La Segunda Aparición de la Virgen
ocurrió el 13 de junio de 1917, y al igual que había sucedido en la Primera, los
pastorcitos notaron nuevamente un resplandor, al que llamaban relámpago, pero
que no era propiamente tal, sino el reflejo de una luz que se aproximaba. Como la
Virgen les había anticipado que se les aparecería en ese día y en ese lugar,
había un grupo de personas, alrededor de cincuenta, que se encontraban con los
niños. Los espectadores notaron que mientras los pastorcitos dialogaban con la
Virgen, la luz del sol se obscureció. Otros dijeron que la copa de la encina,
cubierta de brotes, pareció curvarse como bajo un peso, un poco antes de que
Lucía hablara. Durante el diálogo de Nuestra Señora con los videntes, algunos
oyeron un susurro como si fuese el zumbido de una abeja.
El diálogo entre la Virgen y Lucía fue
así:
-Lucía: “¿Vuestra Merced qué quiere de
mí?”
NUESTRA SEÑORA: “Quiero que vengáis aquí
el día 13 del mes que viene, que recéis el rosario todos los días y que
aprendáis a leer. Después diré lo que quiero”.
Lucía pidió la curación de una persona
enferma.
NUESTRA SEÑORA: “Si se convierte, se
curará durante el año”.
Lucía: “Quería pedirle que nos llevara
al cielo”.
NUESTRA SEÑORA: “Sí, a Jacinta y a
Francisco los llevaré en breve. Pero tú te quedarás aquí algún tiempo más.
Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. Él quiere establecer
en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrace le prometo
la salvación; y serán amadas de Dios estas almas como flores puestas por mí
para adornar su trono”.
Lucía: “¿Y me quedo aquí sola?”
NUESTRA SEÑORA: “No, hija. ¿Y tú sufres
mucho? No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Corazón Inmaculado será tu
refugio y el camino que te conducirá hasta Dios”. Al decir estas últimas
palabras -cuenta la Hna. Lucía- abrió las manos y nos comunicó, por segunda
vez, el reflejo de aquella luz tan intensa. En ella nos veíamos como sumergidos
en Dios. Francisco y Jacinta parecían estar en la parte que se elevaba hacia el
cielo y yo en la que se esparcía por la tierra. Delante de la mano derecha de
Nuestra Señora había un corazón rodeado de espinas que parecía se le clavaban
por todas partes. Comprendimos que era el Inmaculado Corazón de María,
ultrajado por los pecados de los hombres y que pedía reparación.
Cuando se desvaneció esta visión, la
Señora, envuelta todavía en la luz que de Ella irradiaba, se elevó del arbusto
sin esfuerzo, suavemente, en dirección al este, hasta desaparecer del todo.
Algunas personas más próximas notaron que los brotes de la copa de la encina
estaban inclinados en la misma dirección, como si los vestidos de Nuestra
Señora los hubiesen arrastrado. Sólo algunas horas más tarde volvieron a su
posición natural”[1].
Enseñanzas espirituales de la Segunda Aparición de la Virgen
-Al mismo tiempo
que se aparece la Virgen, precedida por un resplandor, la luz del sol se
oscurece. La Virgen aparece envuelta en una luz más brillante que el sol,
porque es la “Mujer revestida de Sol”, de la que habla el Apocalipsis; Ella,
por ser la Purísima Inmaculada, es la Llena de gracia y en Ella inhabita la
Santísima Trinidad, y como Dios es luz, una luz más brillante que miles de
millones de soles juntos, comparada con esta luz, la luz del astro sol es como
una sombra. La Virgen, que es Inmaculada, es decir, no tiene la más pequeñísima
sombra de pecado o de malicia, transparenta en sí misma la luz de Dios, a Dios,
que es luz, y por eso cuando Ella se aparece, la luz del astro sol palidece. Esto
es lo que significa que los testigos hayan declarado que “la luz del sol se
había obscurecido”. Otro detalle que declararon los testigos fue que los brotes
de la copa de la encina, donde se posó la Virgen, parecían doblados bajo un
peso, y que cuando la Virgen se retiró, esos brotes se movieron como si
hubieran sido arrastrados por el vestido de la Virgen. Esto es para indicar la
realidad del cuerpo humano glorificado en la otra vida: sigue siendo el mismo
cuerpo humano que poseemos aquí, pero glorificado –para los que van al cielo-.
Que hayan escuchado como el zumbido de una abeja, significa que los diálogos
del cielo los escuchan y entienden sólo aquellos que el cielo quiere que
escuchen y entiendan.
-Lucía,
respetuosamente, le pregunta a la Virgen qué es lo que desea la Virgen que haga
ella, y eso es lo que todos debemos preguntarle a la Virgen -aunque no se nos
aparezca visiblemente- todos los días de nuestra vida, al levantarnos, durante
el día, al acostarnos: “Virgen María, Madre mía, ¿qué es lo que quieres que haga?
¿Qué quieres de mí?”. No hay nada más gozoso que obedecer a las órdenes de la
Virgen, porque son las órdenes del mismo Dios en Persona, que es Amor y solo
Amor.
-La Virgen le
responde que quiere que regrese el mes siguiente, al mismo día, y que “recen el
Rosario todos los días”. A nosotros nos pide que regresemos a su presencia, es
decir, que la tengamos presente, no recién el mes que viene, sino todos los
días, y esto por medio del rezo del Santo Rosario. Rezar el Rosario es ponernos
en presencia de la Virgen, que escucha cada Avemaría que pronunciamos, recibiendo
a cada Avemaría recitado con amor en su Corazón Inmaculado como lo que es, una
rosa espiritual. A la Virgen, como a toda madre, le gustan las flores y
especialmente las rosas; rezar el Rosario es entregarle rosas espirituales, una
por cada Avemaría. La Virgen quiere que le regalemos un rosal de rosas espirituales
cada día, y para eso nos pide que recemos el Rosario.
-Lucía le pide la
curación de una “persona enferma”, y la Virgen le dice que “si se convierte”,
se curará en ese año. Aunque no siempre es así, en este caso, la curación del
cuerpo enfermo depende de la conversión del alma. Convertirse es volver el
rostro del alma a Dios, que es Sol de justicia, que con sus rayos ilumina y con
su luz da de su Vida, de su Amor, de su paz y de su alegría. Pero Dios no puede
iluminar y comunicarse a quien no lo quiere, por eso es necesaria la
conversión, es decir, el volver el rostro del alma a Dios. La conversión es
como el movimiento que hace el girasol, que de noche está cerrado y de espaldas
al sol, inclinado hacia la tierra, pero cuando amanece y sale el sol, el
girasol abre su corola, se vuelve hacia el sol y lo sigue en su recorrido por
el firmamento; de igual manera, un alma no convertida, vive en la obscuridad
del pecado, y su rostro está inclinado a las cosas bajas, a las cosas de la
tierra; la conversión es cuando la Virgen intercede para que la luz de la
gracia amanezca en su corazón y así se vuelva capaz de elevarse por encima de
las cosas de la tierra, abriendo los ojos del alma a Jesús, Sol de justicia, y
contemplándolo con Amor e imitando su vida. Esto es lo que la Virgen pide, la
conversión del alma, para que después se cure el cuerpo, porque de nada sirve
un cuerpo sano si el alma está enferma, con el cáncer incurable del pecado
mortal.
-Lucía le pide que
“los lleve al cielo”.
-La Virgen le dice
que sí, pero primero los llevará a Jacinta y a Francisco, y a Lucía la dejará
un tiempo más, para que la haga conocer y amar y para que dé a conocer la mundo la devoción a su
Inmaculado Corazón. Al que sea devoto de su Inmaculado Corazón, Ella le promete
la salvación, y le dice que esas almas serán amadas de Dios como flores puestas
por Ella para adornar su trono. El motivo es que el Corazón de la Virgen es como
un Jardín hermosísimo, siempre florecido; son las virtudes de Ella y de Jesús,
que despiden perfumes y fragancias exquisitos, desconocidos para el hombre. El que
se consagra a la Virgen y se esfuerza por imitar sus virtudes y por vivir en
gracia, no solo nunca es alcanzado por la pestilencia del pecado, sino que
convierte su corazón en una imitación del corazón de la Virgen. Un corazón en
pecado es como un desierto árido, lleno de alimañas, de víboras venenosas, de
alimañas, escorpiones, arañas, roedores; un corazón que no ama a la Virgen es
como un bosque oscuro, frío, tenebroso, habitado por extrañas y horribles
creaturas monstruosas. En un corazón así, no entra la luz de la gracia, y es
ocupado por los siniestros ángeles caídos. Por el contrario, el que se consagra
a la Virgen, adorna su corazón con la luz y la gracia de Dios, y hacen de él un
lugar tan agradable, que hasta el mismo Dios quiere venir a habitar en él.
-La Virgen le dice
que su Corazón Inmaculado será dos cosas: “refugio” y “camino que conduce a
Dios”. “Refugio”, porque el mundo está bajo el maligno, como dice San Juan, y
por eso hay tanta violencia, tanto engaño, tanta mentira. El mal asola el
mundo, y los demonios acechan para hacer caer en sus perversas trampas, a cada
momento. El mundo bajo el maligno es como un tornado gigantesco que devasta y
destruye todo a su paso; el único refugio seguro es el Corazón Inmaculado de
María. Es también el único “camino que conduce a Dios”, porque la Virgen enseña
a negarnos a nosotros mismos, en nuestros enojos, impaciencias, perezas, y en
todas las cosas malas; la Virgen nos enseña a cargar la Cruz de todos los días,
siembra en nuestro corazón el deseo de seguir a Jesús, y nos guía para que
vayamos detrás de su Hijo, por el camino del Calvario, que es el único camino
que nos conduce a Dios. El mundo, por el contrario, nos muestra un camino
fácil, en donde sólo hay que satisfacer nuestros caprichos y ser egoístas, no
hace falta cargar la Cruz, y hay que caminar por un camino en bajada, que
conduce lejos de Dios, fácil de andar, pero que termina en un abismo oscuro, en
donde habita el ángel de la oscuridad. Por eso, el único camino que conduce a
Dios, es el Inmaculado Corazón de María.
-La Virgen les
muestra la luz de Dios, que los sumerge en Dios, y como Francisco y Jacinta
iban a partir pronto hacia el cielo, están más arriba, mientras que Lucía, que
permanecería más tiempo, se encuentra más abajo. En la mano de la Virgen está
su Corazón Inmaculado, rodeado de espinas “que se clavaban por todas partes”:
son los pecados de los hombres, sus cosas malas que salen de sus corazones –mentiras,
desobediencias, engaños, violencias, desprecios a la Eucaristía, entre otras
muchas cosas más- y que ofenden al Corazón de María, que necesita por lo tanto reparación
de parte nuestra.
[1] Cfr.
“Memorias II”, págs. 48 y 49; “Memorias IV”, págs. 134 y 135; De Marchi, págs.
96 a 98; Walsh, págs. 94 y 95; Ayres da Fonseca, págs. 34 a 36; Galamba de
Oliveira, pág. 7.