Introducción.
Al
asistir a la Santa Misa, debemos tener en cuenta algo muy importante: se trata
del Misterio de Jesús en la cruz, que está en el altar, invisible, y por eso no
podemos verlo con los ojos del cuerpo, pero sí podemos verlo con los ojos de la
fe. Para asistir a la Santa Misa, es muy importante que hagamos silencio,
exterior e interior, y también es muy conveniente traer al alma el recuerdo del
Viernes Santo, cuando Jesús fue crucificado, porque ese mismo Jesús
crucificado, se hará Presente, invisible, en el altar, en la consagración. Esta
es la razón por la que la Santa Misa se llama también: “Santo Sacrificio del
Altar”, porque se trata del mismo y único sacrificio de la cruz, sólo que
oculto bajo lo que parece pan y vino. En otras palabras, asistir a Misa es como
asistir a la Crucifixión de Jesús el Viernes Santo, por lo que debemos pedirle
a la Virgen que nos dé sus mismos sentimientos y su mismo amor, los que Ella
tenía cuando estaba de pie al lado de la Cruz, para que así asistamos a la
Santa Misa.
Ahora sí, veamos brevemente los diferentes momentos de
la Santa Misa.
La Santa Misa inicia con lo que se
denomina Rito de Entrada. En este
momento, desde el inicio mismo de la Santa Misa, debemos tener en cuenta, antes
que nada, que la Santa Misa es un misterio sobrenatural, lo cual quiere decir
que en la Misa se desarrolla algo que no podemos ni entender con nuestra razón,
ni podemos ver con los ojos del cuerpo, y que solo lo podemos apreciar con la
fe y con la luz del Espíritu Santo. Para asistir a la Santa Misa con provecho,
tenemos que considerar que es un misterio del cielo, que se desarrolla ante
nuestros ojos, es decir, hay una realidad invisible que no es percibida con los
ojos del cuerpo, pero sí con los ojos de la fe. Y esta realidad misteriosa, que
no se ve, que es invisible, es la representación del sacrificio en cruz de
Jesús, lo cual quiere decir que la realidad invisible de la Misa es el Santo
Sacrificio del Calvario, el sacrificio de la cruz de Jesús en el Monte
Calvario, el Viernes Santo. Lo primero que tenemos que tener, en la mente y en
el corazón, al asistir a la Santa Misa, es el sacrificio en cruz de Jesús, el
sacrificio de su vida por nuestra salvación. Y puesto que es un sacrificio por
amor, porque Jesús no tenía ninguna obligación de salvarnos, entonces, lo que
debemos tener al venir a la Santa Misa, es amor y agradecimiento a Jesús, por
su muerte en cruz por nosotros. La alegría que debemos experimentar es la
alegría que viene de saber que Jesús nos ama tanto, que ha llegado al extremo
de dar su vida por nosotros. Desde ya vemos cómo la Misa no es ni divertida ni
aburrida, sino un misterio fascinante, porque es casi como viajar en el tiempo,
para estar en la cima del Monte Calvario, de rodillas ante la cruz y
acompañados por la Virgen. El que se aburre en Misa es porque no se da cuenta
de que está viviendo el misterio más fascinante que puede existir en el cielo y
en la tierra, y el que busca diversión en la misa, es porque tampoco entendió
que Jesús se sacrifica en el altar, como lo hizo en la cruz, no para divertirnos,
sino para salvarnos y darnos el Amor infinito de su Sagrado Corazón.
En el Acto Penitencial, pedimos perdón a Dios por nuestros pecados, es
decir, por todas las faltas a su Amor, porque el pecado es eso: un acto de
malicia de nuestros corazones, que ofende a Dios, que es infinitamente bueno.
Pedimos perdón por las veces que dijimos mentiras, por las veces que nos
dejamos llevar por la pereza, por las veces que contestamos mal a nuestros
padres, por las veces que tuvimos envidia, en vez de alegrarnos por las cosas
buenas que les suceden a nuestros hermanos. Nos reconocemos pecadores y hacemos
el propósito de no volver a pecar. Cuando el sacerdote da la absolución, esta
absolución, más la Comunión Eucarística, nos perdonan los pecados veniales,
aunque no los pecados mortales. Si solo tenemos pecados veniales, con esta
absolución del sacerdote, ya podemos comulgar, pero no podemos comulgar si
tenemos pecados mortales.
Luego viene la Liturgia de la Palabra, en la que escuchamos el Antiguo Testamento,
los Salmos y el Nuevo Testamento, para lo cual necesitamos estar en silencio y
muy atentos, porque Dios habla en el silencio, y además San Agustín dice que la
Biblia es una carta personal que Dios escribe para cada uno de nosotros,
entonces, tenemos que estar atentos para escuchar lo que nuestro Papá Dios nos
escribe, con mucho amor, desde el cielo.
Luego viene la Presentación de las ofrendas, que consisten en pan y vino, aunque
lo que tenemos que tener en cuenta aquí que las ofrendas consisten, ante todo,
en el pan y el vino que han sido convertidos en el Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. En este momento, y en silencio, desde lo
más profundo del corazón, tenemos que ofrecernos, con el pan y el vino que van
a ser depositados en el altar, con todo nuestro ser, con lo que somos y
tenemos, con nuestra vida pasada, la presente y la futura, para unirnos al
sacrificio de Jesús que hará en el altar, en el momento de la consagración.
En el Prefacio, esa oración larga que dice el sacerdote y que finaliza
con el canto del triple “Santo”, tenemos que estar muy atentos, porque el
sacerdote se dirige a Dios en nombre nuestro, y nos presenta ante Él, para que,
en el silencio, le expresemos el amor de nuestros corazones y la adoración que
se merece, adoración que la unimos a la adoración de los ángeles y santos en el
cielo. Luego llega la Plegaria Eucarística, que es el momento más maravilloso y
grandioso de todos, porque cuando el sacerdote pronuncie las palabras de la
consagración, “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, se produce el Milagro de
los milagros, que se llama “transubstanciación” y significa que el pan y el
vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. En ese momento es que
debemos adorar la Eucaristía, porque ya está Presente, sobre el altar, la
Presencia real del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía. Es el momento en el que
debemos maravillarnos y alegrarnos, sorprendernos y maravillarnos, porque sobre
el altar, oculto en lo que parece ser un poco de pan, está el Cordero de Dios,
Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios, a quien adoran, en el cielo, los ángeles y
santos. Podemos decir que, luego de la consagración, tenemos con nosotros al
Verbo de Dios, lo que quiere decir estamos en la tierra ante Jesús, así como
los ángeles y santos están ante el mismo Jesús en el cielo.
Luego viene el Rito de Comunión, en el que se reza el Padrenuestro, en el cual
agradecemos a Nuestro Padre celestial por el don de su Hijo Jesús en la
Eucaristía. En el saludo de la paz, se da solamente a quien está a mi lado, y
hay que considerar que no es un saludo tal como nos saludamos en la calle; se
trata de un saludo en el que damos la paz a nuestros hermanos, a los que
tenemos al lado, pero también a aquellos con los cuales podemos estar enemistados,
por algún motivo circunstancial. El saludo de la paz que damos, es el saludo de
la paz que nos da Jesús, que pacifica nuestros corazones y los reconcilia con
Dios, al lavar nuestros pecados con su Sangre derramada en la cruz. Cuando el
sacerdote parte la Eucaristía y coloca una fracción en el Cáliz, eso significa
la Resurrección de Jesús, así como la consagración por separado del pan y el
vino significaba la separación del Cuerpo y Sangre de Jesús en la cruz.
Luego viene la Comunión, momento en el que tenemos que estar muy atentos, no solo rechazando
todo pensamiento que nos pueda distraer, sino poniendo toda nuestra atención en
la Comunión, porque el Rey del cielo, Cristo Jesús, viene a nuestras almas;
debemos disponer nuestros corazones para alojar allí, con todo el amor del que
seamos capaces, al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para amarlo y adorarlo
con todas nuestras fuerzas. Al comulgar, debemos adorar la Presencia real de Jesús
en la Eucaristía, además de amarlo con todas las fuerzas de nuestros corazones.
Al comulgar, entonces, debemos hacerlo con la mente despierta, para creer
firmemente en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, y con nuestro
corazón listo para adorar y amar al Cordero de Dios, que dio su vida por mi
amor.
Finalmente, viene el Rito de despedida, finalizando la Santa
Misa con la bendición del sacerdote. Contrariamente a lo que pueda parecer, con
la bendición final y despedida, no es que “termina la misa”, sino que comienza
nuestra tarea como cristianos, que es la de dar a nuestros hermanos, por medio
de obras de misericordia, al menos una ínfima parte del Amor recibido del
Sacrificio de Jesús en la cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en el
altar.
Como vemos, en la Santa Misa, cuando se participa
adecuadamente, es decir, espiritual e interiormente, con el silencio, con la
mente despierta y concentrada en el misterio del altar, que es la renovación
del sacrificio de Jesús en la cruz, y con el corazón deseoso de dar todo
nuestro amor al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que baja del cielo a la
Eucaristía sólo para darme su Amor, no tenemos tiempo para aburrirnos, ni
tampoco para “divertirnos”, sino para vivir, intensamente, el misterio más
fascinante y maravilloso de todos los misterios de Dios, y es la Presencia de Jesús
en la Eucaristía. Y si no sabemos cómo participar, interiormente y con amor, de
la Santa Misa, tenemos que pedirle que nos ayude a hacerlo a la Virgen, Nuestra
Señora de la Eucaristía, que ama y adora a su Hijo Jesús en ese sagrario
viviente que es su Inmaculado Corazón.
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