En este Domingo, Jesús nos narra la “Parábola del Hijo
pródigo”. Para saber qué nos quiere enseñar Jesús con esta hermosa parábola,
tenemos saber primero qué quiere decir “pródigo”. “Pródigo” se dice a alguien
que gasta sin pensar un bien de mucho valor.
¿Qué sucede en la parábola? Se trata de un padre que tiene
dos hijos; un día, y a pesar de que el padre era muy bueno, el hijo menor
decide irse de su casa, y le pide a su padre que le de la herencia que le
correspondía. El padre no quería que su hijo se fuera, pero respeta la decisión
y le da la parte de su herencia. El hijo pródigo toma el dinero, se lleva sus
cosas en un envoltorio, y se va hacia un país lejano, desconocido. Aunque ahí
no conocía a nadie, muy pronto comenzó a tener muchos amigos, porque estos se
enteraron de que tenía dinero. El joven se sentía muy feliz, porque se decía a
sí mismo: “Al fin soy libre y puedo hacer lo que quiero. En casa de mi padre
estaba bien, pero no quería cumplir lo que mi padre me mandaba; aquí, no tengo
a nadie que me mande, yo soy mi propio dueño y a partir de ahora, haré lo que
yo quiera”.
El
joven empezó entonces a hacer lo que quería, pero como su voluntad deseaba
cosas malas, y además no tenía la orientación de los mandatos de su padre, que
le ayudaban a obrar siempre el bien, comenzó a hacer muchas cosas malas.
Además, estaba siempre rodeado de amigos, pero estos amigos no eran buenos
amigos, porque eran amigos interesados: estaban al lado suyo porque él tenía
dinero, y no lo querían a él, sino a su dinero. Y también eran malos amigos
porque todo lo que deseaban eran cosas malas, ya que eran como el hijo pródigo:
todos habían abandonado su casa paterna, y todos se habían propuesto hacer lo
que querían.
Así
fue pasando el tiempo, y el joven pródigo, que al principio se sentía feliz,
comenzó a notar que ya no era tan feliz; además, el dinero se le terminó
enseguida, y comenzó a tener hambre. En ese momento, en que ya no tenía dinero
y estaba con hambre, se dio cuenta que aquellos que él creía que eran sus
amigos, lo habían abandonado, dejándolo solo.
El
joven se encontraba solo, con hambre, sin dinero, y sentía tanta hambre, que se
ofreció a trabajar como cuidador de cerdos. El dueño de los cerdos era tan
tacaño, que no le dejaba ni siquiera comer de las bellotas con las que se
alimentaban los cerdos. Así pasaron muchos días, y el joven sentía cada vez más
hambre, pero al mismo tiempo, comenzó a sentir algo que nunca antes había
sentido: arrepentimiento de su mal obrar. Se acordó de la vez que le había
dicho a su padre que se quería ir de la casa; se acordó de cómo no le había
importado que su padre, con lágrimas en los ojos, le pidiera que se quedara, y
se dolió de haber tenido un corazón tan duro y frío. Se acordó también de todas
las cosas malas que había hecho con esos malos amigos, y prometió que nunca más
lo haría. Con el arrepentimiento en el corazón, el hijo pródigo se dijo a sí
mismo: “Me levantaré y volveré a la casa de mi padre, de donde nunca debí
salir. Le pediré perdón por haberlo tratado tan mal, y por haber renegado de
sus amorosos mandamientos, y le diré que no me trate como hijo, porque no me
merezco su amor”. Y se levantó y fue a la casa de su papá.
Su
papá, que desde que se había ido no se cansaba de esperarlo –todas las tardes
iba hasta la puerta de entrada de la casa a esperarlo, con la esperanza de
verlo venir-, cuando lo vio venir a lo lejos, salió corriendo a su encuentro y,
en vez de retarlo, como el mismo hijo pródigo esperaba –también el hijo mayor,
hermano del hijo pródigo, esperaba que el padre le diera un buen reto-, “lo
abrazó y lo cubrió de besos”, dice Jesús, y estaba tan contento el padre, que
mandó a sus criados que hicieran una fiesta, que mataran al ternero cebado y
que llamaran a los músicos para que en la fiesta todo fuera alegría, y además
les dijo que le pusieran “la mejor ropa, además de un anillo y sandalias”, para
que se distinguiera su hijo de los sirvientes, que no llevaban ni buena ropa,
ni anillos ni sandalias. El padre estaba muy contento porque su hijo pródigo,
que estaba perdido, había regresado.
¿Qué
quiere decir esta parábola? Que nosotros somos el hijo pródigo, y que el padre
de la parábola es Dios Padre. ¿Cuándo nos comportamos como el hijo pródigo? Cuando,
como el hijo de la parábola, no queremos cumplir los mandamientos de Dios:
cuando no queremos obedecer, cuando no queremos hacer caso, cuando peleamos,
cuando decimos mentiras, cuando nos enojamos, cuando hacemos un poco de pereza,
cuando no queremos rezar… Somos el hijo pródigo cuando, en vez de cumplir los
mandamientos de Dios, que nos manda amar a Dios y al prójimo, empezando por los
papás y los hermanos, contestamos a los papás o peleamos con los hermanos;
somos como el hijo pródigo cada vez que elegimos hacer nuestra propia voluntad,
en vez de hacer la Voluntad de Dios, que está en los Diez Mandamientos. También
quiere decir que si hacemos nuestra voluntad en vez de la Voluntad de Dios,
nada bueno obtendremos. Si decimos, como el hijo pródigo: “Yo hago lo que
quiero”, entonces tenemos que saber que sólo cosas malas nos habrán de suceder.
Por el contrario, si vivimos y cumplimos los Mandamientos de Dios, estaremos
siempre seguros de que hacemos la Voluntad de Dios, que es infinitamente bueno.
Pero
también esta parábola nos quiere hacer ver que el amor del padre de la
parábola, es el Amor de Dios Padre, y que ese Amor lo recibimos en su Iglesia,
en los sacramentos: el sacramento de la confesión está representado en el
abrazo del padre al hijo pródigo, que además lo cubre de besos, porque en la
confesión sacramental, Dios Padre nos da su Amor al perdonarnos, cubriéndonos
con la Sangre de su Hijo Jesús; el sacramento de la Eucaristía está
representado en el banquete que ordena hacer el padre de la parábola, que manda
a sacrificar al ternero cebado y hacer una gran fiesta, además de hacerle poner
la mejor ropa, un anillo y sandalias: esto es la Santa Misa, porque la Santa
Misa es el Banquete del cielo que prepara Dios Padre para nosotros,
sirviéndonos Carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, la Eucaristía; Pan Vivo
bajado del cielo, el Cuerpo de Jesús resucitado, y Vino de la Alianza Nueva y
Eterna, la Sangre de Jesús, derramada en la Cruz y recogida en el cáliz del
altar eucarístico.
Lo que Jesús nos quiere enseñar con esta parábola, es que la
vivimos en primera persona cada vez que nos confesamos y cada vez que asistimos
a Misa, porque recibimos el abrazo de Dios Padre, que nos da su Amor y nos cubre
con la Sangre de su Hijo Jesús.
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