(Ciclo
A – 2017)
El Domingo de Ramos, Jesús entra en Jerusalén, la Ciudad
Santa, montado en un borriquillo. Cuando los habitantes de Jerusalén se enteran
de que está llegando Jesús, abren las puertas de la ciudad de par en par y,
llenos de alegría, salen para encontrarse con Jesús. Muchos extienden sus
mantos sobre el suelo, como si fueran alfombras, y casi todos tienen palmas y
ramos de olivos en sus manos. Todos los habitantes de Jerusalén habían recibido
milagros de parte de Jesús: a unos los había curado de sus enfermedades; a
otros los había liberado de los demonios; a otros les había calmado el hambre
multiplicando panes y peces; a otros les había resucitado a sus hijos. Todos se
acordaban de los milagros hechos por Jesús y por eso estaban agradecidos, lo
reconocían como a su Rey y Salvador, le cantaban cánticos de alabanza, y le
abrían las puertas de la Ciudad Santa.
Pero unos días después, el Viernes Santo, los mismos habitantes
de Jerusalén, desde los más pequeños hasta los más grandes, cambian del todo
con respecto a Jesús: no le cantan, sino que lo insultan; no lo reconocen como
Rey, sino que le ponen, para burlarse, una corona de espinas; no lo saludan con
palmas y ramos de olivos, sino que le pegan trompadas y patadas. Por último,
abren las puertas de la Ciudad Santa, pero no para que entre Jesús, como el
Domingo de Ramos, sino para expulsarlo de la Ciudad Santa, para llevarlo al
Calvario y ahí darle muerte de cruz.
Este episodio de la vida de Jesús tiene mucho que ver con
nosotros, porque la Ciudad Santa es nuestra alma, en dos momentos distintos:
cuando está en gracia y reconoce a Jesús como a su Rey y Salvador y lo hace
entrar en su corazón, es la Jerusalén del Domingo de Ramos, pero cuando está en
pecado y no reconoce a Jesús como Rey y Señor, sino que lo expulsa de su
corazón, es la Jerusalén del Viernes Santo, que expulsa a su Rey para darle
muerte de cruz en el Calvario.
Nosotros podemos elegir, cuál de las dos ciudades queremos
que sea nuestra alma: si la del Domingo de Ramos, en la que reconocemos a Jesús
como nuestro Rey, o la del Viernes Santo, que expulsa a Jesús porque está en
pecado. Le vamos a pedir a nuestra Mamá del cielo, la Virgen, que nos ayude
para que nuestra alma sea siempre como la Ciudad Santa de Jerusalén del Domingo
de Ramos, para que abramos nuestros corazones de par en par a Jesús Eucaristía,
lo entronicemos en nuestro corazón como Rey, le cantemos cánticos de alabanzas,
y le digamos que lo queremos amar, en esta vida y por toda la eternidad.
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