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viernes, 26 de octubre de 2012

La Santa Misa para Niños XXIX - La fracción del Pan



Fracción del Pan.

En esta parte de la Misa, dice así el Misal Romano (el libro rojo que el Padre lee en el altar): “El celebrante toma el pan consagrado y lo parte sobre la patena”. El sacerdote parte la Hostia consagrada por la mitad, corta un pequeño pedacito, y lo echa en el cáliz. ¿Por qué hace esto el sacerdote?
Para saberlo, tenemos que acordarnos de tres cosas: del Jueves Santo, cuando Jesús estaba en la Última Cena, del Viernes Santo, cuando Jesús murió en la Cruz, y de esa vez que Jesús, después de resucitar, se encontró con los discípulos de Emaús.
En la Última Cena Jesús también tomó el pan, dio gracias a su Papá del cielo, lo partió y se lo dio a sus amigos, y les dijo: “Tomen y coman todos de Él, porque esto es mi Cuerpo que será entregado por ustedes”.
Lo que Jesús nos quiere decir es que por este Pan, que es la Eucaristía, todos somos hermanos, no de sangre, sino por el Espíritu Santo, porque todos comemos del mismo Pan, y como en este Pan está el Espíritu Santo, todos recibimos el Espíritu Santo.
Pero también es una profecía –Jesús, como era Dios, sabía todo lo que iba a pasar en el futuro- sobre su propia muerte en la cruz: así como el Pan es “roto” o “partido” sobre la patena, así su Cuerpo será –como el pan- “roto” y “partido” en la cruz.
También, como Jesús era judío, hace esto porque ésa era la costumbre entre los judíos: el jefe de la familia, el padre, tomaba el pan en la Pascua, lo partía y lo distribuía entre la familia, y esa costumbre la toma Jesús, y pasa a la Iglesia. Por eso es que sólo los sacerdotes pueden distribuir la Hostia consagrada, y por eso es que los fieles no pueden, por sí mismos, tomar la Hostia o el cáliz por sí mismo.
Al partir el pan, Jesús nos está diciendo que nos entrega su Cuerpo, que ha sido “roto” en la Cruz, por todos los azotes, los golpes, los clavos, y nos recuerda que su muerte por nosotros no fue sin dolor, por el contrario, fue muy dolorosa, y esto nos tiene que servir para decidirnos a evitar el mal y vivir la vida de la gracia, puesto que todo pecado, por pequeño que sea, es como continuar dándole golpes a Jesús.
Otra parte del Evangelio que nos tenemos que acordar aquí es cuando Jesús parte el pan a los discípulos de Emaús: en ese momento, ellos abren los ojos del alma y reconocen a Jesús, además de sentir arder sus corazones en el amor de Dios. Esto les sucede porque al partir el pan, Jesús les comunica su Espíritu Santo, que les ilumina la mente para reconocerlo, y les llena el corazón de Amor, para que lo amen.
Después de partir el pan, el sacerdote corta un pedacito de la Hostia y la pone dentro del caliz.

El celebrante parte la Sagrada Hostia y deposita una pequeña parte en el cáliz, (…) 

Esto que hace el sacerdote se nombra con una palabra un poco difícil, que es “inmixtión”, y quiere decir “mezcla”. Es para que sepamos lo siguiente: el sacerdote consagra primero el pan y después el vino, y los consagra por separado porque en la Cruz, el Cuerpo se separa de la Sangre, porque es un sacrificio, y eso nos hace ver que en la Misa pasa lo mismo que en el Calvario: Jesús muere en la Cruz, al separarse la sangre del cuerpo; pero lo otro que tenemos que saber es que, al mezclarlos después, al unir el Pan y el Vino consagrados, con eso se quiere decir que Jesús resucitó, que su Cuerpo y su Sangre ya no están más separados, como en el sacrificio de la Cruz, sino que están juntos, como en el Domingo de Resurrección.
Con esto vemos cómo por la Misa no comulgamos el Cuerpo muerto de Jesús, sino su Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la luz, del Amor, de la gloria y de la paz de Dios.
(…) mientras dice esta oración secreta: “El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna.
Con esta oración secreta, el sacerdote cree en la Eucaristía con la Fe de la Iglesia: no es un pan bendecido, sino Cristo, Dios eterno en Persona, que da la vida eterna a quien lo recibe en la comunión sacramental con fe y con amor.

 

viernes, 19 de octubre de 2012

La Santa Misa para Niños XXVIII - El rito de la paz




         Sacerdote: Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.

Todos: Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre, Señor.

Rito de la paz.

En esta parte de la Misa, el sacerdote les dice a los fieles que se den unos a otros el saludo de la paz. Muchos en la Iglesia, con buena intención, creen que es como cuando uno está en una fiesta y se encuentra con sus amigos, y así empiezan a saludarse unos a otros con besos, abrazos, y expresiones de amistad, como cuando uno se encuentra con un amigo.
El saludo de la paz no consiste en esto; en la Misa, el saludo de la paz solo por fuera se parece al saludo que damos a los amigos. En la Misa, el saludo de la paz debe darse sólo a quien se tiene al lado, sin las exclamaciones que se dan cuando uno se encuentra con un amigo, porque el saludo de la paz tiene otro significado que el saludo que damos en la calle: deseamos la paz a nuestro prójimo porque nosotros hemos recibido, desde la Cruz, la paz de Cristo, y con esa misma paz que nos dio Jesús, es con la que saludamos al prójimo.
La paz que damos en la Iglesia es una paz que, naciendo del Corazón de Jesús, que es Dios, y que está en la Cruz, desciende a nuestros corazones, y desde nuestros corazones se difunde a los demás.
Esta paz es tan grande, tan maravillosa, tan hermosa, que alcanza para darla a todos los que nos rodean, incluidos en primer lugar, aquellos que “no nos simpatizan” demasiado, por algún motivo.
¿Cómo puedo saber si la paz de Cristo, la que Él me ofrece desde la Cruz, está en mi corazón? Cuando yo soy capaz de dar esa misma paz –perdonando y pidiendo perdón, según el caso- a todo prójimo, pero sobre todo a los que están más enemistados conmigo. Si no soy capaz de dar la paz de Jesús, porque guardo algún resquemor hacia alguien, eso quiere decir que no he dejado entrar a la paz de Jesús en mi propio corazón, y como no tengo su paz, no puedo darla a nadie. Es por esto que Jesús nos dice: “Mi paz les dejo, mi paz les doy”, porque Él nos da su paz, pero para que sea verdaderamente nuestra, debemos dejarla entrar en el corazón, y dejar que esa paz reine dentro nuestro, y como la paz de Jesús es más grande que cualquier enojo que tengamos, al entrar la paz de Jesús en nosotros, saldrá el enojo, nuestro corazón quedará lleno de su paz, y entonces sí podremos dar la paz de Jesús a los demás.
Es muy importante que en esta parte de la Misa nos acordemos de las palabras de Jesús: “Mi paz os dejo, no como la da el mundo” (cfr. Jn 14, 27-31).
La paz que da Jesús no es como la del mundo, sino que da la paz de Dios, que es su paz, porque Él es Dios. Y si es la paz de Dios, ¿cómo es esta paz? Es la paz del corazón, una paz profunda, como cuando alguien está en la cima de una montaña, en donde no hay ruido de tránsito, ni bocinazos, ni gritos, ni se escucha la televisión a todo volumen, ni hay música que aturde. En la cima de la montaña todo es silencio, y se puede ver la armonía y la hermosura de la Creación, se puede admirar la fantasía creadora de Dios, y su grandísima inteligencia y su enorme bondad, que todo lo ha creado para que el hombre lo disfrute; en la cima de la montaña no se escucha todo el barullo del mundo; sólo hay silencio y sólo se escucha el murmullo suave del viento, y en ese silencio se puede escuchar la voz de Dios, que habla en el silencio, y que no está en el fuego, en el estrépito o en el terremoto, sino en el delicado soplo de la brisa. Como esto es la paz que nos da Jesús en el corazón, y es esa misma paz la que debemos dar a nuestro prójimo.

viernes, 12 de octubre de 2012

La Santa Misa para Niños (XXVII) Rito de la comunión




Rito de la comunión.

El momento más importante de la Santa Misa, es el momento de la comunión, porque es el encuentro personal con Jesús, que bajó del cielo hasta el altar, para quedarse en la Eucaristía y así poder entrar en mi corazón.
Ir a comulgar, no es levantarnos de los asientos, hacer fila, recibir la comunión y luego regresar al asiento. La comunión es como cuando alguien oye que tocan a la puerta de su casa, y al preguntar quién es, escucha la voz del ser que más ama, que le pide que abra la puerta, porque ha venido para quedarse con él para siempre.
En la comunión, ese Ser amado que golpea a las puertas del corazón es el mismo Dios Hijo en Persona, Jesús de Nazareth, tal como Él mismo lo dice en el libro del Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo, si alguien escucha mi voz y me oye, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap ). Comulgar es abrir las puertas del corazón, de par en par, a Jesús que viene a mí en la Eucaristía, y por eso comulgar no puede ser nunca una costumbre, o algo hecho mecánicamente, como si fuéramos robots.
Nos tenemos que preparar para la comunión como quien se prepara para encontrarse con alguien muy importante, y si en la vida humana nos dijeran que el presidente más poderoso del mundo, o el mejor jugador de fútbol del mundo quieren entrevistarse con nosotros, nos prepararíamos con ansias y no veríamos la hora de estar con ellos, tanto más debemos prepararnos para el encuentro con nuestro Dios, Cristo Jesús, que viene a nosotros oculto en algo que parece ser pan, pero ya no es más pan, sino Jesús en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
El misterio de la Eucaristía es demasiado grande, como para que recibamos la comunión sin prepararnos, como quien va a recibir un poco de pan y nada más. Es necesario pensar y prepararse interiormente para recibir a Jesús, que por Amor baja desde el cielo al altar, para quedarse en la Eucaristía, para luego venir a nuestro corazón.
Si bien se parece exteriormente a un acto más entre todos los actos del hombre, como el acto de comer, en realidad encierra algo mucho más grande, maravilloso y misterioso que el simple hecho de comer. Para comer un alimento, usamos la boca, los dientes, la lengua, el aparato digestivo; para comulgar, todo nuestro ser, todo lo que somos, está en juego, porque comer la Eucaristía quiere decir encontrarnos con el Dios Viviente, con el Dios Tres veces Santo, y por eso implica un acto en el que damos a fondo todo nuestro amor: la adoración.
Cuando comemos un poco de pan, ese pan se descompone en sus partes más pequeñas en el estómago y en el aparato digestivo, es absorbido, pasa al torrente sanguíneo, y desde allí se distribuye por los órganos, y es por esto que decimos que el pan nos da vida, en el sentido de que prolonga nuestra vida corporal. En la comunión eucarística, el Pan de Vida eterna que es el Cuerpo y la Sangre de Jesús, no se disgrega, sino que nos une a Él con la fuerza de su Amor, y nos comunica de su Vida, de su Amor, de su fuerza y de su Alegría divinas, de manera tal que somos alimentados no con un pan material, terreno, sino con un Pan celestial, que nos alimenta con la substancia misma de Dios.
Acercarnos a comulgar no es acercarnos a comer un pedacito de pan sagrado: es acercarnos al altar del Dios Vivo, para hacerlo ingresar en nuestro corazón y allí adorarlo, postrados ante Él.
El Papa Benedicto XVI dice: “Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado, para llegar a ser  uno solo con Él”[1].
No hagamos entonces nunca una comunión “mecánica”, “distraída”, “indiferente”, que deja al alma más vacía que antes de recibirla, a causa de nuestra distracción al comulgar. Acerquémonos a comulgar con el corazón contrito y humillado, deseosos de entrar en un diálogo de vida y amor con el Dios de la Eucaristía, Jesús de Nazareth, y lo adoremos en la comunión, en ese sagrario interior que es el corazón.


[1] Cfr. Ratzinger, El espíritu.