Una vez, Jesús se le apareció a Santa Faustina y le dijo que
Él quería que el Domingo siguiente al de Pascua, se hiciera una fiesta en la
Iglesia, que se tenía que llamar “Fiesta de la Divina Misericordia”.
En esa Fiesta, el que se confesara, iba a recibir el perdón
de los pecados –la culpa- y también la pena, que es lo que queda en el alma
después que se perdona el pecado; es decir, el que se confiese en esta Fiesta,
queda con su alma limpia y brillante, lista para ir al cielo.
Cuando nos confesamos, es como si nos pusiéramos debajo de
la cruz de Jesús, cuando Él estaba el Viernes Santo, para que nos caigan la Sangre
y el Agua que brotaron de su Corazón cuando fue traspasado por la lanza del
soldado romano: el Agua lava nuestros pecados y la Sangre nos da la gracia de
Dios y así nuestra alma queda hermosa, limpia, brillante, y cuando Dios Padre
nos ve, somos tan parecidos a Jesús, que Dios Padre cree que está viendo a su
mismo Hijo Jesús, y nos ama con todo el Amor de su Corazón de Dios, el Espíritu
Santo.
Cuando nos confesamos, nos ponemos bajo los rayos Rojo y
Blanco que brotan del Corazón de Jesús, y así estamos seguros, refugiados,
porque entonces la Justicia de Dios, que es muy severa, no nos alcanza. Es como
cuando alguien, cuando hay una tormenta muy pero muy fuerte, con muchos rayos y
truenos que caen muy cerca, entra en un refugio en donde está a salvo, porque
ahí no le hacen nada ni los rayos ni los truenos. Es por eso que siempre pero
siempre debemos confesarnos, para que ninguno de los rayos de la Justicia de
Dios nos alcance, y vivamos en cambio siempre protegidos por los rayos de la
Sangre y el Agua del Corazón de Jesús. Y para parecernos todavía más a Jesús, busquemos
siempre de hacer obras de misericordia –hay catorce en total, así que alguna
podemos hacer-, para que, siendo como Jesús, Dios Padre, al vernos, crea que
está viendo a su Hijo Jesús, y así nos dé el Espíritu Santo sin medida y nos
lleve a vivir con Él, en su hermosa casa, que es el Reino de los cielos.
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