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viernes, 19 de octubre de 2012

La Santa Misa para Niños XXVIII - El rito de la paz




         Sacerdote: Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.

Todos: Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre, Señor.

Rito de la paz.

En esta parte de la Misa, el sacerdote les dice a los fieles que se den unos a otros el saludo de la paz. Muchos en la Iglesia, con buena intención, creen que es como cuando uno está en una fiesta y se encuentra con sus amigos, y así empiezan a saludarse unos a otros con besos, abrazos, y expresiones de amistad, como cuando uno se encuentra con un amigo.
El saludo de la paz no consiste en esto; en la Misa, el saludo de la paz solo por fuera se parece al saludo que damos a los amigos. En la Misa, el saludo de la paz debe darse sólo a quien se tiene al lado, sin las exclamaciones que se dan cuando uno se encuentra con un amigo, porque el saludo de la paz tiene otro significado que el saludo que damos en la calle: deseamos la paz a nuestro prójimo porque nosotros hemos recibido, desde la Cruz, la paz de Cristo, y con esa misma paz que nos dio Jesús, es con la que saludamos al prójimo.
La paz que damos en la Iglesia es una paz que, naciendo del Corazón de Jesús, que es Dios, y que está en la Cruz, desciende a nuestros corazones, y desde nuestros corazones se difunde a los demás.
Esta paz es tan grande, tan maravillosa, tan hermosa, que alcanza para darla a todos los que nos rodean, incluidos en primer lugar, aquellos que “no nos simpatizan” demasiado, por algún motivo.
¿Cómo puedo saber si la paz de Cristo, la que Él me ofrece desde la Cruz, está en mi corazón? Cuando yo soy capaz de dar esa misma paz –perdonando y pidiendo perdón, según el caso- a todo prójimo, pero sobre todo a los que están más enemistados conmigo. Si no soy capaz de dar la paz de Jesús, porque guardo algún resquemor hacia alguien, eso quiere decir que no he dejado entrar a la paz de Jesús en mi propio corazón, y como no tengo su paz, no puedo darla a nadie. Es por esto que Jesús nos dice: “Mi paz les dejo, mi paz les doy”, porque Él nos da su paz, pero para que sea verdaderamente nuestra, debemos dejarla entrar en el corazón, y dejar que esa paz reine dentro nuestro, y como la paz de Jesús es más grande que cualquier enojo que tengamos, al entrar la paz de Jesús en nosotros, saldrá el enojo, nuestro corazón quedará lleno de su paz, y entonces sí podremos dar la paz de Jesús a los demás.
Es muy importante que en esta parte de la Misa nos acordemos de las palabras de Jesús: “Mi paz os dejo, no como la da el mundo” (cfr. Jn 14, 27-31).
La paz que da Jesús no es como la del mundo, sino que da la paz de Dios, que es su paz, porque Él es Dios. Y si es la paz de Dios, ¿cómo es esta paz? Es la paz del corazón, una paz profunda, como cuando alguien está en la cima de una montaña, en donde no hay ruido de tránsito, ni bocinazos, ni gritos, ni se escucha la televisión a todo volumen, ni hay música que aturde. En la cima de la montaña todo es silencio, y se puede ver la armonía y la hermosura de la Creación, se puede admirar la fantasía creadora de Dios, y su grandísima inteligencia y su enorme bondad, que todo lo ha creado para que el hombre lo disfrute; en la cima de la montaña no se escucha todo el barullo del mundo; sólo hay silencio y sólo se escucha el murmullo suave del viento, y en ese silencio se puede escuchar la voz de Dios, que habla en el silencio, y que no está en el fuego, en el estrépito o en el terremoto, sino en el delicado soplo de la brisa. Como esto es la paz que nos da Jesús en el corazón, y es esa misma paz la que debemos dar a nuestro prójimo.

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