En esta parte de la Misa, rezamos una oración muy
especial y muy importante, llamada “Credo” o también “Símbolo de los
Apóstoles”, en donde están lo que se llaman: “grandes misterios de
la fe”[1],
como por ejemplo, que Dios es Uno y Trino, que el Hijo de Dios es tan Dios como
Dios Padre, que el Espíritu Santo es tan Dios como el Padre y el Hijo, y que
Jesús es verdadero Hombre y verdadero Dios.
Si alguien nos preguntara:
“¿En qué tengo que creer, y que oración tengo que rezar, para llegar al
Cielo?”, nosotros le tendríamos que decir: “Para ir al Cielo no hace más falta
que rezar una sola oración, el Credo, y creer en lo que esa oración dice”.
¡Cómo será la importancia de esta oración, que basta con rezarla y creer en lo
que ella dice, para ir al Cielo!
Esto que decimos no lo
inventamos nosotros, sino que es la realidad: es lo que le pasó a los jóvenes
mártires de Uganda, quienes fueron asesinados en el año 1885 en África[2].
Pronto el rey dictó una severa ley por la que prohibía hacer oración y serían
encarcelados y pasados a cuchillo cuantos encontrasen haciendo oración. La
persecución se extendió rápidamente por todo el país. Fueron encarcelados y
guillotinados muchos cristianos. No se sabe la cantidad porque la ignorancia en
escribir fue causa de que la noticia no haya llegado hasta nosotros. La
persecución se desató cuando un servidor del palacio, católico, San José Mkasa,
le reprochó al rey por su conducta antinatural y por haber matado al misionero protestante
James Hannington, junto con todos los miembros de su caravana. Mwanga era
adicto a un vicio contra natura y su indignación hacia el cristianismo, ya
encendida por la actitud de José Mkasa y los consejos de algunos ambiciosos
funcionarios, estalló ante la negativa de ciertos muchachitos cristianos a su
servicio, para complacer sus vicios. El propio José Mkasa fue la primera
víctima: el 15 de noviembre de 1885, Mwanga se valió de un pretexto cualquiera
para ordenar que fuera decapitado. Pero después de la ejecución pública, para
asombro del caudillo, los cristianos, lejos de mostrarse atemorizados,
continuaron con sus actividades. En mayo del año siguiente, la persecución se
desencadenó con toda su furia. Mwanga mandó traer a uno de sus servidores, un
chico llamado Mwafa; pero cuando lo tuvo a su lado, se enteró de que el
jovencito rechazaba sus proposiciones, en razón de que había sido instruido en
la religión por otro de los servidores, San Denis Sebuggawo. El rey, furioso,
ordenó que Denis fuera llevado a su presencia, y en cuanto lo tuvo delante, le
atravesó el cuello con su espada. Aquella noche, los guardias fueron apostados
en torno al palacio real, con instrucciones de no dejar escapar a ninguno de
los cristianos. Fueron convocados los brujos y también los verdugos
profesionales a prestar sus servicios. Mientras tanto, en un rincón del palacio
y dentro del mayor secreto, San Carlos Lwanga, que ocupaba el puesto de José
Mkasa como jefe de los servidores, bautizó a cuatro de éstos que eran catecúmenos.
Entre ellos se hallaba San Kizito, de trece años, a quien Lwanga había salvado
a menudo de caer en los perversos designios del rey. Al otro día por la mañana,
el rey hizo formar en fila a todos los servidores, y ordenó que los cristianos
diesen dos pasos hacia adelante. Lwanga y Kizito, el mayor y el más pequeño,
encabezaron con decisión al grupo de quince muchachos, todos con menos de
veinticinco años de edad, que confesaron su fe al desprenderse de la fila. Ahí
mismo se unieron a ellos dos jóvenes, anteriormente detenidos, y dos soldados.
El rey Mwanga se acercó a ellos y les preguntó si tenían la intención de seguir
siendo cristianos. “¡Hasta la muerte!”, respondieron a coro. “¡Que se les dé
pronto la muerte!”, dijo el rey despectivamente. El lugar señalado para la
ejecución, Namugongo, se encontraba a unos
sesenta kilómetros de distancia; hacia allá partió inmediatamente la
caravana con las diecinueve víctimas. “El grupo de jóvenes héroes estaba a unos
pasos de mí- escribió el padre Lourdel, superior de la misión de los Padres
Blancos-; Kizito, el más chiquillo, charlaba y reía… Yo experimenté una
angustia tan grande, que hube de apoyarme en la barda para no caer… No me
estaba permitido dirigirles una sola palabra, y tuve que contentarme con leer en
sus rostros y en los ojos que me miraban, la resignación, la alegría y el valor
de sus corazones”. A tres de los jóvenes se les quitó la vida cuando iban por
el camino; los restantes fueron encerrados en la estrecha prisión de Namugongo,
bajo condiciones infrahumanas, durante siete días, mientras se preparaba la
enorme pira. EL l 3 de junio de 1886, día de la Ascensión, fueron
sacados de la mazmorra; frente al montón de ramas secas se les despojó de sus
vestidos, se les ató de pies y manos y, uno a uno, fueron envueltos en esteras
de juncos; los paquetes enrollados con las víctimas dentro, se acomodaron en
hileras sobre la pira (a un muchacho, el Santo Mbaga, lo mataron antes con un
golpe en la cabeza, por orden de su padre que era el jefe de los verdugos) y le
prendieron fuego. En un tono más alto que el del cántico ritual de los
verdugos, surgieron las voces juveniles de entre las llamas y el humo para
rezar el Credo[3]
y repetir, antes de apagarse, el dulce nombre de Jesús[4].
Los jóvenes son santos,
porque fueron declarados mártires por el Papa en el año 1920, y se los conoce
como “Los jóvenes mártires de Uganda”.
Cuando recemos el Credo en la
Santa Misa, no lo hagamos tan distraídos y
pensemos cómo a los jóvenes mártires de Uganda les costó la vida el poder
rezarlo y les pidamos a ellos tener siempre en el corazón el puro y limpio amor
a Cristo y a la santa pureza, y pensemos también en los hermanos Macabeos, que
dieron sus vidas por creer en la Resurrección de los muertos y por rechazar el
paganismo.
Ante todo, recemos meditando
en cada una de sus oraciones, puesto que el contenido del Credo lo vivimos en
la liturgia eucarística y además, por profesarlo, es decir, por hacer este acto
de fe, conseguimos nada más y nada menos que la vida eterna, tal como le dice la Iglesia al que se bautiza
en la fe de Jesucristo: “En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta
al catecúmeno: ‘¿Qué pides a la
Iglesia de Dios?’ Y la respuesta es: ‘La fe’. ‘¿Qué te da la
fe?’ ‘La vida eterna’.”[5].
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del Cielo y
de la tierra.
Tener fe es creer sin ver.
No vemos a Dios Padre, pero sí vemos la obra de sus manos: el cielo, la tierra,
y todo lo que hay en ellos, y por ellos creo en Dios.
No vemos a los ángeles del
cielo, pero sí creo en los ángeles, creo en Dios Padre, y creo en el cielo, en
donde Él habita, y adonde quiere llevarnos, al terminar nuestra vida terrenal.
¡Qué hermosa es la Creación,
obra del Padre!
Todo cuanto existe, lo ha
hecho para nosotros, y no podemos salir del asombro, al comprobar la inmensa
sabiduría, poder y amor que hay en la Creación.
Pero si nos asombra la Creación visible, como
obra del Amor del Padre, mucho más debe asombrarnos la obra más grandiosa de
Dios, la Santa Misa,
obra tan grandiosa y majestuosa, que si Dios quisiera hacer algo mejor, no
podría hacerlo. Toda la
Creación, visible e invisible, con toda su belleza y armonía,
es igual a la nada, comparada con la Santa Misa, porque es la obra en la que Dios
Padre despliega con todo su esplendor su Sabiduría, su Amor y su Poder. Es tan
grande el Amor de Dios por nosotros, los hombres, que no duda en sacrificar a
su Hijo en el altar de la cruz, y en renovar ese sacrificio incruentamente, en
la cruz del altar, para que el Hijo nos sople el Espíritu Santo (cfr. Jn 20, 22), que nos dona la filiación
divina. ¡Cuánto te agradezco, Padre mío del cielo, por tu bondad y por tu gran
amor, demostrado en la renovación incruenta del sacrificio de la cruz, la
Santa Misa!
Creo en
Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen.
Dios es Uno, y en Él hay
Tres Personas Divinas, que trabajan juntas para que yo me salve: Dios Padre
envía a su Hijo, para que nazca de la Virgen María, y Quien lo trae a este mundo es
Dios Espíritu Santo. Cuando nació, Jesús salió de la Virgen, que estaba
arrodillada, igual que un rayo de sol cuando pasa por un cristal. ¡Dios Padre
manda a Dios Hijo a nacer de la
Virgen, para donarnos a Dios Espíritu Santo! Pero el prodigio
no termina aquí: así como Jesús nació del seno virgen de María en Belén, Casa
de Pan, por el poder del Espíritu Santo, así también Jesús, por el poder del
mismo Espíritu, prolonga su nacimiento en el seno virgen de la Iglesia, el Altar
Eucarístico, el Nuevo Belén, como Pan de Vida eterna.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Jesús padece a causa de los
judíos, que lo acusan injustamente de blasfemo –Jesús se auto-proclama como lo
que es desde toda la eternidad, Hijo de Dios y Dios en Persona, Segunda de la Trinidad, y lo condenan a
causa de decir la verdad-, pero sufre también por causa de la cobardía de
Poncio Pilato quien, a pesar de “no encontrar culpa” (cfr. Lc 23, 4), primero lo manda a azotar y luego, para mantener su
cargo de gobierno, libera a quien es verdaderamente culpable, y entrega a Jesús
a los judíos, para que éstos lo crucifiquen. En la
Santa Misa, misteriosamente, se renuevan
todos los episodios de la
Pasión, por lo que nos encontramos frente a Jesús, que es
condenado a muerte por un juez inicuo.
Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los
infiernos.
Jesús subió a la cruz para
morir por nosotros. En la
Santa Misa se yergue, sobre el altar, invisible, Cristo
crucificado, como en el Calvario. Pero a diferencia del Calvario, en donde su
Sangre, que brota de sus heridas como de un manantial, se desliza por su Cuerpo
sacrosanto hacia abajo, hasta empapar la tierra, en la
Santa Misa su Sangre preciosísima, que
brota de su Corazón traspasado, es recogida en el cáliz del altar, por el
sacerdote ministerial, para ser distribuida entre las almas fieles.
Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a
los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Desde allí
ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Jesús murió el Viernes
Santo, y en ese día, frío y oscuro, los hombres deicidas y toda la Creación, hacían duelo
por la muerte de Dios Hijo en la cruz.
El Sábado, su Madre, la Virgen, lo esperaba en
silencio al lado de la tumba. Y el Domingo… ¡Resucitó! Resucitar quiere decir
que Jesús estaba muerto, pero volvió a la vida, y ya no va a morir más. En la
Santa Misa, misteriosamente, nos unimos al
Sepulcro en el Día Domingo, Día de la Resurrección del Señor, porque lo que recibimos
en la comunión sacramental no es el cuerpo muerto de Jesús, el Viernes Santo,
sino su Cuerpo resucitado en la madrugada del Día Domingo, lleno de la luz, de
la gloria, de la vida y de la alegría divina.
Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia
católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados.
El Espíritu Santo, que en la Biblia aparece como una
paloma (cfr. Mt 3, 16), es el Amor de
Dios, y fue Jesús quien, por su sacrificio en cruz, nos lo donó, junto con la
efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Luego, en Pentecostés, sopló el
Espíritu Santo que se apareció “como lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-4) sobre la Virgen y los Apóstoles
reunidos en oración. En la Santa Misa,
Jesús también sopla, a través del sacerdocio ministerial, el Espíritu Santo,
para que este, como Fuego de Amor divino, convierta las ofrendas de pan y vino
en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús.
Creo en la resurrección de la carne y en la Vida eterna. Amén.
Jesús resucitó de su tumba,
salió vivo, glorioso y lleno de la luz divina, y va a venir al final de los
tiempos, en el Último Día, para que todos también resucitemos como Él. Pero
como con este cuerpo de materia no podemos ir al cielo, Jesús convertirá
nuestro cuerpo en un cuerpo glorificado, por medio de la gracia (cfr. Catecismo, 990). En la resurrección, los
cuerpos de los que hayan muerto en gracia, resucitarán glorificados, llenos de
la gloria y de la vida divina, que es vida eterna. En cada Eucaristía,
recibimos esta vida eterna en germen, como un anticipo de lo que será luego de
la muerte corporal. Creo en la vida eterna que me es comunicada en cada
comunión, por Jesús Eucaristía.
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