En esta parte del Evangelio un grupo de judíos llevan a María
Magdalena delante de Jesús, porque la habían sorprendido cometiendo un pecado (cfr. Jn 8, 1-11). Todos
tenían piedras en las manos y la querían apedrear porque ese era el castigo
adecuado para el pecado que había cometido María Magdalena.
Cuando
llegan delante de Jesús, le preguntan qué es lo que tienen que hacer. Jesús los
miró y no les dijo nada; se puso en cuclillas y comenzó a escribir en el suelo
con el dedo. Los que habían llevado a María Magdalena delante de Jesús, se comenzaban
a poner impacientes, porque Jesús seguía escribiendo en el suelo y no les decía
nada, y ellos ya querían llevarla para tirarle piedras. Entonces Jesús,
como ellos insistían, se levantó y les dijo: “El que esté libre de pecados, que
tire la primera piedra”. Ahí todos se quedaron en silencio, porque se dieron
cuenta que nadie estaba libre de pecados; se dieron cuenta que ellos tenían
tantos o más pecados que aquella a quien querían apedrear y que si la apedreaban, también los
tenían que apedrear a ellos. Y como todos tenían pecados, y nadie estaba libre
de pecados, nadie pudo tirar ninguna piedra. Todos dejaron las piedras en el
suelo, y se retiraron despacito, sin decir nada, muy arrepentidos. Entonces María Magdalena besó llorando los pies de Jesús, y le agradeció
que le hubiera salvado la vida. Jesús le dijo que no volviera a pecar más, y a
partir de este encuentro con Jesús, María Magdalena no sólo no volvió a pecar
nunca más, sino que fue cada vez más buena, y creció tanto en la gracia de
Dios, que llegó a ser Santa María Magdalena.
Esto
nos enseña que la gracia de Jesús es como una luz que nos ilumina por dentro, y
nos hace dar cuenta de que pensamos, decimos y hacemos cosas malas, es decir,
de que somos pecadores, y que por lo tanto, no podemos juzgar, condenar y
castigar a nuestros hermanos, porque si lo hacemos, entonces también nos tienen
que juzgar, condenar y castigar a nosotros. Pero no lo podemos hacer, porque el
Único que puede juzgar, condenar y castigar, es Dios, porque Él es el Juez más
grande de todos los jueces. Pero Dios es también Amor puro y Misericordia muy
grande, como un océano sin playas, y por eso Él siempre quiere perdonar y no
castigar. Dios perdona a todos, pero al que no perdona, es al que no le pide
perdón, porque ese demuestra que no quiere ser perdonado. Por ejemplo, al
Diablo. Dios no perdonó al Diablo, porque el Diablo no quiso pedirle perdón, y
Dios no puede dar algo a alguien que no quiere eso que Él quiere dar, porque lo
desperdiciaría. Nadie puede dar un regalo a otro, si sabe que ese otro lo va a
tirar al regalo apenas lo reciba. Así hizo Dios con el Diablo, porque el Diablo
no quería recibir el perdón. Pero a nosotros sí nos perdona, cada vez que nos
arrepentimos, porque demostramos que queremos recibir el perdón de Dios. Pero
para recibir el perdón de Dios, que nos lo da Jesús en la Cruz, tenemos que
perdonar a nuestros hermanos, y nunca tenemos que juzgarlos, ni condenarlos y,
mucho menos, castigarlos.
Cuando
no tenemos la luz de la gracia, somos como esos judíos que querían apedrear a
María Magdalena: nos sentimos superiores a los demás, creemos que somos jueces
y que podemos decir todo lo que se nos ocurra de nuestros hermanos, y así demostramos
que no tenemos compasión ni amor, y si no levantamos una piedra, sí levantamos
la voz, o la mano, o decimos cosas hirientes.
La
Virgen, que es nuestra Mamá del cielo, quiere que seamos como Jesús en el
Evangelio: Él no condenó a María Magdalena, sino que la perdonó. Entonces nosotros,
con nuestros hermanos, no tenemos que condenarlos, y si hicieron algo malo
contra nosotros, los tenemos que perdonar con el mismo perdón con el que Jesús
nos perdonó desde la Cruz, y amarlos con el mismo Amor con el que nos amó Jesús desde la Cruz.
Jesús
nos enseña, en el Evangelio de hoy, a reconocernos pecadores y a ser
misericordiosos con los demás, pasando por alto sus errores.
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