(Domingo XXIII – TO – Ciclo B – 2015)
En
este Evangelio, Jesús cura a un sordomudo, una persona que no podía ni escuchar
ni hablar. Toca sus oídos con sus dedos, y con su saliva, toca su lengua, e
inmediatamente, el sordomudo recupera el oído y el habla.
Jesús
lo puede hacer porque es Dios Hijo: su poder divino pasa desde Él, por su
cuerpo, así como la corriente pasa por un cable, y se produce la curación
milagrosa. Una vez curado, el sordomudo se pone a dar gracias a Jesús y a
glorificar a Dios, de tan contento que estaba.
Ahora,
si nos fijamos bien, nosotros hemos recibido, el día de nuestro bautismo, un
milagro mucho más grande que el que recibió el sordomudo, porque Jesús, con el
bautismo, nos curó de la sordomudez del alma. ¿Cómo sucedió eso? Cuando el sacerdote
hizo la señal de la cruz en nuestros oídos y en nuestros labios, pidiendo que
se abran al Evangelio. Ahí quedó curada nuestra alma, que por el pecado
original, era sorda y muda a la Palabra de Dios.
Pero
también recibimos algo más del Amor de Jesús: el sacerdote hizo la señal de la
cruz en nuestra cabeza, para que nuestra mente se abriera a la Sabiduría de
Dios, e hizo la señal de la cruz en nuestro pecho, a la altura del corazón,
para que se abriera al Amor de Dios.
Por
todo esto, tenemos que escuchar bien atentos, con los oídos del alma, que Jesús
nos abrió en el bautismo, a la Palabra de Dios, que nos habla, principalmente,
en los Mandamientos. Para los niños y jóvenes, en dos mandamientos
principalmente: el primero, que dice: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas
y al prójimo como a ti mismo”, y el cuarto, que dice: “Honrarás padre y madre”.
Escuchemos la Palabra de Dios y la pongamos en práctica, y para ponerla en
práctica, lo único que tenemos que hacer es amar: a Dios, en primer lugar, a
nuestros padres y madres, a nuestros hermanos, a nuestros prójimos, y a
nosotros mismos.
Así,
vamos a ser como el sordomudo del Evangelio, que después de curado, glorificaba
a Dios y lo amaba con todo el corazón.
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