El Papa San Pío X es el Patrono de los Catequistas porque
tanto como sacerdote, como obispo y luego como Papa, hizo todo lo posible por
impulsar la enseñanza del Catecismo y por mantener la pureza de la doctrina.
San Pío X era consciente de que la fe recibida en el Bautismo debía ser nutrida
y acrecentada por medio de una buena enseñanza del catecismo, el cual debía ser
fiel a las verdades reveladas y confiadas a la Iglesia para su custodia e
interpretación. Para el Papa, sólo de este modo el ser humano podía vivir su
vida cotidiana, desde su más tierna infancia, según la Verdad Divina,
custodiada por el Magisterio de la Iglesia. También era muy consciente que lo
contrario, esto es, que los niños crecieran en la ignorancia religiosa,
constituía el peligro más grande que le puede suceder a un alma en esta vida,
porque si alguien no guía sus pasos en la vida por la luz de la Verdad Revelada
y enseñada por el Magisterio de la Iglesia –la “Puerta angosta” de la
salvación-, entonces, inevitablemente, comienza a recorrer el espacioso sendero
que lleva a la perdición: “Ancha es la senda que lleva a la perdición y
estrecho el camino que lleva a la vida eterna” (Mt 7, 13). La enseñanza del Catecismo es entonces, para un niño,
una enseñanza incomparablemente mayor que cualquier enseñanza que pueda
adquirir por medio de las ciencias humanas, porque las ciencias humanas, a lo
sumo, pueden proporcionarle una vida terrena sin sobresaltos, mientras que el
Catecismo les enseña el Camino de la eterna salvación. De esto debe estar bien
consciente el catequista, para que ponga todo su empeño en preparar las clases
de Catecismo, de modo de poder enseñar con la mayor claridad posible a sus
niños.
Ahora bien, algo a tener en cuenta, y que es muy importante,
es que el objetivo de la enseñanza del Catecismo es enseñar la Verdad revelada,
sí, pero que esa Verdad en sí misma no es algo abstracto, etéreo, sin nombre y
sin rostro: la Verdad que el niño debe aprender y amar en su aprendizaje del
Catecismo, tiene un nombre y un rostro y es el nombre y el rostro del
Hombre-Dios, Jesús de Nazareth. El objetivo final del Catecismo es que los
niños, además de conocer y amar las verdades de nuestra fe –que es la fe más
hermosa del mundo-, conozcan y amen a Jesús de Nazareth, el Señor de la gloria,
el Kyrios, el Redentor, el
Hombre-Dios. Mal podría enseñar Catecismo un catequista que pensara que su meta
final es que los niños aprendan “de memoria” las preguntas y respuestas del
Catecismo y se diera por satisfecho con esto; es necesario, sí, que los niños
utilicen su memoria y su inteligencia y que sepan –y con cuanta mayor
precisión, mejor- las verdades de la Santa Fe Católica, pero se perdería en sus
objetivos si no tuviera en cuenta que el niño, al finalizar el período de
Catecismo –dos años para Primera Comunión y un año para Confirmación- tuviera,
en su mente y en su corazón, las verdades por un lado y a Jesús por otro. Esta discordancia
entre verdad aprendida en Catecismo y Verdad encarnada en Jesucristo –y prolongada
en la Eucaristía-, es lo que explica –al menos, en gran medida- el hecho de que
los niños, luego del período del Catecismo, abandonen literalmente la Iglesia,
para no regresar más, y si alguno regresa, es por motivos circunstanciales. Un ejemplo
de identificación entre lo enseñado por el Magisterio -el Catecismo- y la Verdad encarnada,
Jesucristo, es la niña beata Imelda Lambertini: no sólo sabía que la Eucaristía
era Jesús, sino que amaba a Jesús oculto en la Eucaristía y fue tan intenso
este amor, que la llevó a morir en un éxtasis místico el día que hizo su
Primera Comunión.
No pretendemos que nuestros niños sean émulos de Imelda
Lambertini –sobre todo, porque cada gracia es particular y personal, y la gracia recibida
por Imelda, no necesariamente la recibirán otros niños-, pero sí debemos
pretender que en la mente y en el corazón de los niños se identifiquen la
Verdad enseñada en las clases de Catecismo, con la Verdad encarnada,
crucificada y gloriosa y resucitada en la Eucaristía, Nuestro Señor Jesucristo.
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