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viernes, 11 de mayo de 2012

La Santa Misa para Niños (IX) El rezo del Credo




En esta parte de la Misa, rezamos una oración muy especial y muy importante, llamada “Credo” o también “Símbolo de los Apóstoles”, en donde están lo que se llaman: “grandes misterios de la fe”[1], como por ejemplo, que Dios es Uno y Trino, que el Hijo de Dios es tan Dios como Dios Padre, que el Espíritu Santo es tan Dios como el Padre y el Hijo, y que Jesús es verdadero Hombre y verdadero Dios.
Si alguien nos preguntara: “¿En qué tengo que creer, y que oración tengo que rezar, para llegar al Cielo?”, nosotros le tendríamos que decir: “Para ir al Cielo no hace más falta que rezar una sola oración, el Credo, y creer en lo que esa oración dice”. ¡Cómo será la importancia de esta oración, que basta con rezarla y creer en lo que ella dice, para ir al Cielo!
Esto que decimos no lo inventamos nosotros, sino que es la realidad: es lo que le pasó a los jóvenes mártires de Uganda, quienes fueron asesinados en el año 1885 en África[2]. Pronto el rey dictó una severa ley por la que prohibía hacer oración y serían encarcelados y pasados a cuchillo cuantos encontrasen haciendo oración. La persecución se extendió rápidamente por todo el país. Fueron encarcelados y guillotinados muchos cristianos. No se sabe la cantidad porque la ignorancia en escribir fue causa de que la noticia no haya llegado hasta nosotros. La persecución se desató cuando un servidor del palacio, católico, San José Mkasa, le reprochó al rey por su conducta antinatural y por haber matado al misionero protestante James Hannington, junto con todos los miembros de su caravana. Mwanga era adicto a un vicio contra natura y su indignación hacia el cristianismo, ya encendida por la actitud de José Mkasa y los consejos de algunos ambiciosos funcionarios, estalló ante la negativa de ciertos muchachitos cristianos a su servicio, para complacer sus vicios. El propio José Mkasa fue la primera víctima: el 15 de noviembre de 1885, Mwanga se valió de un pretexto cualquiera para ordenar que fuera decapitado. Pero después de la ejecución pública, para asombro del caudillo, los cristianos, lejos de mostrarse atemorizados, continuaron con sus actividades. En mayo del año siguiente, la persecución se desencadenó con toda su furia. Mwanga mandó traer a uno de sus servidores, un chico llamado Mwafa; pero cuando lo tuvo a su lado, se enteró de que el jovencito rechazaba sus proposiciones, en razón de que había sido instruido en la religión por otro de los servidores, San Denis Sebuggawo. El rey, furioso, ordenó que Denis fuera llevado a su presencia, y en cuanto lo tuvo delante, le atravesó el cuello con su espada. Aquella noche, los guardias fueron apostados en torno al palacio real, con instrucciones de no dejar escapar a ninguno de los cristianos. Fueron convocados los brujos y también los verdugos profesionales a prestar sus servicios. Mientras tanto, en un rincón del palacio y dentro del mayor secreto, San Carlos Lwanga, que ocupaba el puesto de José Mkasa como jefe de los servidores, bautizó a cuatro de éstos que eran catecúmenos. Entre ellos se hallaba San Kizito, de trece años, a quien Lwanga había salvado a menudo de caer en los perversos designios del rey. Al otro día por la mañana, el rey hizo formar en fila a todos los servidores, y ordenó que los cristianos diesen dos pasos hacia adelante. Lwanga y Kizito, el mayor y el más pequeño, encabezaron con decisión al grupo de quince muchachos, todos con menos de veinticinco años de edad, que confesaron su fe al desprenderse de la fila. Ahí mismo se unieron a ellos dos jóvenes, anteriormente detenidos, y dos soldados. El rey Mwanga se acercó a ellos y les preguntó si tenían la intención de seguir siendo cristianos. “¡Hasta la muerte!”, respondieron a coro. “¡Que se les dé pronto la muerte!”, dijo el rey despectivamente. El lugar señalado para la ejecución, Namugongo, se encontraba a unos sesenta kilómetros de distancia; hacia allá partió inmediatamente la caravana con las diecinueve víctimas. “El grupo de jóvenes héroes estaba a unos pasos de mí- escribió el padre Lourdel, superior de la misión de los Padres Blancos-; Kizito, el más chiquillo, charlaba y reía… Yo experimenté una angustia tan grande, que hube de apoyarme en la barda para no caer… No me estaba permitido dirigirles una sola palabra, y tuve que contentarme con leer en sus rostros y en los ojos que me miraban, la resignación, la alegría y el valor de sus corazones”. A tres de los jóvenes se les quitó la vida cuando iban por el camino; los restantes fueron encerrados en la estrecha prisión de Namugongo, bajo condiciones infrahumanas, durante siete días, mientras se preparaba la enorme pira. EL l 3 de junio de 1886, día de la Ascensión, fueron sacados de la mazmorra; frente al montón de ramas secas se les despojó de sus vestidos, se les ató de pies y manos y, uno a uno, fueron envueltos en esteras de juncos; los paquetes enrollados con las víctimas dentro, se acomodaron en hileras sobre la pira (a un muchacho, el Santo Mbaga, lo mataron antes con un golpe en la cabeza, por orden de su padre que era el jefe de los verdugos) y le prendieron fuego. En un tono más alto que el del cántico ritual de los verdugos, surgieron las voces juveniles de entre las llamas y el humo para rezar el Credo[3] y repetir, antes de apagarse, el dulce nombre de Jesús[4].
Los jóvenes son santos, porque fueron declarados mártires por el Papa en el año 1920, y se los conoce como “Los jóvenes mártires de Uganda”.
Cuando recemos el Credo en la Santa Misa, no lo hagamos tan distraídos y pensemos cómo a los jóvenes mártires de Uganda les costó la vida el poder rezarlo y les pidamos a ellos tener siempre en el corazón el puro y limpio amor a Cristo y a la santa pureza, y pensemos también en los hermanos Macabeos, que dieron sus vidas por creer en la Resurrección de los muertos y por rechazar el paganismo.
Ante todo, recemos meditando en cada una de sus oraciones, puesto que el contenido del Credo lo vivimos en la liturgia eucarística y además, por profesarlo, es decir, por hacer este acto de fe, conseguimos nada más y nada menos que la vida eterna, tal como le dice la Iglesia al que se bautiza en la fe de Jesucristo: “En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: ‘¿Qué pides a la Iglesia de Dios?’ Y la respuesta es: ‘La fe’. ‘¿Qué te da la fe?’ ‘La vida eterna’.”[5].

Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la tierra.

Tener fe es creer sin ver. No vemos a Dios Padre, pero sí vemos la obra de sus manos: el cielo, la tierra, y todo lo que hay en ellos, y por ellos creo en Dios.
No vemos a los ángeles del cielo, pero sí creo en los ángeles, creo en Dios Padre, y creo en el cielo, en donde Él habita, y adonde quiere llevarnos, al terminar nuestra vida terrenal. ¡Qué hermosa es la Creación, obra del Padre!
Todo cuanto existe, lo ha hecho para nosotros, y no podemos salir del asombro, al comprobar la inmensa sabiduría, poder y amor que hay en la Creación.
Pero si nos asombra la Creación visible, como obra del Amor del Padre, mucho más debe asombrarnos la obra más grandiosa de Dios, la Santa Misa, obra tan grandiosa y majestuosa, que si Dios quisiera hacer algo mejor, no podría hacerlo. Toda la Creación, visible e invisible, con toda su belleza y armonía, es igual a la nada, comparada con la Santa Misa, porque es la obra en la que Dios Padre despliega con todo su esplendor su Sabiduría, su Amor y su Poder. Es tan grande el Amor de Dios por nosotros, los hombres, que no duda en sacrificar a su Hijo en el altar de la cruz, y en renovar ese sacrificio incruentamente, en la cruz del altar, para que el Hijo nos sople el Espíritu Santo (cfr. Jn 20, 22), que nos dona la filiación divina. ¡Cuánto te agradezco, Padre mío del cielo, por tu bondad y por tu gran amor, demostrado en la renovación incruenta del sacrificio de la cruz, la Santa Misa!

 Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen.

Dios es Uno, y en Él hay Tres Personas Divinas, que trabajan juntas para que yo me salve: Dios Padre envía a su Hijo, para que nazca de la Virgen María, y Quien lo trae a este mundo es Dios Espíritu Santo. Cuando nació, Jesús salió de la Virgen, que estaba arrodillada, igual que un rayo de sol cuando pasa por un cristal. ¡Dios Padre manda a Dios Hijo a nacer de la Virgen, para donarnos a Dios Espíritu Santo! Pero el prodigio no termina aquí: así como Jesús nació del seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, por el poder del Espíritu Santo, así también Jesús, por el poder del mismo Espíritu, prolonga su nacimiento en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico, el Nuevo Belén, como Pan de Vida eterna.

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.

Jesús padece a causa de los judíos, que lo acusan injustamente de blasfemo –Jesús se auto-proclama como lo que es desde toda la eternidad, Hijo de Dios y Dios en Persona, Segunda de la Trinidad, y lo condenan a causa de decir la verdad-, pero sufre también por causa de la cobardía de Poncio Pilato quien, a pesar de “no encontrar culpa” (cfr. Lc 23, 4), primero lo manda a azotar y luego, para mantener su cargo de gobierno, libera a quien es verdaderamente culpable, y entrega a Jesús a los judíos, para que éstos lo crucifiquen. En la Santa Misa, misteriosamente, se renuevan todos los episodios de la Pasión, por lo que nos encontramos frente a Jesús, que es condenado a muerte por un juez inicuo.

Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos.

Jesús subió a la cruz para morir por nosotros. En la Santa Misa se yergue, sobre el altar, invisible, Cristo crucificado, como en el Calvario. Pero a diferencia del Calvario, en donde su Sangre, que brota de sus heridas como de un manantial, se desliza por su Cuerpo sacrosanto hacia abajo, hasta empapar la tierra, en la Santa Misa su Sangre preciosísima, que brota de su Corazón traspasado, es recogida en el cáliz del altar, por el sacerdote ministerial, para ser distribuida entre las almas fieles.

Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Jesús murió el Viernes Santo, y en ese día, frío y oscuro, los hombres deicidas y toda la Creación, hacían duelo por la muerte de Dios Hijo en la cruz.
El Sábado, su Madre, la Virgen, lo esperaba en silencio al lado de la tumba. Y el Domingo… ¡Resucitó! Resucitar quiere decir que Jesús estaba muerto, pero volvió a la vida, y ya no va a morir más. En la Santa Misa, misteriosamente, nos unimos al Sepulcro en el Día Domingo, Día de la Resurrección del Señor, porque lo que recibimos en la comunión sacramental no es el cuerpo muerto de Jesús, el Viernes Santo, sino su Cuerpo resucitado en la madrugada del Día Domingo, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y de la alegría divina.

Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados.

El Espíritu Santo, que en la Biblia aparece como una paloma (cfr. Mt 3, 16), es el Amor de Dios, y fue Jesús quien, por su sacrificio en cruz, nos lo donó, junto con la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Luego, en Pentecostés, sopló el Espíritu Santo que se apareció “como lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-4) sobre la Virgen y los Apóstoles reunidos en oración. En la Santa Misa, Jesús también sopla, a través del sacerdocio ministerial, el Espíritu Santo, para que este, como Fuego de Amor divino, convierta las ofrendas de pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús.

Creo en la resurrección de la carne y en la Vida eterna. Amén.

Jesús resucitó de su tumba, salió vivo, glorioso y lleno de la luz divina, y va a venir al final de los tiempos, en el Último Día, para que todos también resucitemos como Él. Pero como con este cuerpo de materia no podemos ir al cielo, Jesús convertirá nuestro cuerpo en un cuerpo glorificado, por medio de la gracia (cfr. Catecismo, 990). En la resurrección, los cuerpos de los que hayan muerto en gracia, resucitarán glorificados, llenos de la gloria y de la vida divina, que es vida eterna. En cada Eucaristía, recibimos esta vida eterna en germen, como un anticipo de lo que será luego de la muerte corporal. Creo en la vida eterna que me es comunicada en cada comunión, por Jesús Eucaristía.


[1] Cfr. OGMR, 67.
[2] Cfr. Rüger, L., El maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 116-117.
[3] Cfr. Rüger, L., El Maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 116-117.
[4] Cfr. Butler, ibidem.
[5] Catecismo de

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