Es
una devoción muy antigua entre los católicos; en antiguos escritos se indica
que la devoción al Divino Niño empezó en el Monte Carmelo (Israel),
donde, según la tradición, Jesús iba frecuentemente a pasear y a rezar con sus
padres, San José y la Virgen María, y sus abuelos San Joaquín y Santa Ana[1]. Para los católicos, el
honrar esta edad de Jesucristo, la Santa Infancia, es un recordatorio de cómo
Dios ama la inocencia y la pureza de cuerpo y alma[2].
Ya
hacia el año 1200 San Francisco de Asís dispuso recordar con mucha solemnidad
la Navidad haciendo un pesebre lo más parecido posible al de Belén y
representando al Divino Niño con un niño recién nacido, recordando al mismo
tiempo la gran bondad del Hijo de Dios al quererse hacer hombre, sin dejar de
ser Dios, para salvar nuestra alma.
También
San Antonio de Padua fue un entusiasta devoto del Niño Jesús quien, según la
tradición, se le apareció mientras meditaba en las Escrituras, razón por la
cual se retrata al santo con el Divino Niño.
Otro
santo al que se le presenta en las imágenes teniendo entre sus brazos al Niño
Jesús es San Cayetano, el cual lo que necesitaba pedir lo pedía por los méritos
de la infancia de Jesús. Además de los santos, millones de católicos han obtenido
favores y gracias a Dios, por los méritos de la infancia de Jesús y han
conseguido milagros inimaginables y esto se corresponde con la promesa que
Jesús le hizo a la venerable Margarita del Santísimo Sacramento, en el año 1636:
“Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y tu oración
será escuchada”.
Modernamente
los santos que más contribuyeron a difundir la devoción al Niño de Belén fueron
Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. De manera especial, Santa Teresa
de Jesús le tenía un gran amor al Divino Niño y un día tuvo una experiencia
mística con el Divino Niño: estaba Santa Teresa en el Convento, al pie de unas
escaleras, cuando contempló a un niño; entonces la santa, que todavía no se había
dado cuenta que era Jesús Niño, le dijo: “Yo soy Teresa de Jesús, ¿y tú quién
eres?” Y el Divino Niño le respondió: “Yo soy Jesús de Teresa”, luego de lo
cual desapareció y ahí fue cuando Santa Teresa de Ávila se dio cuenta que era
el Niño Jesús. Como recuerdo de esta visión la santa llevó siempre en sus
viajes una estatua del Divino Niño, y en cada casa de su comunidad mandó tener
y honrar una bella imagen del Niño Jesús que casi siempre ella misma dejaba de
regalo al despedirse.
Existen
alrededor de todo el mundo muchas figuras e imágenes representando al Niño
Jesús mediante las cuales se han obtenido grandes milagros. Entre las más
conocidas se encuentran: El Niño Jesús de Praga, en Checoslovaquia; el Santo
Niño de Atocha, en México; el Divino Niño de Arenzano, en Italia y el milagroso
Niño Jesús de Bogotá en Colombia, entre otros.
Por
último, podemos preguntarnos: ¿qué representa el Divino Niño para los católicos?
Ante
todo, es un recuerdo de cómo Dios Hijo, siendo el Hijo Eterno del Eterno Padre,
quiso encarnarse por obra del Espíritu Santo, en el seno virginal de María
Santísima, para así manifestarse ante nosotros, los hombres, como un “hijo de
hombre”, es decir, como un niño, aunque en realidad, su Padre no es San José,
que era casto y puro, sino Dios Padre. Nos recuerda entonces que el Verbo
Eterno del Padre, por quien todas las cosas, visibles e invisibles, fueron
creadas, siendo Dios, quiso atravesar todas las etapas de la vida humana, sin
dejar de ser Dios. Así, por ejemplo, si regresamos a las etapas anteriores del
Divino Niño -que en las imágenes debe tener unos nueve o diez años-, el Verbo
de Dios encarnado también pasó por todas las etapas que atraviesa un ser humano;
de esta manera, antes de ser Divino Niño, el Verbo Encarnado fue Divino Cigoto
-hay que recordar que los cromosomas paternos no pertenecen a ningún hombre,
sino que fueron creados por el Espíritu Santo en el momento de la Encarnación-,
luego Divino Embrión, al nacer fue el Divino Niño recién nacido, luego el
Divino Niño propiamente, luego el Divino Jesús Adolescente, el Divino Jesús
Joven, el Divino Jesús Adulto, en cuya edad terrena, a los treinta y tres, se
inmoló voluntariamente por nuestra salvación en el Santo Sacrificio de la Cruz,
Santo Sacrificio que se renueva cada vez, incruenta y sacramentalmente, en la
Santa Misa.
Representa
también el Divino Niño la pureza, la inocencia, el candor, de la niñez, pero no
solo de la niñez humana, sino la Pureza, Inocencia, Candor, del Acto de Ser
divino trinitario, del cual se deriva y es imagen la pureza, la inocencia y el
candor de la niñez humana. En otras palabras, si el niño es inocente, puro y
cándido, lo es ante todo Dios Uno y Trino, quien es la Inocencia Increada, la
Pureza Increada y la Candidez Increada y es eso lo que nos recuerdan cada niño que
vemos.
Quienes
somos ya adultos, poco y nada tenemos de esa pureza, inocencia y candor que tienen
los niños, imagen de la pureza, inocencia y candor del Divino Niño y aquí se
nos presenta un problema, porque Jesús nos advierte que no entraremos en el
Reino de los cielos, sino somos “como niños”, lo cual no quiere decir obrar de
modo infantil siendo adultos, sino ser “como niños”, tener la pureza, la inocencia
y el candor de los niños. Entonces, surge la pregunta: ¿cómo podemos ser como
niños, para entrar en el Reino de los cielos, si ya somos adultos? La respuesta
es: por medio de la gracia santificante que nos otorgan los sacramentos, porque
por la gracia participamos de la vida de la Trinidad y por lo tanto
participamos de la Pureza, de la Inocencia y del Candor de la Santísima
Trinidad. Al recordarlo en su día, le pidamos al Divino Niño Jesús que bendiga
y proteja a todos los niños del mundo, y que a nosotros nos conceda la gracia
de “ser como niños”, para así poder entrar en el Reino de los cielos.