Cuando un niño –o un adulto- recibe el bautismo, hay algo
misterioso que sucede en el alma del que se bautiza, pero eso misterioso está
oculto a los ojos del cuerpo, y solo podemos saberlo con la luz de la fe. Dice
San Agustín que “cuando el sacerdote bautiza, es Cristo el que bautiza”. Es decir,
que cuando vemos en la ceremonia del bautismo a un sacerdote derramar agua
sobre la cabeza del niño, al mismo tiempo que pronuncia las palabras: “Yo te
bautizo, el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, sucede en el alma
algo misterioso, que Jesús llama “nacer de lo alto”. Es decir, el Bautismo es
como un nacimiento, no del cuerpo, como sucede cuando todos nacemos de nuestras
mamás, sino del alma, y no nacemos para la tierra, sino para el cielo, y no por
obra de los papás –mamá y papá-, sino por obra del Espíritu Santo. Cuando el
sacerdote derrama agua sobre la cabeza del que se bautiza, es como si alguien
se pusiera debajo de Jesús en la cruz y dejara que la Sangre de Jesús cayera
sobre su alma: es la Sangre de Jesús la que borra el pecado del alma, y eso es
una parte de lo que pasa en el Bautismo, cuando el sacerdote derrama agua sobre
el que se bautiza. Otra cosa que sucede es que, por la Sangre de Jesús, el alma
queda liberada del Demonio, que desde que todo hombre nace en esta tierra, y a
causa del pecado original, cubre a todo el que nace con sus alas negras y con
sus garras: con el Bautismo, Jesús libera al alma del dominio del Demonio y lo
rescata de sus garras. Pero lo más grandioso que hace Jesús en el Bautismo no
es, ni quitar el pecado original, ni sustraer a las almas del dominio del
Demonio –aunque esto sea algo grandioso-: lo más grandioso que hace Jesús, es
convertir al alma en hija adoptiva de Dios, de manera que después del Bautismo,
el niño es más hijo de Dios, que de sus propios padres biológicos. El alma
nace, por el Espíritu Santo, a una vida nueva, la vida de la gracia, y esto es
lo que Jesús quiere decir cuando dice que “hay que nacer de lo alto, del agua y
del Espíritu”: por el Espíritu Santo que se nos derrama en el alma, somos
hechos hijos de Dios en el Hijo de Dios, ya no somos simplemente creaturas o
simplemente seres humanos: somos hijos adoptivos de Dios, hechos hijos con la misma
filiación divina con la cual Jesús es Hijo de Dios desde la eternidad. Y como
somos hijos de Dios, debemos comportarnos como hijos de Dios, es decir, como
hijos de la luz, y no como hijos de la oscuridad, porque un hijo debe parecerse
a su padre, en todo lo bueno que tiene el padre. ¿Puede un hijo de Dios
comportarse como un hijo de la oscuridad, es decir, hacer cosas malas? No, de
ninguna manera, y esa es la razón por la cual nosotros, los cristianos,
llevamos los Mandamientos de la Ley de Dios en la mente y en el corazón, y
también el Mandamiento nuevo del amor de Cristo Jesús: “Ámense los unos a los
otros, como Yo los he amado”, y esto quiere decir amar a los enemigos, perdonar
setenta veces siete y amar con el Amor con el que Jesús nos ama desde la cruz,
que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
El cirio pascual, símbolo de Jesús, representa lo que sucede
en nuestra alma: cuando se toma el fuego para encender la candela, el fuego
indica que Jesús está en el alma del que se bautiza, así como el fuego está en
la candela, y la candela de cera, representa nuestras almas. Esta luz de Jesús
no se apaga, pero Jesús, que es “Luz del mundo”, sí se retira de un alma cuando
el alma peca, y así el alma queda a oscuras, por eso es que debemos hacer el
más firme propósito de renunciar al pecado y a Satanás, para que Jesús, la luz
de nuestras almas, no se retire nunca de nuestros corazones.
La vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia,
significa que no podemos vivir como hijos de la oscuridad, esto es, dominados
por el pecado, las pasiones y la concupiscencia, sino que debemos vivir como
hijos de la luz, evitando perder la gracia aún a costa de perder la vida
terrena, que es lo que afirmamos en el Sacramento de la Reconciliación cuando
decimos: “…antes querría haber muerto –es decir, afirmamos que desearíamos
haber perdido la vida terrena- que haberos ofendido” –es decir, que haber
cometido el pecado del cual nos estamos confesando.
Debemos ser fieles a la gracia recibida en el Bautismo para irradiar la luz de Jesús al mundo, como dice San Antonio de Padua: “Un cristiano fiel, iluminado por los rayos de la gracia al igual que un cristal, deberá iluminar a los demás con sus palabras y acciones, con la luz del buen ejemplo”.
Debemos ser fieles a la gracia recibida en el Bautismo para irradiar la luz de Jesús al mundo, como dice San Antonio de Padua: “Un cristiano fiel, iluminado por los rayos de la gracia al igual que un cristal, deberá iluminar a los demás con sus palabras y acciones, con la luz del buen ejemplo”.
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