¿Quién es Jesús?
Para sus
connacionales: “es el hijo del carpintero” (Mt 13, 55); “el hijo de José y María” (Mc 6, 3); “sus hermanos están con nosotros (en el pueblo)” (cfr. Mc 6, 4).
Según Él mismo:
Él es el Hijo de Dios; es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6); es el Camino al Padre, nadie va al Padre sino es por Él
(Jn 14, 7); es el Dador del Espíritu
Santo (Jn 14, 26); es el Mesías; el
Redentor; el Salvador (Mt 16, 13-19).
Según el Bautista,
inspirado por el Espíritu Santo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” (Jn 1, 29).
Según Juan:
“es Amor” (1 Jn 4, 8).
Según la Santa Iglesia Católica, en
la Eucaristía: “Éste es el Cordero de Dios, que quita
el pecado del mundo” (Misal Romano).
¿Quién es Jesucristo según el Magisterio de la Iglesia
Católica?
Según el Catecismo:
es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad: “Creo en Jesucristo, su Único
Hijo, Nuestro Señor” (Símbolo de los Apóstoles); es Dios Hijo que procede de
Dios Padre: “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero” (Credo Niceno-Constantinopolitano).
En síntesis, según nuestra fe católica, apostólica y romana, Jesús es
el Hombre-Dios.
Es Hombre-Dios:
Es Hombre Perfectísimo:
nacido sin concurso de varón, puesto que su naturaleza humana –alma humana y
cuerpo humano- fueron creados en el instante mismo de la concepción y
encarnación en el seno de María Santísima. Al no haber intervención de varón –San
José era meramente esposo legal y su trato afectivo era como de hermanos con la
Virgen-, la carga genética correspondiente al gameto masculino, fue creado en
el instante de la concepción y encarnación, siendo unido inmediatamente a su
alma humana inmaculada y perfecta, también creada en ese instante. Tanto su
Alma humana como su Cuerpo humano –que en el instante de la Encarnación, al ser
creado, tenía el tamaño de una célula, un cigoto-, fueron unidos a la Persona
Divina del Verbo de Dios, y fueron ungidos con el Espíritu Santo, por eso Jesús
es Hombre Perfecto, porque no solo no tiene pecado alguno, sino que además es
la Humanidad Santísima del Verbo de Dios, unida hipostáticamente,
personalmente, a la Persona del Hijo de Dios, y ungida personalmente por el
Espíritu Santo. No hay posibilidad alguna de error, de malicia, de ignorancia,
ni siquiera de la más ligera imperfección en Jesucristo, en cuanto Hombre
Perfecto, por ser el Hombre-Dios.
Es Dios Perfectísimo:
porque es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que posee el Ser divino
trinitario; es Espíritu Puro y por lo tanto, para cumplir el plan de salvación
pedido por el Padre, necesitaba de un Cuerpo para ofrecer en la cruz, motivo
por el cual es llevado por Dios Espíritu Santo al seno de María Santísima para
su Encarnación.
Las dos naturalezas, la divina y la humana, están unidas en
Jesucristo sin mezcla ni confusión.
Jesús, el Hombre-Dios, es nuestro Redentor y Salvador.
¿De
qué nos salva?
Para entender de qué nos salva Jesús, hay que entender a qué
nos condenaba el pecado original: a la muerte física, al pecado y al dominio del
demonio. Sin la Redención de Jesucristo, los hombres estábamos condenados irremediablemente
a la muerte física, a vivir y morir en pecado mortal –Santo Tomás dice que el
hombre no se puede mantener mucho tiempo sin la gracia-, y a la muerte eterna.
Es
por eso que Jesús nos otorga una triple salvación: nos salva de la “eterna
condenación” (Misal Romano, Plegaria
Eucarística I); del pecado; de la muerte física. Pero además, nos otorga la
filiación divina, lo cual es un don infinitamente más grandioso que el (triple)
don grandioso de la salvación.
¿Qué relación hay entre el Jesús histórico que sufre la Pasión, el
milagro de Corpus Christi y la Eucaristía de la Santa Misa de todos los días?
El
Cristo histórico que sufre la Pasión; el Cristo del milagro eucarístico de
Corpus Christi y el Cristo glorioso de la Eucaristía, es el mismo y único
Cristo, el Hombre-Dios, engendrado eternamente en el seno del Padre en cuanto
Dios Hijo y encarnado en el seno de la Virgen en el tiempo en cuanto Hombre.
¿Qué
lleva al Verbo de Dios a encarnarse?
Siendo
Espíritu Puro, el Verbo de Dios “necesitaba” un cuerpo para cumplir el plan de
redención, que era darnos su Amor, y esa es la razón por la cual Jesús se
encarna y sufre la Pasión. Podríamos decir que el Cuerpo y la Sangre es el “envoltorio”
del Amor de Dios: al desgarrar el Cuerpo y derramar la Sangre en el sacrificio
de la cruz, se abre el envoltorio del don de Dios, su Amor, y se derrama sobre
nosotros, su Divina Misericordia. De esa manera, con su Cuerpo entregado y su
Sangre derramada en el sacrificio cruento de la cruz, demuestra la inmensidad
del Amor Divino con el que nos ama, porque podría habernos redimido sin su
sacrificio en cruz, pero lo hizo para darnos muestra de hasta dónde llega la “locura”
de su Amor por todos y cada uno de nosotros: hasta el extremo de entregar su
Cuerpo y su Sangre por nuestra salvación, que significa, en fin de cuentas, que
todos estemos con Él, al fin de nuestras vidas terrenas, en el cielo.
Esto es lo que Él quiere expresar en la Última Cena, cuando
dice: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”: entrega anticipadamente,
incruentamente, su Cuerpo y su Sangre –y con su Cuerpo y su Sangre, su Amor-,
en la Eucaristía, para luego entregarlo en la cruz, y es lo que hace en cada
Santa Misa, y esto lo hace con el único objetivo de demostrarnos su Amor, como
dice la Antífona 1 de las Vísperas de San Bernabé: “Con amor eterno nos amó
Dios; por eso levantado sobre la tierra nos atrajo a su corazón,
compadeciéndose de nosotros”[1].
El Milagro de Corpus
Christi lo que hace es evidenciar lo que Él hizo en la Última Cena, lo que
hizo en la cruz, y lo que hace en cada Santa Misa: entregar su Cuerpo y su
Sangre. En Bolsena, parte de la Hostia se convirtió en su músculo cardíaco,
vivo, que comenzó a manar Sangre, la cual manchó el corporal y luego el pavimento;
es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre que sucedió en la
Última Cena y es la misma conversión que se produce en cada Santa Misa, y es el
ofrecimiento de su Cuerpo y Sangre que se realiza en la cruz, en el Calvario,
que se perpetúa en la Santa Misa, para que nosotros tengamos a mano los frutos
de la Redención, así como alguien tiene a mano los frutos maduros de un árbol,
para poder cortar los frutos de este árbol y comer de él.
Con su sacrificio en cruz, con el don de su Cuerpo y Sangre –renovado
cada vez en la Santa Misa-, Jesús nos dona su Amor, nos diviniza, expía
nuestros pecados, da gracias al Padre, y adora y glorifica al Padre en nombre
nuestro, y esa es la razón por la cual en la Santa Misa debemos ofrecernos con
Él, al Padre, con todo nuestro ser.
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