernan y por la salvación del mundo; por los que sufren por cualquier dificultad; por la comunidad local, y por alguna intención particular”[2].
Con esta oración que hacemos en este momento, no hace falta hacer ninguna “cosa rara”, como por ejemplo, aplaudir, bailar, o cosas por el estilo, porque con la oración nos unimos fuertemente a Jesús, que por nosotros intercede ante el Padre.
Pero además de pedir, podemos hacer otra cosa, más importante que pedir: ofrecernos como “víctimas”, junto a Jesús, que es “Víctima perfecta” en la Cruz, para la salvación del mundo[3].



Presentación de las ofrendas.

¿Qué es una “ofrenda”?
La ofrenda es un regalo que hacemos a Dios Uno y Trino para expresarle nuestro respeto y nuestro amor, porque Dios es infinitamente bueno para con nosotros. Es algo parecido a cuando queremos agasajar a nuestros papás por alguna ocasión especial, como por ejemplo, en sus cumpleaños: les hacemos un regalo, para demostrarles que los amamos y los respetamos.
Presentamos ofrendas porque tenemos para con Dios un deber de amor y una deuda de gratitud, debido a la enorme cantidad de bienes y de regalos que Él nos hace cada día, todos los días, desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos, y también mientras dormimos. Por ejemplo, son muestras del Amor de Dios el solo hecho de que el sol salga en el horizonte; que la luna ilumine con su luz plateada y de que las estrellas brillen en la noche; que los pájaros canten en los árboles; que la tierra siga girando sobre su eje; que existan paisajes tan hermosos; que podamos saborear las ricas frutas; que podamos alimentarnos con los frutos de la tierra; que existan animales que son útiles para la vida y que además nos hacen compañía…
Solo por estas cosas somos deudores de Dios, de su bondad sin límites.
Pero además de todo esto, que son regalos maravillosos de Dios –los podemos llamar “naturales” o “de la naturaleza”-, hay otros regalos todavía más maravillosos, regalos del cielo, y por eso se llaman “celestiales” o “sobrenaturales”: haber sido adoptados por Dios en el Bautismo, lo cual quiere decir que Dios Padre Todopoderoso ¡es nuestro Padre!; recibir la Palabra de Dios en la Iglesia; recibir el Pan de Vida eterna en cada Santa Misa; recibir el Corazón de Jesús, lleno del Amor de Dios, en cada Eucaristía, y así podríamos seguir días y días contando los bienes de todo tipo que de Dios Trino hemos recibido.
Por todo esto, nuestra deuda de amor y de gratitud para con Dios es infinita e imposible de pagar, y es para saldar esta deuda que presentamos las ofrendas.
Y si presentamos el pan y el vino, ¿quiere decir que con ellos “pagamos” nuestra deuda con Jesús?
No, jamás podríamos saldar la deuda de amor con Dios con simplemente pan y vino. Entonces, ¿para qué presentamos el pan y el vino? Para que sean convertidas en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
¿Cuándo sucede esto? En el momento de la consagración, cuando el sacerdote dice: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, porque ahí es cuando el Espíritu Santo, con su poder de Dios, convierte el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Y esta sí es una ofrenda digna de Dios, y agradable a sus ojos.
Cuando presentamos el pan y el vino, tenemos que saber que estos tienen que ser transformados por el Espíritu Santo para que puedan subir al Cielo.
 Esto sucede en la consagración eucarística, en el altar: el pan y el vino son transformados por el fuego del Espíritu Santo y son convertidos en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Es decir, la ofrenda con la que agradaremos a Dios y le daremos retribución por su bondad, no son el pan y el vino, porque en sí mismos no tienen ningún valor y nunca podríamos pagar la deuda de amor que tenemos con Dios. En cambio, cuando el pan y el vino se convierten, por la transubstanciación, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, con esto sí podemos saldar la deuda de amor con Dios Trino. Y con esta ofrenda santa, agradabilísima a Dios, no solo saldaremos nuestra deuda de amor, sino que quedaremos con saldo a nuestro favor.



[1] Cfr. OGMR, 69.
[2] Cfr. OGMR, 69.
[3] La fórmula utilizada en la OGMR promulgada en 1969 por Pablo VI define a la misa como “acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado”.

viernes, 25 de mayo de 2012

Hora Santa para Niños y Jóvenes




         Entramos en el Oratorio, nos arrodillamos y hacemos silencio. Preparamos nuestros corazones para hablar con Jesús Eucaristía, que está escondido en algo que parece ser un poco de pan, pero no es pan, sino Jesús, el Hijo de Dios, en Persona.
         No lo podemos ver ni oír, pero Él sí nos ve y nos oye. Junto a Él, se encuentran, también invisibles, pero presentes de verdad, su Mamá, la Virgen, y millones y millones de ángeles del cielo que lo adoran de rodillas.
         También nosotros hemos venido a adorar a Jesús Eucaristía, y por eso nos arrodillamos y hacemos silencio ante su Presencia sacramental.

         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

         Meditación: Querido Jesús Eucaristía, venimos ante Ti, para darte el regalo de nuestra humilde adoración. Como niños y jóvenes, te ofrecemos nuestra compañía en este rato de adoración, y nuestros corazones para que descanses en ellos.
         Venimos a pedirte por todos los niños y jóvenes del mundo, para que nunca nos apartemos de Ti, porque solo en Ti obtendremos la paz y la alegría para nosotros y para nuestras familias.
         Te pedimos por nuestros padres, por nuestros hermanos, por nuestros abuelos, por todos nuestros familiares, para que a todos los ilumines y les des la gracia de creer en Ti, única fuente de dicha y de gozo.
         Queremos pedirte también para que todos, pero especialmente los niños y los jóvenes, encuentren en Ti, Jesús Eucaristía, el sentido de sus vidas. Que todos sepan que sólo recibiéndote a Ti en la comunión, podrán cumplir la voluntad de Dios en sus vidas.
         Que todos deseen vivir el primer mandamiento, el más importante de todos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a Ti mismo”.
         Querido Jesús Eucaristía, te pedimos la luz que viene de Tu Sagrado Corazón, para que seamos capaces de entender y de vivir el cuarto mandamiento: “Honrarás padre y madre”. Que podamos honrarlos verdaderamente, siendo para con ellos amables, obedientes, serviciales, y buscando de evitar, a toda costa, cualquier cosa que pueda entristecerlos.
         Danos también tu ayuda para que seamos capaces de vivir la pureza de cuerpo y alma, porque como dice la Biblia, “el cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Desde ya, te consagramos nuestros corazones y nuestros cuerpos, para Tú nos ayudes con tu gracia a conservarlos puros y sin mancha, de modo que esté siempre en nosotros la dulce paloma blanca del Espíritu Santo.
         Ayúdanos, Jesús, a comprender que las obras de misericordia, corporales y espirituales, que la Iglesia nos manda aprender, no son lecciones para saberlas de memoria, sino obras de amor que tenemos que hacer, todos los días, si es que algún día queremos entrar al cielo. Ayúdanos a entender que si no ayudamos a nuestros prójimos, sobre todo los más necesitados, nunca entraremos en el Cielo. Por eso te prometemos, desde ahora, que trataremos de ser lo más buenos posibles, brindando a todos nuestra ayuda.
        
         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
         Oración de despedida: Querido Jesús Eucaristía, debemos ya retirarnos, pero antes, te dejamos nuestros corazones al pie tu Presencia Eucarística, para que no permitas que nunca dejemos de pensar en Ti y en todo lo que sufriste por nuestro amor.
         Y si lo mismo nos distraemos, llámanos con tu dulce voz, para que siempre y en todo momento estemos alabándote, adorándote y dándote gracias. Haz que tu Mamá, la Virgen, que es también nuestra Madre, nos acompañe y nos guíe en nuestro caminar hacia el encuentro contigo, en la eternidad.

viernes, 11 de mayo de 2012

La Santa Misa para Niños (IX) El rezo del Credo




En esta parte de la Misa, rezamos una oración muy especial y muy importante, llamada “Credo” o también “Símbolo de los Apóstoles”, en donde están lo que se llaman: “grandes misterios de la fe”[1], como por ejemplo, que Dios es Uno y Trino, que el Hijo de Dios es tan Dios como Dios Padre, que el Espíritu Santo es tan Dios como el Padre y el Hijo, y que Jesús es verdadero Hombre y verdadero Dios.
Si alguien nos preguntara: “¿En qué tengo que creer, y que oración tengo que rezar, para llegar al Cielo?”, nosotros le tendríamos que decir: “Para ir al Cielo no hace más falta que rezar una sola oración, el Credo, y creer en lo que esa oración dice”. ¡Cómo será la importancia de esta oración, que basta con rezarla y creer en lo que ella dice, para ir al Cielo!
Esto que decimos no lo inventamos nosotros, sino que es la realidad: es lo que le pasó a los jóvenes mártires de Uganda, quienes fueron asesinados en el año 1885 en África[2]. Pronto el rey dictó una severa ley por la que prohibía hacer oración y serían encarcelados y pasados a cuchillo cuantos encontrasen haciendo oración. La persecución se extendió rápidamente por todo el país. Fueron encarcelados y guillotinados muchos cristianos. No se sabe la cantidad porque la ignorancia en escribir fue causa de que la noticia no haya llegado hasta nosotros. La persecución se desató cuando un servidor del palacio, católico, San José Mkasa, le reprochó al rey por su conducta antinatural y por haber matado al misionero protestante James Hannington, junto con todos los miembros de su caravana. Mwanga era adicto a un vicio contra natura y su indignación hacia el cristianismo, ya encendida por la actitud de José Mkasa y los consejos de algunos ambiciosos funcionarios, estalló ante la negativa de ciertos muchachitos cristianos a su servicio, para complacer sus vicios. El propio José Mkasa fue la primera víctima: el 15 de noviembre de 1885, Mwanga se valió de un pretexto cualquiera para ordenar que fuera decapitado. Pero después de la ejecución pública, para asombro del caudillo, los cristianos, lejos de mostrarse atemorizados, continuaron con sus actividades. En mayo del año siguiente, la persecución se desencadenó con toda su furia. Mwanga mandó traer a uno de sus servidores, un chico llamado Mwafa; pero cuando lo tuvo a su lado, se enteró de que el jovencito rechazaba sus proposiciones, en razón de que había sido instruido en la religión por otro de los servidores, San Denis Sebuggawo. El rey, furioso, ordenó que Denis fuera llevado a su presencia, y en cuanto lo tuvo delante, le atravesó el cuello con su espada. Aquella noche, los guardias fueron apostados en torno al palacio real, con instrucciones de no dejar escapar a ninguno de los cristianos. Fueron convocados los brujos y también los verdugos profesionales a prestar sus servicios. Mientras tanto, en un rincón del palacio y dentro del mayor secreto, San Carlos Lwanga, que ocupaba el puesto de José Mkasa como jefe de los servidores, bautizó a cuatro de éstos que eran catecúmenos. Entre ellos se hallaba San Kizito, de trece años, a quien Lwanga había salvado a menudo de caer en los perversos designios del rey. Al otro día por la mañana, el rey hizo formar en fila a todos los servidores, y ordenó que los cristianos diesen dos pasos hacia adelante. Lwanga y Kizito, el mayor y el más pequeño, encabezaron con decisión al grupo de quince muchachos, todos con menos de veinticinco años de edad, que confesaron su fe al desprenderse de la fila. Ahí mismo se unieron a ellos dos jóvenes, anteriormente detenidos, y dos soldados. El rey Mwanga se acercó a ellos y les preguntó si tenían la intención de seguir siendo cristianos. “¡Hasta la muerte!”, respondieron a coro. “¡Que se les dé pronto la muerte!”, dijo el rey despectivamente. El lugar señalado para la ejecución, Namugongo, se encontraba a unos sesenta kilómetros de distancia; hacia allá partió inmediatamente la caravana con las diecinueve víctimas. “El grupo de jóvenes héroes estaba a unos pasos de mí- escribió el padre Lourdel, superior de la misión de los Padres Blancos-; Kizito, el más chiquillo, charlaba y reía… Yo experimenté una angustia tan grande, que hube de apoyarme en la barda para no caer… No me estaba permitido dirigirles una sola palabra, y tuve que contentarme con leer en sus rostros y en los ojos que me miraban, la resignación, la alegría y el valor de sus corazones”. A tres de los jóvenes se les quitó la vida cuando iban por el camino; los restantes fueron encerrados en la estrecha prisión de Namugongo, bajo condiciones infrahumanas, durante siete días, mientras se preparaba la enorme pira. EL l 3 de junio de 1886, día de la Ascensión, fueron sacados de la mazmorra; frente al montón de ramas secas se les despojó de sus vestidos, se les ató de pies y manos y, uno a uno, fueron envueltos en esteras de juncos; los paquetes enrollados con las víctimas dentro, se acomodaron en hileras sobre la pira (a un muchacho, el Santo Mbaga, lo mataron antes con un golpe en la cabeza, por orden de su padre que era el jefe de los verdugos) y le prendieron fuego. En un tono más alto que el del cántico ritual de los verdugos, surgieron las voces juveniles de entre las llamas y el humo para rezar el Credo[3] y repetir, antes de apagarse, el dulce nombre de Jesús[4].
Los jóvenes son santos, porque fueron declarados mártires por el Papa en el año 1920, y se los conoce como “Los jóvenes mártires de Uganda”.
Cuando recemos el Credo en la Santa Misa, no lo hagamos tan distraídos y pensemos cómo a los jóvenes mártires de Uganda les costó la vida el poder rezarlo y les pidamos a ellos tener siempre en el corazón el puro y limpio amor a Cristo y a la santa pureza, y pensemos también en los hermanos Macabeos, que dieron sus vidas por creer en la Resurrección de los muertos y por rechazar el paganismo.
Ante todo, recemos meditando en cada una de sus oraciones, puesto que el contenido del Credo lo vivimos en la liturgia eucarística y además, por profesarlo, es decir, por hacer este acto de fe, conseguimos nada más y nada menos que la vida eterna, tal como le dice la Iglesia al que se bautiza en la fe de Jesucristo: “En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: ‘¿Qué pides a la Iglesia de Dios?’ Y la respuesta es: ‘La fe’. ‘¿Qué te da la fe?’ ‘La vida eterna’.”[5].

Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la tierra.

Tener fe es creer sin ver. No vemos a Dios Padre, pero sí vemos la obra de sus manos: el cielo, la tierra, y todo lo que hay en ellos, y por ellos creo en Dios.
No vemos a los ángeles del cielo, pero sí creo en los ángeles, creo en Dios Padre, y creo en el cielo, en donde Él habita, y adonde quiere llevarnos, al terminar nuestra vida terrenal. ¡Qué hermosa es la Creación, obra del Padre!
Todo cuanto existe, lo ha hecho para nosotros, y no podemos salir del asombro, al comprobar la inmensa sabiduría, poder y amor que hay en la Creación.
Pero si nos asombra la Creación visible, como obra del Amor del Padre, mucho más debe asombrarnos la obra más grandiosa de Dios, la Santa Misa, obra tan grandiosa y majestuosa, que si Dios quisiera hacer algo mejor, no podría hacerlo. Toda la Creación, visible e invisible, con toda su belleza y armonía, es igual a la nada, comparada con la Santa Misa, porque es la obra en la que Dios Padre despliega con todo su esplendor su Sabiduría, su Amor y su Poder. Es tan grande el Amor de Dios por nosotros, los hombres, que no duda en sacrificar a su Hijo en el altar de la cruz, y en renovar ese sacrificio incruentamente, en la cruz del altar, para que el Hijo nos sople el Espíritu Santo (cfr. Jn 20, 22), que nos dona la filiación divina. ¡Cuánto te agradezco, Padre mío del cielo, por tu bondad y por tu gran amor, demostrado en la renovación incruenta del sacrificio de la cruz, la Santa Misa!

 Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen.

Dios es Uno, y en Él hay Tres Personas Divinas, que trabajan juntas para que yo me salve: Dios Padre envía a su Hijo, para que nazca de la Virgen María, y Quien lo trae a este mundo es Dios Espíritu Santo. Cuando nació, Jesús salió de la Virgen, que estaba arrodillada, igual que un rayo de sol cuando pasa por un cristal. ¡Dios Padre manda a Dios Hijo a nacer de la Virgen, para donarnos a Dios Espíritu Santo! Pero el prodigio no termina aquí: así como Jesús nació del seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, por el poder del Espíritu Santo, así también Jesús, por el poder del mismo Espíritu, prolonga su nacimiento en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico, el Nuevo Belén, como Pan de Vida eterna.

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.

Jesús padece a causa de los judíos, que lo acusan injustamente de blasfemo –Jesús se auto-proclama como lo que es desde toda la eternidad, Hijo de Dios y Dios en Persona, Segunda de la Trinidad, y lo condenan a causa de decir la verdad-, pero sufre también por causa de la cobardía de Poncio Pilato quien, a pesar de “no encontrar culpa” (cfr. Lc 23, 4), primero lo manda a azotar y luego, para mantener su cargo de gobierno, libera a quien es verdaderamente culpable, y entrega a Jesús a los judíos, para que éstos lo crucifiquen. En la Santa Misa, misteriosamente, se renuevan todos los episodios de la Pasión, por lo que nos encontramos frente a Jesús, que es condenado a muerte por un juez inicuo.

Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos.

Jesús subió a la cruz para morir por nosotros. En la Santa Misa se yergue, sobre el altar, invisible, Cristo crucificado, como en el Calvario. Pero a diferencia del Calvario, en donde su Sangre, que brota de sus heridas como de un manantial, se desliza por su Cuerpo sacrosanto hacia abajo, hasta empapar la tierra, en la Santa Misa su Sangre preciosísima, que brota de su Corazón traspasado, es recogida en el cáliz del altar, por el sacerdote ministerial, para ser distribuida entre las almas fieles.

Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Jesús murió el Viernes Santo, y en ese día, frío y oscuro, los hombres deicidas y toda la Creación, hacían duelo por la muerte de Dios Hijo en la cruz.
El Sábado, su Madre, la Virgen, lo esperaba en silencio al lado de la tumba. Y el Domingo… ¡Resucitó! Resucitar quiere decir que Jesús estaba muerto, pero volvió a la vida, y ya no va a morir más. En la Santa Misa, misteriosamente, nos unimos al Sepulcro en el Día Domingo, Día de la Resurrección del Señor, porque lo que recibimos en la comunión sacramental no es el cuerpo muerto de Jesús, el Viernes Santo, sino su Cuerpo resucitado en la madrugada del Día Domingo, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y de la alegría divina.

Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados.

El Espíritu Santo, que en la Biblia aparece como una paloma (cfr. Mt 3, 16), es el Amor de Dios, y fue Jesús quien, por su sacrificio en cruz, nos lo donó, junto con la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Luego, en Pentecostés, sopló el Espíritu Santo que se apareció “como lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-4) sobre la Virgen y los Apóstoles reunidos en oración. En la Santa Misa, Jesús también sopla, a través del sacerdocio ministerial, el Espíritu Santo, para que este, como Fuego de Amor divino, convierta las ofrendas de pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús.

Creo en la resurrección de la carne y en la Vida eterna. Amén.

Jesús resucitó de su tumba, salió vivo, glorioso y lleno de la luz divina, y va a venir al final de los tiempos, en el Último Día, para que todos también resucitemos como Él. Pero como con este cuerpo de materia no podemos ir al cielo, Jesús convertirá nuestro cuerpo en un cuerpo glorificado, por medio de la gracia (cfr. Catecismo, 990). En la resurrección, los cuerpos de los que hayan muerto en gracia, resucitarán glorificados, llenos de la gloria y de la vida divina, que es vida eterna. En cada Eucaristía, recibimos esta vida eterna en germen, como un anticipo de lo que será luego de la muerte corporal. Creo en la vida eterna que me es comunicada en cada comunión, por Jesús Eucaristía.


[1] Cfr. OGMR, 67.
[2] Cfr. Rüger, L., El maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 116-117.
[3] Cfr. Rüger, L., El Maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 116-117.
[4] Cfr. Butler, ibidem.
[5] Catecismo de

sábado, 5 de mayo de 2012

La Santa Misa para Niños (VIII) Liturgia de la Palabra


         Ahora comienza una parte de la Misa que se llama “liturgia de la Palabra”. Para aprovecharla, tenemos que estar muy atentos, como cuando alguien está por recibir una noticia muy importante, y muy linda, porque le están por anunciar algo maravilloso.
¿Cómo qué es esta parte de la Misa? Imaginemos que un padre, muy pero muy bueno, que está en un lugar lejano, escribe una carta a sus hijos, que están en un lugar muy peligroso, a punto de morir de hambre y de frío, y rodeados de animales salvajes.
Imaginemos que este padre les escribe para decirles que se alegren, porque Él ya está en camino, y ha venido para salvarlos y para rescatarlos[1],[2].
¿Quién es el que anuncia una noticia? El que anuncia, a través de las lecturas, es nada menos que Dios. Las lecturas que se leen en la Misa no fueron inventadas por seres humanos, sino que fueron dictadas por Dios Espíritu Santo en Persona, y por eso es tan importante escuchar qué es lo que dice.
Las Escrituras entonces son como una “carta” escrita por Dios, como cuando un papá, que está lejos, escribe a sus hijos queridos, anunciándoles una hermosa noticia.
Y aquí viene la otra pregunta: ¿para quién es la “carta” que escribió Dios, dictándola a sus amigos hace mucho tiempo? Para nosotros. Toda la Biblia, y por supuesto todas las Lecturas sagradas que escuchamos en la Misa, es una enorme carta de amor que nos escribe Dios para cada uno de nosotros. Cuando escuchamos las Lecturas de la Misa, tenemos que escucharlas como si hubieran sido escritas para cada uno de nosotros, personalmente.
¿Cuál es la “noticia” que nos comunica Dios en las Lecturas y en la Sagrada Escritura? Es una “buena noticia”, la Buena Noticia de la salvación de Jesucristo. Toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, habla de esta noticia: Jesús ha venido a nuestro mundo para salvarnos, para vencer a los tres grandes enemigos que tenemos los seres humanos: el demonio, el pecado y la muerte.
Pero hay algo más: además de anunciarnos una gran noticia, Dios nos alimenta con su Palabra, porque la Palabra de Dios es algo que tiene vida eterna, vida del cielo, que hace que la persona que la escucha en esta tierra, viva ya con un pedacito de cielo en el corazón.
Y otra cosa más: como sucede a lo largo de toda la Misa, también aquí necesitamos el auxilio de la gracia para no confundir la Palabra de Dios con voces humanas. Antes de escuchar la Palabra de Dios, tenemos que pedir el auxilio del Espíritu Santo para no confundirnos y creer que la Palabra de Dios es invento de los hombres.
        

Silencio.

Antes de las lecturas bíblicas, todos hacemos silencio. ¿Por qué es necesario el silencio? Porque Dios no está en el bullicio, en los gritos, en las voces destempladas, y tampoco se lo puede escuchar en medio de la dispersión exterior. Dice el Santo Padre Benedicto XVI que Dios “habla en el silencio”[3]. No podemos escuchar de cualquier manera, ya que es Dios quien habla, y lo que dice lo dice para cada uno en persona.
¡Dios está por hablarnos! ¿Qué diríamos si nos enteramos que un personaje famoso, como el mejor futbolista del mundo, al que más admiramos, o que el más renombrado actor de películas, o un conocido multimillonario, o el presidente de nuestro país, acaban de comunicar que viene a nuestro encuentro para hablar con nosotros? ¿Acaso estaríamos distraídos, o fingiríamos que no nos importa? ¿No saltaría de gozo nuestro corazón? Y cuando lo tuviéramos enfrente, y nos comenzara a hablar, ¿se nos ocurriría dejarlo hablando solo, para nosotros retirarnos? ¿Se nos ocurriría no prestarle atención para revisar la casilla de correo de nuestro celular? ¡Por supuesto que no! ¡Estaríamos más que atentos a lo que nos dijera, y por supuesto que haríamos silencio, para no perdernos ni una palabra suya! ¡Y además, nuestro corazón saltaría de alegría!
Pues bien, si para escuchar a alguna persona que para nosotros es importante, haríamos silencio, ¡cuánto más debemos hacer silencio para escuchar a Dios, que nos habla a través de las lecturas bíblicas y a través del Evangelio!
En la Escritura, por ejemplo, el profeta Elías, refugiado en una caverna, escucha el huracán, siente el temblor del terremoto y ve el fuego, pero en ninguno de esos está Dios; sí está, en cambio, “en el susurro de la suave brisa” –símbolo del silencio-, y cuando el profeta lo reconoce se cubre el rostro con el manto, porque se considera indigno de ver la majestad de Dios.
Dice así el pasaje: “Le dijo: ‘Sal y ponte en el monte ante Yahveh’. Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz  que le dijo: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’” (1 Re 19, 11-12). Elías reconoce a Dios en la dulzura de la brisa –la humildad, la sencillez, el amor-, y lo puede reconocer porque él mismo está en silencio; Elías sabe que Dios no está en el huracán, en el terremoto, en el fuego –símbolos de la soberbia, la ira, el odio-, y lo puede saber porque su alma vibra con la vibración divina: en él hay silencio, tanto exterior como interior.
De otro modo, no podría ser percibido Dios, así como no puede ser percibido el ligero viento si se está hablando continuamente, de modo disperso, en alta voz. Esta es la razón por la que la asamblea hace silencio antes de las lecturas, para imitar al profeta Elías que quiere escuchar a Dios.
El silencio –interior y exterior- es entonces absolutamente necesario para que podamos escuchar la Palabra de Dios, Jesucristo, quien se hará Presente por medio de las lecturas bíblicas[4]

Lecturas bíblicas.
        
La Sagrada Escritura es una “carta” escrita por Dios y dirigida personalmente para cada ser uno. En la Santa Misa se leen párrafos del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque no solo no hay entre ellos disonancia alguna, sino que ambos están unidos de modo indisoluble, de manera tal que uno es iluminado por el otro, de forma recíproca. Por medio de las lecturas el Pueblo de la Nueva Alianza escucha a su Dios, que se pronuncia con su Palabra, tal como lo hacía Yahvéh con el Pueblo Elegido, y tal como lo hacía Jesucristo con sus contemporáneos. La disposición del alma debe ser, pues, la de aquel que está deseoso de escuchar a su Dios, quien le descubre los tesoros de su amor a través de la Sagrada Escritura: “Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y abren para ellos los tesoros de la Biblia”[5].

Salmo responsorial.

Para la comunidad monástica, la recitación de los salmos implica reafirmar la verdad de que el monje está en el monasterio para buscar a Dios[6].
Esto, que se da entre los monjes, en la recitación del Oficio Divino, también es realidad para la asamblea que, por el salmo responsorial asciende, de grado en grado, a la contemplación de su Dios que en pocos momentos más, se manifestará sobre el altar como Pan de Vida eterna.

Aclamación antes de la lectura del Evangelio.

Antes de escuchar el Evangelio entonamos el “Aleluya” que significa “alegría”, y expresa el estado espiritual y de ánimo –gozo, exaltación, alegría- en el que nos encontramos en este momento de la Misa porque es Jesús en Persona quien habla a través del Evangelio[7]. Para muchos, les parecerá extraño que quienes están en Misa se alegren, porque tienen una idea equivocada de lo que es la Misa y Dios Trino, en quien se origina la Misa. La Misa no es, como muchos lo suponen, algo "aburrido" o "serio", en el que hay que inventar cosas -palabras, gestos, movimientos, canciones, y hasta ¡disfraces!- para que sea menos "aburrida".
La Misa es causa de alegría y de una alegría infinita porque se trata nada menos que de la renovación del sacrificio en Cruz de Jesús, sacrificio por el cual nos redimió y nos abrió las puertas del Cielo. La alegría, por este motivo, es algo propio de la Misa y de quien asiste a ella.
El momento de escuchar el Evangelio es un momento de gran alegría, una alegría mucho más grande que saber que la selección ganó un campeonato mundial, mucho más grande que cualquier alegría mundana y terrena, porque la alegría de escuchar a Jesús que es Dios no es la alegría del mundo; es la alegría que surge del Domingo de Resurrección; es la alegría de saber que Cristo, con su muerte en cruz, ha resucitado, y ha vencido para siempre a los enemigos mortales del hombre, la muerte, el pecado y el demonio.
La alegría del cristiano es la alegría que anuncian los ángeles a los pastores en la fría noche de Belén: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 11-12), no tanto porque esa noche se haga presente, sino más bien porque lo que se hace presente es la realidad sobrenatural de Dios Hijo encarnado, que renueva su encarnación y su nacimiento virginal en el misterio del altar.
Todavía más, el Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, decía que si realmente supiéramos cuánto vale una Santa Misa, nuestra alegría sería tan grande que nuestro corazón no resistiría, y nos moriríamos de tanta dicha y gozo: “Si conociéramos el valor de La Santa Misa nos moriríamos de alegría”.
Verdaderamente, tendríamos que morir de alegría con el solo hecho de saber que Jesús, que está por hablar en el Evangelio, vendrá en pocos minutos más, sobre el altar, con su Cruz, con la cual ha vencido al demonio, nos ha perdonado los pecados, nos ha concedido ser hijos de Dios, y nos ha abierto las puertas del Cielo.
Cuando cantamos el “Aleluya” expresamos la alegría celestial que nos viene al escuchar la Palabra de Dios, porque “Dios es alegría infinita”[8], y escuchar su Palabra, es ya tener de esa misma alegría en el corazón. ¿Qué sucedería si Dios no nos hablara? ¿Qué sucedería si Dios, al ser ofendido por nosotros, no nos perdonara y se quedara mudo y sin hablarnos más? ¡Cuánta tristeza invadiría nuestras almas, al no tener palabras de vida eterna, palabras de esperanza, de luz, de vida y de amor! Pero Dios nos ha perdonado en Jesús, y la prueba es su muerte en Cruz, y nos habla a través de Jesús, a través de su Sangre derramada, y ése es el motivo de nuestra gran alegría.
La alegría de la Misa viene al alma cuando contemplamos y adoramos a Dios Uno y Trino, y así vemos cómo la Misa no es ni “aburrida” ni “seria”, sino alegre, con una alegría celestial, que viene del Corazón mismo de Dios. En la Misa nos alegramos con la misma alegría de los ángeles, porque para ellos, adorar y contemplar a Dios no significa cansancio, aburrimiento, ni nada de lo que en nuestra ignorancia nos imaginamos; por el contrario, significa para estos seres espirituales y puros como una “explosión” de alegría que no finaliza nunca; para ellos, contemplar a Dios Trino significa exaltar de gozo y de felicidad a cada momento, sabiendo que nunca habrá de terminar, porque la alegría de ver a Dios y gozar de su hermosura es para siempre.
Cuando entonemos el Aleluya, nos acordemos de nuestros ángeles custodios, que se alegran ante Dios y, llenos de “santa envidia” por su gozo, pidámosle que nos contagien un poco de él, para que también nosotros exultemos de felicidad por la hermosura de Dios Trinidad.
Pero además de alegrarse por la visión de la hermosura del ser trinitario de Dios, los ángeles se alegran por otra cosa más, y es por los pecadores que se convierten. Así lo dice el Evangelio: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por cien justos que no necesitan conversión” (cfr. Lc 15, 7)[9].
         Esta parte de la Misa, entonces, nos tiene que llevar a hacernos esta pregunta: ¿cómo estará nuestro ángel? Seguro que feliz, porque contempla a Dios Trino, pero, ¿estará feliz por nosotros? ¿O seremos nosotros los que le damos una ocasión de quitarle un poco de su alegría cuando se acerca por nuestro mundo?
         Tenemos la libertad de hacer que nuestro ángel se sienta alegre o triste, si vivimos o no en gracia, y si vivimos en gracia, nuestro ángel nos hará participar de su alegría de ver a Dios Trino por la eternidad, como un anticipo de esa misma alegría que vamos a tener nosotros si vamos al cielo.
         Acudamos a Misa en gracia, para participar plenamente de la felicidad y de la alegría de Dios Trino, la misma felicidad y alegría que experimentan nuestros ángeles custodios.




[1] “(Cristo) Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, 7.
[2] Cfr. OGMR, 55.
[3] Cfr. Ratzinger, J., Audiencia general del miércoles 10 de agosto, L’Osservatore Romano, Año XLIII, número 33, 14 de agosto de 2011, 8.
[4] Cfr. OGMR, ibidem, 56.
[5] Cfr. OGMR, ibidem, 57.
[6] Cfr. Merton, T., Il pane nel deserto, Garzanti Editore, Milán 1962, 18.
[7] Cfr. OGMR, ibidem, 62.
[8] Cfr. Santa Teresa de los Andes, Escritos, 14-05-1919; en Marino Purroy, R., Teresa de los Andes cuenta su vida, Ediciones Carmelo Teresiano, Santiago de Chile 1992, 137.
[9] Cfr. Scheeben, M., J., Las maravillas de la gracia divina, Editorial Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, 347-348.