(Domingo
IV - TC - Ciclo B – 2018)
“De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente
en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en
alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna” (Jn 3, 14-21). Jesús anuncia su muerte en
la cruz y para eso trae a la memoria algo que había pasado en el desierto con
Moisés y el Pueblo Elegido.
En el desierto, el Pueblo Elegido sufrió el ataque de muchas
serpientes venenosas que provocaban la muerte de aquellos a los que mordían. Entonces
Dios le dijo a Moisés que construyera una serpiente de bronce y la levantara en
alto para que todo el que la viera quedara curado, lo cual efectivamente
sucedió.
Lo que tenemos que saber es que a nosotros nos pasa algo
parecido que a los judíos: caminamos por un desierto, que es esta vida, hacia
la Jerusalén del cielo y somos atacados por serpientes espirituales,
invisibles, pero mucho más peligrosas que las serpientes terrenas, porque son
los ángeles caídos, los demonios, que muerden no el cuerpo sino el corazón del
hombre y les inyectan un veneno que no mata el cuerpo pero sí el alma porque es
un veneno espiritual, que es el pecado: la soberbia, la lujuria, la pereza, la
avaricia y toda otra clase de pecados. Pero, a diferencia de los judíos, nosotros
tenemos algo mejor que una serpiente de bronce y es Jesús crucificado y Jesús
en la Eucaristía: así como los judíos se curaban cuando veían a la serpiente de
bronce levantada en alto por Moisés, así nosotros, los cristianos, somos
curados de las heridas del alma cuando nos arrodillamos ante Jesús en la Cruz y
en la Eucaristía. Quien se arrodilla ante Jesús crucificado y ante Jesús
Eucaristía con un corazón contrito y humillado, recibe de Jesús un milagro más
grande que el ser curado de un veneno mortal y es la curación del alma de toda
clase de dolencias, además de recibir la vida eterna, que es la vida de Jesús,
el Hombre-Dios.
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