Cuando nos preguntamos acerca del origen de la devoción, hay que decir que desde
los primeros tiempos de la Iglesia, el misterio de la infancia del Hombre-Dios
Jesucristo ha sido motivo de gran devoción, además de ser objeto de estudio y
de asombro para todos los santos, porque el hecho de que Dios se haya encarnado
es lo más grandioso que le pueda haber ocurrido a la humanidad y dentro de ese
misterio, está el hecho de que el Hombre-Dios ha querido vivir todas las etapas
de la vida humana, incluida la niñez y esto es motivo de asombro, de estudio,
de contemplación y de crecer cada vez más en el amor a Dios, que por tener
nuestro amor, no ha dudado en encarnarse y en vivir como niño. Por otra parte y también en cuanto al origen de la devoción, hay quienes afirman que la devoción al Divino
Niño empezó en el Monte Carmelo (Israel), donde, según la tradición, Jesús iba
frecuentemente a pasear y a rezar con sus padres, San José y la Virgen María, y
sus abuelos San Joaquín y Santa Ana[1].
Al contemplar al Divino Niño y considerando que ese Niño es Dios, surge una pregunta: ¿porqué Dios se nos manifiesta como Niño, siendo que podría manifestarse en todo el esplendor de su gloria y majestad? A esta pregunta hay que decir que Dios
se ha encarnado y ha querido vivir como niño, incluso como niño recién nacido para que, entre otras cosas, no tengamos miedo en acudir a Dios, porque
así como nadie tiene miedo de un recién nacido, así tampoco nadie puede poner
como excusas de que tiene miedo de acercarse a Dios, por su gran majestad,
cuando Él se ha hecho niño para que nosotros nos acerquemos a Él. Pero también se
ha hecho niño por otro motivo: para que lo imitemos a Él en su niñez y así lo
dice desde las Sagradas Escrituras, el mismo Jesús: “Quien no se haga como
niño, no entrará en el Reino de los cielos”. Esto no significa ser infantiles,
sino adquirir la verdadera infancia espiritual, caracterizada por la inocencia
y la pureza de cuerpo y alma, todo lo cual no lo conseguimos por nosotros
mismos, sino que nos lo concede la gracia santificante. Cuando Jesús nos dice
que nos hagamos “como niños” para entrar en el Reino de los cielos, quiere en
primer lugar que lo imitemos a Él en su niñez: en su inocencia –Él es la
Inocencia Increada-; en su vivir en su humanidad en completo, plenísimo y
perfectísimo estado de gracia –Él es la Gracia Increada- y así, si perdimos la
gracia por la desgracia del pecado, acudamos al Sacramento de la Confesión para
recuperarla; quiere que lo imitemos en su niñez porque es la etapa de su vida
terrena en la que más estuvo entre los brazos de la Virgen, porque si bien
siendo ya joven y adulto no se separó nunca espiritual y místicamente de la
Virgen, sí se separó físicamente, porque tenía que predicar y que sufrir la
Pasión, por eso la edad de su niñez es la edad en la que más estuvo entre los
brazos de la Virgen, físicamente hablando: Jesús quiere que lo imitemos en esto
y si bien no podemos estar físicamente entre los brazos de la Virgen, sí
podemos, como hijos pequeños de la Virgen que somos, consagrarnos a su
Inmaculado Corazón y vivir dentro del Corazón de la Virgen, como niños
pequeños, hasta que llegue el momento de nuestra partida terrena a la otra
vida.
Imitemos
entonces al Niño Jesús en su niñez, pero como dijimos, esto no depende de
nuestras fuerzas, sino de la gracia santificante, porque es la gracia la que
nos comunica la inocencia, la pureza, la candidez, del Niño Jesús; por eso,
cuanto más estemos en gracia, tanto más seremos como niños y tanto más
estaremos seguros de entrar en el Reino de los cielos.
Por
último, hay que decir que todos los santos, sin excepción, tuvieron, en mayor o
menor grado, devoción al Niño Jesús. En el año 1636, Jesús le hizo una promesa
a una monja carmelita del convento de Beaune en Francia, conocida como la Venerable
Margarita del Santísimo Sacramento. Cristo le dijo: “Todo lo que quieras pedir,
pídemelo por los méritos de mi infancia, y nada te será negado”. Otra anécdota
entre los santos es la que le sucedió a Santa Teresa de Ávila, de quien se dice
en su biografía que cuando emprendía el camino para fundar un convento, llevaba
consigo una hermosa imagen del Niño Jesús, porque era muy devota del Niño
Jesús. Se cuenta una anécdota, real, que experimentó la santa, como premio a su
amor por el Niño Jesús: una vez estaba la santa en el convento, al pie de unas
escaleras, cuando ve hacia arriba, en el rellano de las escaleras, a un niño;
entonces la santa, extrañada por la presencia de un niño, le dijo: “¿Quién
eres, Niño? Yo soy Teresa de Jesús”, a lo que el Niño Jesús le respondió: “Y Yo
Soy Jesús de Teresa”. Y luego desapareció.
Honremos
y adoremos a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que nosotros, hechos
niños por la gracia, seamos capaces de entrar en el Reino de los cielos.
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