(TC - Ciclo A - 2014)
El Evangelio de hoy (cfr. Mt 17, 1-9) nos cuenta que Jesús, antes de ir a la ciudad de
Jerusalén para sufrir la Pasión, subió a un Monte llamado “Tabor”, junto a tres
discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y una vez allí, en la cima del monte, pasó
algo sorprendente: Jesús se vistió de luz: su rostro “brilló como el sol”, dice
el Evangelio, y “sus vestiduras se volvieron brillantes como la luz”.
¿Por
qué pasó esto?
Porque
Jesús quería que sus discípulos supieran que Él era Dios, porque como “Dios es
luz”, solo Dios puede vestirse de luz, es decir, solo Dios puede hacer que su
rostro sea más brillante que el sol y que sus vestiduras sean más brillantes
que la luz.
¿Y
por qué Jesús quería que sus discípulos supieran que Él era Dios?
Porque
cuando sufriera la Pasión, su Rostro y su Cuerpo quedarían tan cubiertos de
heridas abiertas y sangrantes, y de lodo, de hematomas, de costras, y de golpes,
que ya nadie lo podría reconocer, ni siquiera ellos. En la Biblia, el profeta
Isaías lo había visto así, todo cubierto de heridas, y lo había llamado “Varón
de dolores”, de tan golpeado que estaba, a causa de nuestros pecados.
Entonces,
para que se acordaran que Él era Jesús, el Cordero de Dios, el Varón de dolores
que vio Isaías en sus visiones, es que Jesús se transfigura y deja transparentar
la gloria de Dios, la misma gloria que Él tenía desde toda la eternidad, junto
a su Padre Dios.
Todos
los cristianos estamos llamados también a transfigurarnos en la gloria del
cielo, al igual que Jesús. Pero para poder transfigurarnos en el cielo, también
tenemos que seguir a Jesús, Varón de dolores, cargando la cruz nuestra de todos
los días, por el Camino Real del Calvario.
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