(Ciclo
A – 2014)
El Evangelio nos cuenta que Jesús, después que resucitó, se
apareció a muchos discípulos, entre ellos, a dos a los que se los llamó “discípulos
de Emaús”, porque iban camino de un pueblo llamado Emaús. Estos discípulos eran
amigos de Jesús, habían recibido las enseñanzas de Jesús y habían sido testigos
de muchos de sus milagros, y cuando Jesús fue arrestado y llevado a juicio y
después encarcelado y cargado con la cruz, ellos estuvieron siempre cerca,
junto con todos los demás discípulos. Vieron todo lo que pasó en Semana Santa y
se habían quedado muy tristes y acongojados después de la muerte y sepultura de
Jesús el Viernes y Sábado Santo.
Y justamente, estaban tan tristes por lo que había pasado el
Viernes Santo, que se habían olvidado de las promesas de Jesús; se habían
olvidado que Él les había dicho que “al tercer día”, es decir, el Domingo, iba
a resucitar. Por eso, ahora que Jesús se les aparecía, todo glorioso y
resucitado, no lo reconocen, piensan que es un extranjero, un desconocido, a
pesar de que ellos lo conocían bien, porque eran sus discípulos. Los discípulos
de Emaús no reconocen a Jesús porque tienen algo misterioso en la mente y en el
corazón, como un velo oscuro, negro, que les impide reconocer a Jesús. A pesar
de esto, Jesús se pone a caminar con ellos, y mientras camina con ellos, les va
explicando las Escrituras, tratando de hacerles recordar todo lo que las
Escrituras decían acerca de que el Mesías tenía que sufrir para poder después
resucitar.
Cuando llegaron a Emaús, Jesús hizo como que se iba para
otro lugar, pero ellos estaban tan contentos con Jesús, que lo invitaron a que
se quedara con ellos, diciéndole: “¡Quédate con nosotros, Jesús, que el día ya
se acaba!”. Y Jesús, que los quería
mucho, se quedó con ellos. Se pusieron a cenar, y cuando estaban cenando, Jesús
tomó un trozo de pan, lo partió, y cuando lo partió, Jesús, que como sabemos,
es Dios Hijo en Persona, sopló sobre ellos al Espíritu Santo, y el Espíritu
Santo les quita ese velo oscuro y con su luz les ilumina la mente y el corazón
con una luz celestial, hermosísima, que los hace conocer y amar a Jesús como
Jesús se conoce y se ama a sí mismo, y como lo conocen y lo aman Dios Padre y
Dios Espíritu Santo, y por eso los discípulos de Emaús, cuando Jesús parte el
pan, lo conocen como al Hombre-Dios, como al Mesías Salvador, y el corazón se
les llena de un Amor tan pero tan grande por Jesús, que parece que el corazón
les va a estallar de tanto amor, de tanta alegría, de tanto gozo que siente por
Jesús, de tanto ardor que sienten por Jesús, y en ese mismo momento, Jesús desaparece
de la vista de ellos.
Ahí, los discípulos de Emaús se dan cuenta que Jesús ha
resucitado, ya no está muerto y ya no va a morir más, y se preguntan: “¿No
ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?”, porque se dan
cuenta que cuando Jesús les hablaba, era el Amor del Espíritu Santo lo que
Jesús les transmitía a sus corazones. Y entonces, llenos de alegría y de amor,
fueron a contarles a los demás la noticia más alegre que jamás alguien puede
escuchar en esta vida: ¡Jesús ha resucitado y está vivo, glorioso, lleno de la
gloria y de la vida divina en los cielos y en la Eucaristía!
Y ese mismo mensaje, que fueron a dar los discípulos de
Emaús a sus amigos, es el mismo mensaje que tenemos que dar nosotros a todo el
mundo, porque esa es la misión que nos encargó Dios Trinidad en esta vida.
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