(Domingo XXX – TO – Ciclo
C - 2013)
En este Evangelio, Jesús nos hace ver a Dios le gustan los
soberbios, o sea, aquellos que se creen mejores que los demás, y que sí le
gustan los humildes, aquellos que saben que sin Dios no son nada.
Jesús
nos cuenta de dos señores que entran en la Iglesia, uno, un fariseo, llamado
así porque era alguien que estaba siempre en el templo y sabía mucho de la
Biblia y de la Ley de Dios; el otro, llamado publicano, al que todos lo
conocían por ser un pecador. El fariseo era muy creído de sí mismo y pensaba
que como él sabía mucho de la Biblia y de la Ley de Dios y estaba todo el día
en el templo y hacía ayuno, era mejor que todo los demás, incluido el
publicano. Por eso se iba a los bancos que están cerca del altar, para que
todos lo vieran, y se paseaba como un pavo real de aquí para allá. En su
corazón, decía: “Te doy gracias, Dios mío, porque soy muy bueno y soy mucho
mejor que todos estos que están acá. Hago ayuno, sé mucho de la Biblia y de tu
Ley, y no robo ni soy injusto. Soy muy bueno y por eso todos me deberían alabar”.
Esto
era lo que decía para sus adentros el fariseo, y Dios escuchaba todos sus
pensamientos, pero no los aprobaba, porque no eran ciertos; además, Dios sabía
que el fariseo, si bien estaba todo el día en el templo, sabía mucho de la
Biblia y de la Ley, tenía un corazón frío y duro para con los demás y no le
importaba si alguien necesitaba ayuda o si pasaba hambre o frío. Y esto a Dios
no le gusta.
En
el fondo del templo, estaba en cambio el publicano, que sabía que era un
pecador y se reconocía como pecador, y le daban mucha vergüenza sus pecados;
tanta, que no era capaz de ir adelante del templo, porque ahí lo iban a ver
todos. El publicano estaba al final del templo, arrodillado y rezaba a Dios
así: “Dios mío, me duele el corazón por mis pecados; reconozco que delante de
tu majestad infinita soy nada más pecado; te ruego que me perdones y me des tu
gracia y sabiduría para de ahora en adelante no pecar más y ser santo, para
asemejarme a Ti, que eres Dios Tres veces Santo. Toma mi corazón pecador,
endurecido y frío, y dame tu Sagrado Corazón, que arde en el Amor de Dios”. Dios,
que estaba escuchando sus pensamientos, se quedó muy contento con la oración
del publicano y le concedió su gracia, que lo hizo ser santo.
En
esta parábola de Jesús vemos que Dios lee los pensamientos de la mente y los
deseos de los corazones de los que estamos en la Iglesia, y que no hay ningún
pensamiento ni deseo que se le escape, porque todo está ante Él como en el día
más claro. Aunque no digamos nada a nadie, basta con que lo pensemos o lo
deseemos, y Dios ya lo sabe; todavía más, Él sabe lo que ni siquiera nosotros
sabemos que vamos a pensar, decir, desear o hacer, hasta el último día de nuestra vida, y por eso a Dios nadie lo puede engañar.
Pero
sobre todo, la parábola de Jesús nos enseña que a Dios no le gustan los de
corazón soberbio, como el fariseo, porque esos se parecen al Gran Soberbio, el
Demonio, y como los soberbios, al igual que el Demonio, no pueden estar delante
de él, así el fariseo, y todos los que son como él, no pueden estar delante de
Dios.
La
parábola nos enseña, en cambio, que a Dios sí le gustan los humildes, como el
publicano, que se reconocen pecadores y que sin la gracia de Dios son igual a
nada más pecado. Los humildes se parecen mucho a su Hijo Jesús; tanto se
parecen, que Dios cree que son su Hijo Jesús en Persona, y los colma de
bendiciones en la tierra y les prepara un trono de luz en el cielo.
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