(Domingo IV - TC - Ciclo A - 2014)
En este Evangelio, Jesús cura a un
hombre que desde que había nacido, no podía ver nada (si queremos saber cómo es
esa oscuridad, cerremos los ojos por un momento, y nos vamos a dar cuenta cómo es).
Él no sabía lo que era la luz del sol; no conocía los colores, ni la forma de
los árboles, ni de las montañas, y tampoco sabía cómo eran las flores, los
animales, las personas, y todas las cosas que nosotros vemos todos los días y
que nos parecen tan normales que ni siquiera les prestamos atención. Este ciego
de nacimiento, al que le podemos llamar "Juan", vivía en la
oscuridad, porque no conocía la luz, no podía ver la luz, que es lo que nos
permite ver los colores y la hermosa realidad de la vida que nos rodea y que
Dios ha creado para nosotros. Juan vivía en la oscuridad, hasta que conoció a
Jesús, porque Jesús le devolvió la vista. Solo Jesús podía hacer que Juan
pudiera ver, porque Jesús es Dios, y solo Dios tenía el poder de hacer nuevos
ojos para Juan, para que Juan pudiera ver la luz. Jesús, que era Dios y hombre
a la vez, creó nuevos ojos para Juan, y así Juan pudo ver la luz, y así pudo
ver los colores, y pudo ver las formas de los árboles, las montañas, las
personas, y todo el mundo que lo rodeaba. Juan estaba tan pero tan contento,
que se postró delante de Jesús y lo adoró, dándole gracias de todo corazón,
cantándole con toda su alma y alabándolo por su gran bondad.
Pero hay otra oscuridad que es más
oscura que la oscuridad en la que vivía Juan, y hay ciegos que son más ciegos
que Juan, y es la oscuridad del pecado, y los ciegos más ciegos que Juan, son
los pecadores. El pecado es una oscuridad más oscura que la noche más oscura
que podamos imaginarnos y es lo peor que le puede pasar a una persona, porque es
como una nube negra y densa que oculta al alma y la priva de los benéficos
rayos de la gracia santificante que provienen de Jesús.
Al igual que la ceguera del cuerpo, que
solo la puede curar Jesús, como lo hace con el ciego del Evangelio, a la
ceguera del alma, que es el pecado, también la puede curar solo Jesús, y esto
lo hace por medio del sacramento de la confesión. Cuando nos confesamos, se
borra la nube negra del pecado, y entonces somos como Juan, el ciego del
Evangelio, que lleno de alegría, se postra en adoración delante de Jesús para
darle gracias por su gran amor y misericordia.
GRACIAS, PRECIOSA REFLEXIÓN QUE A MI TAMBIEN ME ABRE LOS OJOS
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