(Domingo II – TC – Ciclo B – 2018)
En este Evangelio, Jesús sube al Monte Tabor con sus amigos
Pedro, Santiago y Juan y en un momento determinado, comienza a resplandecer con
una luz más fuerte que miles de soles juntos. Es la luz de su divinidad, porque
Jesús es Dios y Dios es Luz; no una luz como la que conocemos, la luz del sol o
la luz eléctrica, porque esa es una luz terrena y muerta: la luz que es Dios y
que sale de Jesús es una Luz Viva, porque es Dios mismo, que es Luz. Y como es
una luz viva, da la vida de Dios a todo aquel que lo ilumina. Por eso no da lo
mismo acercarse o no acercarse a Jesús –que está en la Cruz y está en la
Eucaristía-: el que se acerca a Jesús, recibe su luz y, con su luz, su vida
divina, el Amor de Dios y la paz de Dios. El que se aleja de Jesús, por el
contrario, vive sin la vida de Dios, sin la paz y sin el Amor de Dios.
Pero hay algo más que pasa en el Evangelio de hoy y es que
Dios Padre nos dice que Jesús es “su Hijo amado” y que nosotros debemos “escucharlo”:
“Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Para escuchar a Jesús, es muy
necesario, por un lado, el silencio, porque Jesús habla en el silencio y es por
eso que, cuanto más ruido hay, tanto en el exterior como en nuestro propio
interior, menos podemos escuchar la voz de Jesús. La voz de Jesús no es como la
tormenta, o el huracán, o el fuego, sino como la brisa suave, pero no podemos
escuchar la brisa suave si nos aturdimos con las cosas de afuera y con nuestros
propios pensamientos. Hay que aprender a hacer silencio para escuchar la voz de
Dios, un silencio que es tanto de afuera, como de adentro.
Otra cosa que debemos hacer para escuchar la voz de Jesús es
acercarnos a Jesús, porque sucede como cuando estamos con una persona que nos
habla muy despacito, casi al oído: cuanto más lejos estemos de Jesús, menos
vamos a poder escuchar su voz; cuando más cerca, mejor escucharemos su voz. Y por
esta razón, debemos acercarnos a Jesús crucificado y a Jesús en la Eucaristía,
doblar nuestras rodillas ante Él, hacer silencio y esperar a que nos hable al
corazón con su dulce voz.
Una última cosa: escuchar los latidos del Inmaculado Corazón
de María, porque ahí es donde la voz de Jesús, suave como una brisa, se
amplifica y se hace bien clarita y podemos entenderla sin problemas y para
esto, debemos consagrarnos al Inmaculado Corazón de María.
“Escuchen
a mi Hijo muy amado”, dice Dios Padre. ¿Y qué nos dice Jesús? Nos dice así: “Si
quieres entrar en el Reino de los cielos, carga tu cruz de cada día, niégate a
ti mismo y sígueme por el camino del Calvario, por el Via Crucis, para que
puedas morir al hombre viejo y nacer al hombre nuevo, al hombre guiado por la
luz de la gracia y por el Amor del Espíritu Santo”.
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