Oración universal.
En esta parte de la Misa nos acordamos del Pueblo
Elegido –los hebreos-, cuando atravesaba a pie el desierto para llegar a la Tierra Prometida,
Jerusalén. En ese entonces, los hebreos iban conducidos por una nube luminosa
que los guiaba en el camino, y eran alimentados por el maná, un alimento
milagroso venido del cielo.
Ahora nosotros, por Jesús, somos el Nuevo Pueblo Elegido, que peregrina tamibén en un desierto, el desierto de la vida, en dirección a Jerusalén, pero no la de la tierra, sino la Jerusalén Celestial,
y como los hebreos, también somos guiados por una nube luminosa, la Virgen María, y somos
alimentados con el maná verdadero, el Pan bajado del cielo, el Cuerpo de Jesús
en la Eucaristía.
Como somos el Pueblo de
Dios, en este momento le rezamos a Dios Uno y Trino para que no nos deje solos
en nuestro caminar hacia la
Jerusalén del cielo, y le pedimos también por nuestras
necesidades, sobre todo las espirituales, las que más necesitamos para llegar
al Cielo.
Es importante saber que, por
el bautismo, somos sacerdotes, profetas y reyes, porque estamos unidos a Cristo
que es Sacerdote, Profeta y Rey, y por lo tanto nuestra oración tiene mucha
importancia ante Dios Trinidad, porque es la “oración de los fieles”[1].
¿Y cuando pedimos, qué
tenemos que pedir? Nos lo dice la misma Iglesia: “por las necesidades de la Iglesia; por los que
gobiernan y por la salvación del mundo; por los que sufren por cualquier
dificultad; por la comunidad local, y por alguna intención particular”[2].
Con esta oración que hacemos
en este momento, no hace falta hacer ninguna “cosa rara”, como por ejemplo, aplaudir,
bailar, o cosas por el estilo, porque con la oración nos unimos fuertemente a
Jesús, que por nosotros intercede ante el Padre.
Pero además de pedir, podemos
hacer otra cosa, más importante que pedir: ofrecernos como “víctimas”, junto a
Jesús, que es “Víctima perfecta” en la
Cruz, para la salvación del mundo[3].
Presentación de las ofrendas.
¿Qué es una “ofrenda”?
La ofrenda es un regalo que
hacemos a Dios Uno y Trino para expresarle nuestro respeto y nuestro amor, porque
Dios es infinitamente bueno para con nosotros. Es algo parecido a cuando
queremos agasajar a nuestros papás por alguna ocasión especial, como por
ejemplo, en sus cumpleaños: les hacemos un regalo, para demostrarles que los
amamos y los respetamos.
Presentamos ofrendas porque
tenemos para con Dios un deber de amor y una deuda de gratitud, debido a la
enorme cantidad de bienes y de regalos que Él nos hace cada día, todos los
días, desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos, y también mientras
dormimos. Por ejemplo, son muestras del Amor de Dios el solo hecho de que el
sol salga en el horizonte; que la luna ilumine con su luz plateada y de que las
estrellas brillen en la noche; que los pájaros canten en los árboles; que la
tierra siga girando sobre su eje; que existan paisajes tan hermosos; que
podamos saborear las ricas frutas; que podamos alimentarnos con los frutos de
la tierra; que existan animales que son útiles para la vida y que además nos
hacen compañía…
Solo por estas cosas somos
deudores de Dios, de su bondad sin límites.
Pero además de todo esto,
que son regalos maravillosos de Dios –los podemos llamar “naturales” o “de la
naturaleza”-, hay otros regalos todavía más maravillosos, regalos del cielo, y
por eso se llaman “celestiales” o “sobrenaturales”: haber sido adoptados por
Dios en el Bautismo, lo cual quiere decir que Dios Padre Todopoderoso ¡es
nuestro Padre!; recibir la
Palabra de Dios en la Iglesia; recibir el Pan de Vida eterna en cada
Santa Misa; recibir el Corazón de Jesús, lleno del Amor de Dios, en cada
Eucaristía, y así podríamos seguir días y días contando los bienes de todo tipo
que de Dios Trino hemos recibido.
Por todo esto, nuestra deuda
de amor y de gratitud para con Dios es infinita e imposible de pagar, y es para
saldar esta deuda que presentamos las ofrendas.
Y si presentamos el pan y el
vino, ¿quiere decir que con ellos “pagamos” nuestra deuda con Jesús?
No, jamás podríamos saldar
la deuda de amor con Dios con simplemente pan y vino. Entonces, ¿para qué
presentamos el pan y el vino? Para que sean convertidas en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro
Señor Jesucristo.
¿Cuándo sucede esto? En el
momento de la consagración, cuando el sacerdote dice: “Esto es mi Cuerpo, esta
es mi Sangre”, porque ahí es cuando el Espíritu Santo, con su poder de Dios,
convierte el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Y
esta sí es una ofrenda digna de Dios, y agradable a sus ojos.
Cuando presentamos el pan y
el vino, tenemos que saber que estos tienen que ser transformados por el
Espíritu Santo para que puedan subir al Cielo.
Esto sucede en la consagración eucarística, en
el altar: el pan y el vino son transformados por el fuego del Espíritu Santo y
son convertidos en el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Es decir, la ofrenda con la
que agradaremos a Dios y le daremos retribución por su bondad, no son el pan y
el vino, porque en sí mismos no tienen ningún valor y nunca podríamos pagar la
deuda de amor que tenemos con Dios. En cambio, cuando el pan y el vino se
convierten, por la transubstanciación,
en el Cuerpo, la Sangre,
el Alma y la Divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo, con esto sí podemos saldar la deuda de amor con
Dios Trino. Y con esta ofrenda santa, agradabilísima a Dios, no solo saldaremos
nuestra deuda de amor, sino que quedaremos con saldo a nuestro favor.
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