(2015)
Antes de subir al cielo, Jesús había prometido que, cuando
Él llegara al cielo, iba a mandar al Espíritu Santo, y eso fue lo que hizo,
envió al Espíritu Santo en Pentecostés, y lo envió en forma de “viento y fuego”.
Así dice la Biblia: “(…) estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto,
vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en
toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como
de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron
llenos del Espíritu Santo” (cfr. Hch
2, 1-11). El Espíritu Santo que envía Jesús desde el cielo, llega sobre la
Virgen y los Apóstoles como “Viento y Fuego”.
¿Qué hace el Espíritu Santo sobre nosotros?
Para entenderlo, tenemos que saber que nuestro corazón es
como un carbón. ¿Cómo es un carbón? Es negro, frío, no alumbra, no calienta. Cuando
el Espíritu Santo llega sobre nuestro corazón como Fuego, entra dentro de
nuestro corazón, así como el fuego entra dentro del carbón –como cuando hacemos
un asado y empezamos a preparar el fuego- y cambia el carbón, convirtiéndolo,
de negro, frío, y opaco, en una brasa ardiente, que quema y alumbra y que es
brillante, porque se parece a llama del mismo fuego. Entonces, el Espíritu
Santo, como Fuego, actúa sobre nuestros corazones, así como el fuego actúa
sobre los carbones –como cuando estamos preparando el fuego para hacer un
asado-, convirtiéndolos en brasas ardientes, sólo que aquí, el Espíritu Santo,
convierte nuestros corazones en brasas ardientes vivas, que arden en el Amor de
Dios.
¿Y qué hace el Espíritu Santo como Viento? Lo mismo que hace
el viento de la tierra, sobre un carbón que está encendido y que empieza a
apagarse: lo atiza, es decir, lo aviva, y hace que se vuelva más brillante, más
rojo, más “fuego”, por así decirlo; el viento no solo impide que el carbón se
apaga, sino que hace que la brasa ardiente se vuelva todavía más ardiente y
brillante. Bueno, así hace el Espíritu Santo como Viento sobre nuestro corazón,
cuando actúa como Viento: lo atiza, lo aviva, “sopla” sobre él, aumentando
nuestro amor a Dios, no solo no dejando que nuestro amor a Dios –que es Uno y
Trino- no decaiga, sino haciendo que aumente cada vez más y más.
Eso es lo que hace el Espíritu Santo en nuestros corazones en
Pentecostés, y por eso Jesús lo envía como Fuego y como Viento.
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