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viernes, 12 de octubre de 2012

La Santa Misa para Niños (XXVII) Rito de la comunión




Rito de la comunión.

El momento más importante de la Santa Misa, es el momento de la comunión, porque es el encuentro personal con Jesús, que bajó del cielo hasta el altar, para quedarse en la Eucaristía y así poder entrar en mi corazón.
Ir a comulgar, no es levantarnos de los asientos, hacer fila, recibir la comunión y luego regresar al asiento. La comunión es como cuando alguien oye que tocan a la puerta de su casa, y al preguntar quién es, escucha la voz del ser que más ama, que le pide que abra la puerta, porque ha venido para quedarse con él para siempre.
En la comunión, ese Ser amado que golpea a las puertas del corazón es el mismo Dios Hijo en Persona, Jesús de Nazareth, tal como Él mismo lo dice en el libro del Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo, si alguien escucha mi voz y me oye, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap ). Comulgar es abrir las puertas del corazón, de par en par, a Jesús que viene a mí en la Eucaristía, y por eso comulgar no puede ser nunca una costumbre, o algo hecho mecánicamente, como si fuéramos robots.
Nos tenemos que preparar para la comunión como quien se prepara para encontrarse con alguien muy importante, y si en la vida humana nos dijeran que el presidente más poderoso del mundo, o el mejor jugador de fútbol del mundo quieren entrevistarse con nosotros, nos prepararíamos con ansias y no veríamos la hora de estar con ellos, tanto más debemos prepararnos para el encuentro con nuestro Dios, Cristo Jesús, que viene a nosotros oculto en algo que parece ser pan, pero ya no es más pan, sino Jesús en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
El misterio de la Eucaristía es demasiado grande, como para que recibamos la comunión sin prepararnos, como quien va a recibir un poco de pan y nada más. Es necesario pensar y prepararse interiormente para recibir a Jesús, que por Amor baja desde el cielo al altar, para quedarse en la Eucaristía, para luego venir a nuestro corazón.
Si bien se parece exteriormente a un acto más entre todos los actos del hombre, como el acto de comer, en realidad encierra algo mucho más grande, maravilloso y misterioso que el simple hecho de comer. Para comer un alimento, usamos la boca, los dientes, la lengua, el aparato digestivo; para comulgar, todo nuestro ser, todo lo que somos, está en juego, porque comer la Eucaristía quiere decir encontrarnos con el Dios Viviente, con el Dios Tres veces Santo, y por eso implica un acto en el que damos a fondo todo nuestro amor: la adoración.
Cuando comemos un poco de pan, ese pan se descompone en sus partes más pequeñas en el estómago y en el aparato digestivo, es absorbido, pasa al torrente sanguíneo, y desde allí se distribuye por los órganos, y es por esto que decimos que el pan nos da vida, en el sentido de que prolonga nuestra vida corporal. En la comunión eucarística, el Pan de Vida eterna que es el Cuerpo y la Sangre de Jesús, no se disgrega, sino que nos une a Él con la fuerza de su Amor, y nos comunica de su Vida, de su Amor, de su fuerza y de su Alegría divinas, de manera tal que somos alimentados no con un pan material, terreno, sino con un Pan celestial, que nos alimenta con la substancia misma de Dios.
Acercarnos a comulgar no es acercarnos a comer un pedacito de pan sagrado: es acercarnos al altar del Dios Vivo, para hacerlo ingresar en nuestro corazón y allí adorarlo, postrados ante Él.
El Papa Benedicto XVI dice: “Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado, para llegar a ser  uno solo con Él”[1].
No hagamos entonces nunca una comunión “mecánica”, “distraída”, “indiferente”, que deja al alma más vacía que antes de recibirla, a causa de nuestra distracción al comulgar. Acerquémonos a comulgar con el corazón contrito y humillado, deseosos de entrar en un diálogo de vida y amor con el Dios de la Eucaristía, Jesús de Nazareth, y lo adoremos en la comunión, en ese sagrario interior que es el corazón.


[1] Cfr. Ratzinger, El espíritu.

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